La guerra de los mercaderes (14 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: La guerra de los mercaderes
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—Tarb —declaró Haseldyne sin ambages— no estropees tu trabajo. Es muy bueno. Arregla lo del tamaño y las interferencias. Mañana convocaré a todo el equipo en sesión de trabajo y nos pondremos manos a la obra.

Extraje la placa del ordenador y me marché dejándolo con la mirada perdida en el vacío. Me extrañó mucho que no manifestase satisfacción alguna; después de todo había reconocido que era muy bueno. Pero al llegar ante mi tablero de mandos encontré en el casillero una nota que disipó estas inquietudes:

He tenido que salir de la oficina. Te espero directamente en casa. ¿Te va bien hacia las ocho?

Al llegar a mi casa para cambiarme me esperaba Nelson Rockwell.

—Tenny —me dijo zalamero—, si pudieras prestarme unos cuantos dólares hasta final de mes...

—¡Imposible, Nelson! Tendrás que arreglártelas como puedas con los de San Jacinto.

—¿San Jacinto? ¿Quién ha hablado de San Jacinto? —exclamó—. Es otro asunto, completamente nuevo. ¡Fíjate!— Y se sacó del bolsillo una especie de cromo protegido por una barata funda de plástico—. ¡Es la Serie de Litografías Enmarcables con Retratos de Celebridades editada por la Secretaría del Tesoro en papel moneda de superior calidad! —declaró muy orgulloso—. Valdrán su peso en oro y todo lo que necesito son cien dólares para iniciar la suscripción. Con doscientos puedo optar a la suscripción especial de Reproduciones en Miniatura de los Doce Puentes Metálicos Suspendidos más famosos de América...

Le dejé hablando mientras me dirigía al cuarto de baño para acicalarme. Me duché, me puse un poco de talco en la barbilla, desodorante en las axilas y me rocié con el discreto y fresco aroma de la colonia AquaBlu. Hacía mucho tiempo que no tenía una cita con una dama. Pensé que tenía que llevar algo a casa de Mitzi y de camino me detuve a comprar un par de paquetes de Moka-Kokas. Como era de esperar, el supermercado estaba abarrotado. Como era de esperar, las colas ante las cajas eran interminables. Me puse en la que me pareció más corta, pero no avanzaba ni a la de tres. Estiré el cuello y por encima de la señora gorda con el carro repleto que bloqueaba la caja vi que la empleada se hallaba absorta en un infinito cálculo de cupones de descuento, ofertas espaciales, vales canjeables, billetes de lotería y demás. Vi también, lo cual era mucho más grave, que la señora de delante mío sostenía en una mano regordeta otros tantos comprobantes, por no decir muchos más. Vencido por la desesperación, emití un gemido y ella se volvió hacia mí llena de solidaridad.

—¿Verdad que es horrible aguantar estas colas? A mí también me saca de quicio. Por eso vengo aquí y ya no voy nunca a Ultimaximarts.

Y con evidente orgullo señaló los carteles holográficos que rutilantes prometían:
¡Servicio inmediato! ¡Cobro acelerado! ¡Comprar en nuestros establecimientos es un verdadero placer!

—Es que tengo una cita, ¿sabe? —comenté.

—¡Ah! —exclamó comprensiva—. Entonces, claro que tiene prisa. Mire, tengo una idea. Ayúdeme a poner en orden estos cupones, y así al llegar a la caja perderé menos tiempo. Lo que ocurre es que tengo estos treinta centavos de descuento en Ganchitos Kelpos, ¿ve?, pero sólo son válidos comprando un tubo de dentífrico Cloridén de diez onzas, y resulta que solamente tienen tubos de catorce onzas. ¿Usted cree que me los aceptarán?

Desde luego que no. Si lo sabría yo. Era una campaña de promoción organizada por T. G. & S. y si emitimos aquellos cupones fue porque sabíamos que el tubo de diez onzas iba a dejar de fabricarse. Por fortuna, sin embargo, me ahorré el tenérselo que decir, porque en aquel instante empezó a centellear una luz roja, se oyó una sirena, la barrera metálica que separaba el acceso a la caja se cerró de un golpe seco y se iluminó un anuncio que comunicaba:

Lamentamos informar que esta Caja de servicio inmediato y cobro acelerado queda cerrada. Tenga la bondad de acudir a cualquier otra donde será rápidamente atendido por nuestras eficientes y amables empleadas.

—¡No puede ser! —gemí contemplando desesperado el anuncio. Era una catástrofe. Desbarataba mi horario sin remisión.

Uno de los axiomas que con mayor frecuencia había encontrado al preparar el borrador de Religión era: «Los últimos serán los primeros.» En este caso, mi estúpida vacilación lo convirtió en realidad. La cola que aguardaba detrás de mí se dispersó en un abrir y cerrar de ojos, y yo me quedé allí plantado, contemplando el anuncio como un cretino. Son tales situaciones las que ponen a prueba los recursos consumistas finamente aguzados a lo largo de toda una vida, puesto que exigen tomar decisiones instantáneas, repentinas, de incalculable repercusión: ¿en cuál de las colas debo situarme? Para acertar hay que sopesar numerosas variables independientes, que no siempre son las más evidentes. Existen factores objetivos, como el número de personas de cada cola, el número de artículos adquiridos por cada cliente, el número de cupones equivalente a cada artículo, factores cuyo cálculo se aprende siendo uno todavía un chiquillo, mientras se hace cola pegado al carro de mamá, chupándose el dedo y agarrando en una mano mugrienta el puñado de caramelos causa de una ensordecedora pataleta. Aparte de eso, hay que aprender a interpretar individualmente a cada cliente o consumidor, y así escudriña uno en busca de las nerviosas contracciones de unos dedos, reveladoras de que la cuenta corriente de su autor se halla al descubierto, lo cual provocará que la cola quede bloqueada cuando se presente la policía a detenerlo, o al que ha escamoteado a través de los controles una pluma magnética con objeto de canjear un bono de oferta. Hay que asignar un valor a cada una de estas variables, integrarlas y luego poner en práctica las estratagemas físicas tantas veces empleadas, como escabullirse de una cola demasiado larga, fingir que no se ha advertido un carro dejado expresamente para marcar una plaza, hacer uso indiscriminado de furtivos codazos y zancadillas... todo eso son ejercicios normales de supervivencia que mi prolongada estancia en Venus había oxidado considerablemente. Así pues, me vi al final de una cola más larga que nunca, habiéndoseme adelantado hasta la señorita Catorce-Onzas.

Se imponía hacer algo sin pérdida de tiempo. Alargué el cuello, examiné el contenido de los carros y en un instante elaboré mi estrategia.

—¡Vaya por Dios! —exclamé como para mis adentros pero en voz lo bastante alta para que todos me oyeran—. Ahora resulta que me he olvidado el VitaSmax.

Ninguno de los clientes llevaba ese artículo. No podían haberlo comprado porque la fabricación se había interrumpido, creo que por contener partículas metálicas de elevado índice de toxicidad, mucho antes de que me marchara a Venus.

A poca distancia de mí, un señor de cierta edad con el carro cargado hasta los topes me miró de soslayo mordiendo el anzuelo.

—¿Recuerda aquellos fantásticos anuncios radiofónicos de VitaSmax? —le dije sonriéndole—. «El delicioso desayuno americano a base de cereales, queso y miel.»

La señorita Catorce-Onzas levantó la vista, abandonando unos instantes el frenético recuento de cupones a que estaba entregada.

—«Vigor, Salud, Fuerza y Energía! ¡Estos son los beneficios de quien toma VitaSmax! —citó, añadiendo melancólica—: ¡Cuánto tiempo hace que no tomo VitaSmax! En casa lo llamábamos el desayuno de la Tierra Prometida, porque estaba elaborado a base de trigo, leche y miel.

Aparte de las partículas metálicas, los corpúsculos sólidos de sucedáneos lácteos causaban trastornos hepáticos y el almíbar de sucrosa caries dental, pero como era de esperar nadie recordaba esos detalles.

—Mi madre me preparaba un tazón cada mañana —comentó soñadora otra señora.

Los tenía atrapados.

—La mía también —repliqué con sonrisas de añoranza—. Me daría de coscorrones por no haber cogido un par de cajas en la sección de Especialidades Culinarias.

Varias cabezas se volvieron hacia mí.

—Yo he estado allí y no he visto VitaSmax —dijo quejumbroso el señor mayor.

—¿De veras? ¿Ha mirado en una estantería debajo de un cartel que anunciaba: «Llévese 2 por el precio de 1»?

La cola comenzó a estremecerse.

—¿No ha visto que ofrecían un bono doble como Oferta Especial de Relanzamiento? —añadí.

Aquello fue la puntilla. La cola se desmembró. Sus componentes apartaron cestas y carros precipitándose todos a la sección de Especialidades Culinarias. De pronto me encontré frente a frente con la cajera. También ella había oído mis palabras y tuve que suplicarle que me cobrase antes de que echase a correr junto a todos los demás.

A pesar de todo, llegaba tarde a la cita, tanto que las dos manzanas que me faltaban para llegar a casa de Mitzi las salvé corriendo. Entre la contaminación y la carrera entré en la portería sudoroso y sin resuello. Adiós AquaBlu.

Casi no puedo expresar la sorpresa que me llevé al traspasar el umbral de la guarida de Mitzi. No quiero decir con ello que fuese un piso lujoso, cosa que me hubiera parecido lógica, considerando el volumen de la cuenta corriente de su propietaria. Al contrario, lo que me dejó mudo de asombro fue su absoluta austeridad.

No era ciertamente la falta de recursos económicos lo que acentuaba su particular desnudez. Vivir en un piso de ciento veinte metros cuadrados, en un edificio dotado las veinticuatro horas del día de guardias de seguridad con entreno de reflejos condicionados, cuesta un riñón, y eso lo sabe cualquiera, yo mismo, por ejemplo, aun sin estar enterado del asunto de la indemnización. Lo asombroso era que la ostentación se reducía propiamente a la extensión del apartamento. Nada de bañera rotatoria con dispositivo especial para masajes, ni una sola pecera con peces tropicales, nada, literalmente nada que demostrase la categoría social y profesional de su dueña. Por no tener, no tenía siquiera las lamentables colecciones de miniaturas o de medallas conmemorativas de Nelson Rockwell. Unos pocos muebles, un pequeño omnivídeo en un rincón, y prácticamente ahí terminaba todo. Y el colorido de las tapicerías y de las paredes era también bastante insólito: predominaban los tonos rojo tierra y amarillo, y una pared aparecía cubierta por un gigantesco mural estático —ni siquiera era de cristal líquido— que me desconcertó unos momentos antes de reconocerlo. Era una reproducción de aquella famosa página de la historia venusiana: la instalación del primer tubo de Hilsch en el pico más alto de la cordillera Freysa, con objeto de expeler al espacio los gases venenosos para que la atmósfera se tornase respirable.

—Siento llegar tarde —dije excusándome mientras contemplaba el mural—, pero había una cola interminable en el supermercado. —Y alcé las Moka-Kokas a modo de justificación.

—Oh, Tenny, qué falta nos hacía esa porquería. —Pasé por alto el comentario pero ella lamentó que se le hubiese escapado, porque tras morderse los labios añadió—: Acompáñame a la cocina mientras termino de preparar la cena. Así podrás explicarme qué tal te van las cosas.

Yo iba de sorpresa en sorpresa. Con grandísimo asombro descubrí que Mitzi me ponía a trabajar y que la tarea que me encomendaba era nada menos que pelar patatas. Quiero decir patatas auténticas, vegetales, tubérculos crudos... ¡Algunas todavía tenían tierra!

—¿De dónde has sacado esas... esas cosas? —le pregunté intentando imaginar qué se suponía que tenía que hacer yo para «pelarlas».

—El dinero todo lo consigue —contestó, cortando finamente otras verduras crudas, sin procesar, esta vez de color verde y naranja.

Su contestación no respondía exactamente a mi pregunta, puesto que yo no había querido decir dónde ni cuándo las había comprado sino simplemente por qué demonios. De todos modos, como a mí me educaron haciendo hincapié en la cortesía y buenos modales, comí con abundancia de la cena que había preparado, hasta aquel plato a base de raíces y hojas crudas que ella llamaba ensalada, sin formular la menor crítica. Bueno, para ser sincero, he de admitir que después de cenar, en un momento en que la conversación parecía decaer, no pude contenerme y le pregunté si de verdad le gustaban aquellas porquerías.

Mitzi, que estaba absorta, con expresión remota en la mirada, se recobró de inmediato y contestó:

—¿Que si me gusta esta comida? ¡Pues, claro que me gusta! Es... —y se detuvo, como si se le hubiese ocurrido una idea— ...es sanísima —dijo.

—Justo lo que yo pensaba —repliqué extremando mi cortesía.

—¡Lo digo en serio! Varios estudios aparecidos recientemente y que aún no se han publicado lo demuestran sin ningún género de dudas. Por ejemplo, ¿sabías que los alimentos procesados pueden causar serias deficiencias de memoria?

—¡Vamos, Mitzi! Nadie vendería a los consumidores productos que pudieran ser perjudiciales.

—Quizá deliberadamente no —contestó mirándome burlona—. Pero estos estudios son recientísimos. ¿Sabes una cosa? ¡Vamos a comprobarlo!

—¿Comprobar qué?

—¡Comprobar si tu dieta alimenticia te ha escacharrado la memoria, diantre! —respondió furibunda—. Vamos a hacer un pequeño experimento para ver lo que recuerdas de un tema cualquiera. Lo grabamos y así luego podemos verificarlo.

La verdad, no me pareció un juego excesivamente entretenido, pero como seguía con ganas de mostrarme simpático accedí.

—¿Por qué no? Vamos a ver. Supongamos que te pregunto las principales campañas de la agencia de los últimos quince años, clasificadas por...

—Oh no, eso tan aburrido no —protestó—. ¡Ya sé! Vamos a ver qué es lo que recuerdas de lo que ocurría en Venus, en la embajada. Algún aspecto concreto, no sé... ¡Ya está! Cuéntame todo lo que recuerdes de la red de espionaje que dirigía yo.

—¡Hombre, eso no es justo! Tú eras la directora y yo todo lo que sé son cosas sueltas.

—Seré indulgente, te lo prometo.

—Muy bien —dije yo alzándome de hombros—. Bueno, pues, para empezar tenías veintitrés agentes fijos y unos ciento cincuenta esporádicos o suplentes..., de los cuales la mayoría no eran verdaderos agentes porque no sabían para quién trabajaban.

—¡Nombres, Tenny!

La miré sorprendido. Se estaba tomando el jueguecito muy en serio.

—Pues en la sección de Parques y Jardines estaba Glenda Pattison, que fue quien instaló las piezas averiadas en la nueva central de energía eléctrica. Luego Al Tischler, de Learoyd City; no sé lo que hizo pero le recuerdo muy bien, porque para ser venusiano era muy bajo. Margaret Tucsnack, la doctora que introducía píldoras anticonceptivas en las aspirinas; Mike Vaccaro, el guardián de la cárcel de la Colonia... Oye, ¿cuento a Hamid o no?

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