Me miró con verdadero afecto.
—¿Sabe, Tarb? —me dijo con una cordialidad rayana en el sentimentalismo—. Me recuerda usted mucho a mí mismo cuando tenía su edad. Bueno, escuche, vamos a ponernos cómodos mientras decidimos qué le gustaría hacer ahora que está de nuevo entre nosotros. ¿Qué quiere tomar?
—Pues, creo que una Moka-Koka —contesté distraído.
El ambiente de la habitación experimentó un cambio radical, para empeorar. El dedo del Gran Jefe se detuvo en el aire, justo encima del botón que hubiera hecho entrar a su segunda secretaria, encargada de servir café y bebidas.
—¿Qué ha dicho usted, Tarb? —rechinó.
Abrí la boca, pero era demasiado tarde. No me dejó hablar.
—¿Una Moka? ¿Aquí en mi despacho?
La expresión de su rostro se alteró, pasando por todos los niveles de la escala, desde la benevolencia y el desconcierto hasta detenerse en la más enfurecida cólera. Lívido de ira, oprimió de un manotazo un botón completamente distinto.
—¡Servicio de emergencia! —rugió—. ¡Traigan ahora mismo a un médico! ¡Tengo a un adicto a la Moka-Koka en mi despacho!
Me sacaron del despacho del Gran Jefe más aprisa que a un leproso de ante el trono de Luis XIV, y me trataron con iguales precauciones. Me indicaron que aguardase el resultado de los análisis en la sala de espera del policlínico del subsolano 3, y aunque estaba abarrotada de gente, quedaron asientos libres al lado del que yo ocupaba.
Por fin, después de mucho esperar, crepitó el altavoz llamando: «Señor Tennison Tarb, señor Tennison Tarb.» Me levanté y tropezando entre una maleza de piernas que se encogían y tobillos que se apartaban, me dirigí al consultorio. Fue como iniciar el recorrido hacia la silla eléctrica en una de esas viejas películas carcelarias pero sin los murmullos de apoyo y aliento de mis compañeros. Todos los rostros mostraban la misma expresión, una expresión que manifestaba: «¡Gracias a Dios que te ha tocado a ti y no a mí!»
Me figuraba que detrás de la puerta corredera se hallaría el médico que determinaría mi destino. Con sorpresa descubrí que había allí dos personas: una, la doctora, inconfundible por el estetoscopio ritual que le pendía del cuello, y la otra nada menos que el pequeño Dan Dixmeister, flaco como nunca y lóbrego a más no poder.
—Hola, Danny —le dije tendiéndole la mano en recuerdo de los viejos tiempos.
Supongo que en recuerdo de lo mismo, o de su recuerdo de lo que habían sido los viejos tiempos, observó un instante mi mano antes de tenderme reacio la suya. Pero no me la estrechó: fue como si me la ofreciera para que se la besara. No sentí apretón alguno, tan sólo un contacto blando que prontamente retiró.
He de explicar que Danny Dixmeister, seis años atrás, había sido el preferido del equipo de redactores que trabajaban a mis órdenes. Yo me fui a Venus. El se quedó. Evidentemente no había perdido el tiempo. Las charreteras de la guerrera indicaban su grado de director de sección, los galones de las mangas revelaban que cobraba un sueldo de cincuenta mil dólares al año y la expresión con que me miraba denotaba que ahora era yo el subalterno y él el jefe.
—Estás jodido, Tarb —declaró con una aspereza desprovista de optimismo—. La doctora Mosskristal te explicará la naturaleza del trastorno que te afecta. —Su tono de voz implicaba: «malas noticias».
Eran, en efecto, pésimas.
—Tiene usted lo que en medicina llamamos una dependencia campbelliana —dijo la doctora con voz exenta de toda emoción, con la voz que emplearía un veterinario para anunciar un recuento de leucocitos en un laboratorio de investigación bovina. La mirada que me dedicó era exactamente la misma que solía utilizar Mitzi para despedir a cualquier individuo calificado de inepto para su red de espionaje—. Es posible que pudiera reciclársele —añadió examinando los resultados en la pantalla situada ante su mesa— aunque no creo que merezca la pena. Muestra usted un cuadro clínico carente de todo interés.
Tragué saliva. Me resultaba duro aceptar que se estaba hablando de mi vida.
—Dígame qué es exactamente lo que tengo —le supliqué—. Quizá comprendiendo mi trastorno pudiera solucionarlo.
—¿Solucionarlo? ¿Solucionarlo, dice usted? ¿Superar por sí solo el condicionamiento preestablecido? ¡Por Dios, no me haga reír! —exclamó entre carcajadas, mirando a Dixmeister y agitando la cabeza con manifiesto regocijo—. ¡Lo que hace decir la ignorancia!
—Pero dijo usted que tenía cura...
—He dicho proceso de reciclaje y cura de desintoxicación —precisó—. Pero no creo que desee usted someterse al suplicio que supone. Quizá dentro de diez años valga la pena que realice usted una tentativa, aunque he de advertirle que el índice de mortalidad es de un cuarenta por ciento. Pero en las primeras etapas, inmediatamente después de haberse expuesto al proceso de estímulo de respuesta... no, no. —Se apoyó en el respaldo de su asiento, unió las yemas de los dedos y yo me dispuse a escuchar la consiguiente conferencia—: Tiene usted lo que se llama un reflejo condicionado campbelliano. El nombre alude al doctor H. J. Campbell, famoso psicólogo, pionero en los albores de esa ciencia, inventor de la llamada terapia de placer límbico.
—Nunca he oído hablar de la terapia de placer límbico —repliqué.
—No, ya me lo figuro. Permaneció en secreto durante muchos años. —Se inclinó hacia adelante, oprimió un botón del intercomunicador y llamó—: Maggie, tráigame el Campbell. Según el doctor Campbell —prosiguió dirigiéndose a mí—, placer es el nombre que damos a la sensación que experimentamos cuando las zonas límbicas, o marginales, del cerebro reciben un estímulo eléctrico. Creo que inició sus investigaciones en este campo al descubrir que muchos de sus alumnos experimentaban gran placer a partir de lo que en la época se llamaba música de rock. La saturación de los sentidos producida por la estridencia de la música estimulaba las zonas límbicas, ergo el placer, con lo cual descubrió un método sencillo y poco costoso de condicionar a los sujetos de la forma y manera deseadas. Ah, aquí está.
La segunda secretaria acababa de entrar con una caja de plástico transparente que contenía ¡nada menos que un libro! Deteriorado, descolorido, protegido por el estuche de plástico, era el mejor ejemplar que viera en toda mi vida de aquella curiosa y extraña muestra de cultura prehistórica. Instintivamente alargué la mano para cogerlo, pero la doctora Mosskcristal lo apartó espetándome:
—¡No haga tonterías!
Llegué, sin embargo, a leer el título, Las Zonas de Placer de H. J. Campbell.
—Podría prestármelo —le rogué—. Se lo devolveré dentro de una semana...
—¡De ninguna manera! En caso de que se le autorice a leerlo, lo leerá usted aquí, bajo la vigilancia de mi tercera secretaria, que cuidará de que restituya el nitrógeno necesario cuando lo devuelva a su caja. De todos modos, no estoy segura de que se le autorice a leerlo. No es conveniente que los profanos traten de comprender la naturaleza de las dolencias y su terapéutica. Simplemente no están preparados para ello. Para volver a la cuestión que nos concierne: mediante un proceso de estímulo de las zonas límbicas de su cerebro y a consecuencia de la exacerbación de placer que ello comporta, se le ha condicionado para asociar el bienestar con la Moka-Koka, y esta circunstancia es irreversible. —Lanzó una mirada al reloj de pulsera y se puso de pie—. Me espera un paciente —anunció—. Dixmeister, puede usted, si lo desea, emplear esta sala para la entrevista con el paciente, pero recuerde que ha de quedar libre dentro de veinte minutos. —Y se alejó contoneándose, con el libro agarrado entre las manos y dejándome a mí en manos de Danny Dixmeister.
—Lástima —comentó éste observando la pantalla que mostraba todavía los resultados de mis análisis—. Tenías un brillante futuro si no te hubieses dejado atrapar...
—¡Pero no es justo, Danny! Yo no sabía...
—¿Justo? —repitió, mirándome sinceramente perplejo—. Es cierto, la campbellización es relativamente reciente... Hubieras debido tener más cuidado... De todos modos, las zonas reservadas para anuncios límbicos están claramente señalizadas.
—¡Claramente señalizadas! —exclamé subrayando la mofa y el desprecio—. ¡Es una trampa asquerosa, un truco repugnante, y lo sabes perfectamente! ¡Nuestra agencia jamás haría una cosa así para promocionar productos!
—Esta cuestión —contestó Dixmeister frunciendo los labios— ni siquiera se ha planteado porque la patente está en manos de la competencia. Bueno, cambiemos de tema. Hablemos de ti. Como comprenderás, Tarb, ahora para ti cualquier puesto de responsabilidad es impensable.
—¡Un momento, Danny! No sé qué quieres decir con eso. He pasado muchos años en Venus entregado en cuerpo y alma a trabajar para esta agencia.
—Simple medida de seguridad —explicó—. Tú ahora eres un adicto a la Moka-Koka. Por conseguir una Moka harías cualquier cosa, traicionar a tu abuela o hasta a la misma agencia, si fuera preciso. De modo que no podemos correr el riesgo de permitirte trabajar en ningún sector de seguridad, aparte de que —agregó con manifiesto deseo de herirme— encuentro que has demostrado una ostensible falta de fuerza moral dejándote viciar.
—¡Pero tengo antigüedad! ¡Experiencia! ¡Soy titular...!
Dixmeister agitó impaciente la cabeza.
—Desde luego, encontraremos algo para ti. Pero no creativo, claro. ¿Qué tal estás de mecanografía, Tarb? ¿Poca velocidad? ¡Lástima! Bueno, en realidad este problema le incumbe a Personal.
Me encaré con él y sostuve unos instantes su mirada.
—Danny —le dije finalmente—, debí hacértelo pasar peor de lo que me figuraba cuando trabajabas para mí.
No me contestó. Se limitó a responderme con una mirada tan prolongada como críptica. Me llevó mucho rato descifrar esa mirada; había salido ya de aquella habitación, subido con el ascensor a la quinta planta, al departamento de Personal y Servicios Generales, y esperaba a que me tocase el turno, mezclado con un grupo de chavales recién salidos de la universidad y otro de parias de mediana edad, cuando comprendí que no era de aversión ni tan siquiera de triunfo. Era de compasión.
Lo que la doctora Mosskristal no me dijo fue que uno de los efectos secundarios de la campbellización era la depresión. No me lo advirtió y cuando se apoderó de mí no comprendí lo que era. De todos modos, creo que ésa es precisamente la esencia de la depresión. Cuando se tiene, parece simplemente el estado natural del mundo que nos rodea. Nunca se considera un problema sino un estado de ánimo.
Me sobraban motivos para sentirme deprimido. Me dieron empleo, efectivamente: llevar recados y mensajes de una oficina a otra, repartir ramos de flores a las estrellas de nuestros anuncios filmados, precipitarme a la calle y llamar a un taxi-triciclo para algún pez gordo del alto estado mayor, ir a buscar hamburguesas de soja y tazas de Boncafé para las secretarias... ¡Un sinfín de cosas que no me dejaban un minuto de reposo! Trabajaba mucho más siendo mozo de recados que redactor de primera fila, sólo que, por supuesto, el salario que cobraba no era de primera magnitud. Me vi obligado a renunciar a mi apartamento. No me importó demasiado porque para qué necesitaba yo tanto lujo, como no fuese para invitar a mis amistades. ¿Y a quién tenía yo para invitar? Mitzi se hallaba en una esfera inalcanzable y todas mis antiguas novias se habían trasladado, estaban casadas o habían ascendido y las nuevas generaciones no parecían interesadas en relacionarse con un apestado condenado a la congelación.
Hablando de congelación, lo que ya tenía casi olvidado era el frío que hacía en esta tierra. Un FRIO con todas las letras de la palabra en mayúscula. Un frío que hacía que el aliento de los conductores de los taxis-triciclo les aureolase la cara como una nube helada, un frío que les hacía resbalar sobre el hielo que oscurecía las calzadas. Un frío que a veces hacía que envidiase su pedaleo por el ejercicio físico que suponía, y casi anhelase cambiarlo para no tener que soportar ir sentado en aquel duro y desprotegido asiento, castañeteándome los dientes en el ventoso invierno de Nueva York... Bueno, he dicho «casi». Hasta ser mozo de recados era mejor que pedalear tirando de un taxi.
Sobre todo ahora que se nos echaba el invierno encima. Los seis años transcurridos en Venus habían debilitado mi resistencia. Aun suponiendo que hubiese podido salir a menudo, no sentía deseos de hacerlo. De modo que pasaba los días en la conserjería con los recaderos y las noches en casa, viendo anuncios comerciales en el omnivídeo, charlando con mis nuevos compañeros de habitación, cuando estaban, o simplemente pasando las horas muertas sentado. Lo que más hacía era estar sentado. Por eso me llevé una gran sorpresa un día que oí el timbre anunciando que tenía una visita y que esa visita resultase ser Mitzi.
Si había venido para testimoniarme su simpatía, demostró un curioso concepto de ese sentimiento. Se dedicó a inspeccionar toda la habitación con la nariz arrugada y los labios apretados, como si mi vivienda oliese a podredumbre. Ahora las líneas gemelas del entrecejo no desaparecían nunca de su cara.
—Tenn —me dijo con dureza—, tienes que hacer algo para salir de esta situación. ¡Fíjate qué aspecto tienes! ¡Mira la pocilga que es este sitio! ¡Mira en qué desastre has convertido tu vida!
Miré la habitación, tratando de comprender lo que quería decir. Cuando no pude hacer frente a los pagos del apartamento náutico, tuve que buscarme otro alojamiento. No fue fácil. Saldar el contrato me costó casi todos mis ahorros y este apartamento compartido por horas fue todo lo que mi nuevo salario me permitió encontrar. Cierto que mis compañeros eran bastante desaseados; uno era aficionado a la alimentación macrobiótica y el otro se dedicaba a reunir una de esas interminables colecciones de Miniaturas de Bustos Presidenciales en Aleación de Plata que comercializaba la Casa de la Moneda de San Jacinto, pero no había que exagerar.
—No hay para tanto —contesté a la defensiva.
—¡Es asqueroso! ¿Por qué no tiras al menos esas botellas de Moka vacías? Tenn, ya sé que es duro, pero hay gente que se somete cada año a una cura de desintoxicación, y consiguen...
Me eché a reír. Me dio verdadera pena porque, no habiéndose enviciado nunca, simplemente no podía comprender lo que era.
—¿Para eso has venido, Mitzi? —le dije—. ¿Para decirme que he convertido mi vida en un desastre?
Me miró unos instantes en silencio.
—Sí, me figuro que la cura de deshabituación es peligrosa —admitió, buscando un lugar donde sentarse. Aparté unos cuantos emperadores hititas, pertenecientes a Nelson Rockwell, y algunos envases de arroz integral, de Charlie Bergholm, de la segunda silla—. En realidad, sé para qué he venido —añadió inspeccionando minuciosamente el asiento antes de sentarse.