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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (2 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Esa estalactita convertida en casa solariega era el refugio privado de Gomph Baenre, el archimago de Menzoberranzan y el hijo mayor de la reina indiscutible (aunque no coronada) de la ciudad. Gomph tenía una habitación en la fabulosa fortaleza castillo de la casa Baenre, pero el hechicero poseía tesoros —y ambiciones— que deseaba mantener lejos de los ojos de sus parientes femeninos. Así pues, de vez en cuando se retiraba a Narbondellyn, a disfrutar de su colección de objetos mágicos, para estudiar detenidamente su extensa biblioteca de libros de hechizos o para disfrutar de su última amante.

Tal vez incluso más que su evidente riqueza y famosos poderes mágicos, la habilidad de Gomph para seleccionar a sus consortes era un tributo a su posición social. En aquella ciudad matriarcal, los hombres tenían un papel subordinado, y la mayoría respondía a los caprichos del sexo opuesto; por lo que incluso alguien como Gomph Baenre se veía obligado a elegir a sus compañeras con discreción. Su amante actual era la hija menor de una casa de poca importancia, que poseía una rara belleza, pero muy pocas aptitudes para la magia clerical. Esto último le proporcionaba una posición social baja en la ciudad y la elevaba de modo considerable en la estimación de Gomph. El archimago de Menzoberranzan no sentía mucha simpatía por la Reina Araña o sus sacerdotisas.

Sin embargo, en Narbondellyn podía olvidar durante un tiempo tales cuestiones. La seguridad de su mansión quedaba asegurada por las runas exteriores de protección y la soledad de su estudio particular estaba protegida por un escudo mágico. Ese estudio era una gran estancia de elevada cúpula tallada en piedra negra e iluminada por una única vela que reposaba sobre su escritorio; aunque para los sensibles ojos de un drow, el suave resplandor que desprendía aquel candelero hacía que la sombría cueva pareciera tan brillante como el mediodía en el mundo exterior. Allí estaba sentado ahora el hechicero, leyendo atentamente un interesante libro de conjuros que había obtenido del cadáver, a estas horas ya frío, de un rival.

Gomph era anciano, incluso según los baremos elfos. Había sobrevivido siete siglos en la traicionera Menzoberranzan, en su mayor parte debido a que su talento para la magia se veía igualado por una sutil y calculadora astucia. Había sobrevivido, pero sus setecientos años lo habían convertido en un ser amargado y frío, y su capacidad para el mal y la crueldad era legendaria incluso entre los drows. Nada de todo esto se reflejaba en el aspecto del hechicero, pues merced a su poderosa magia parecía joven y enérgico; su piel color ébano era suave y brillante, las manos de largos dedos, delgadas y ágiles. Una ondulante cabellera blanca relucía a la luz de la vela, y sus llamativos ojos —grandes ojos almendrados de un insólito tono ámbar— estaban clavados en el libro de conjuros.

Sumido en sus estudios, el hechicero sintió, más que oyó, el tenue chisporroteo que le advertía que alguien había atravesado el escudo mágico. Alzó los ojos del libro y dirigió una feroz mirada letal en dirección a la perturbación.

Consternado, no descubrió a nadie. El escudo mágico apenas era algo más que una alarma, pero sólo un mago poderoso podría atravesarlo manteniendo intacto un conjuro de invisibilidad. Las aladas cejas blancas de Gomph se juntaron cuando frunció el entrecejo, y el drow se preparó para la lucha, alargando despacio la mano hacia una de las mortíferas varitas de su cinturón.

—Mira al suelo —advirtió una voz melodiosa, una voz con un timbre de picardía y júbilo infantil.

Incrédulo, Gomph desvió los ojos hacia el suelo. Allí se encontraba un diminuto y sonriente miembro del sexo femenino de unos cinco años de edad, con mucho la criatura más hermosa que había visto jamás. Era un minúsculo duplicado de su madre, a quién Gomph había dejado hacía poco durmiendo en unos aposentos contiguos. El rostro de la niña era anguloso y sus facciones elfas delicadas; una pelambrera de sedosos rizos blancos le caía sobre los hombros, en contraste con su piel de bebé, que mostraba el brillo y la textura del raso negro. Pero lo más notable eran sus grandes ojos ambarinos, tan parecidos a los del hechicero, al cual contemplaban con inteligencia y sin temor. Aquellos ojos hicieron que se desvaneciera el enfado de Gomph y despertaron su curiosidad.

Debía de ser su hija. Por algún motivo aquel pensamiento agitó algo en el corazón del solitario y maligno viejo drow. Sin duda había engendrado a otros niños, pero aquello no le preocupaba, pues en Menzoberranzan, las familias seguían únicamente el linaje de la madre. No obstante, aquella criatura atrajo su atención. Había atravesado la barrera mágica.

El archimago apartó a un lado el libro de conjuros, se recostó en el asiento y devolvió a la niña su descarado escrutinio. No estaba acostumbrado a tratar con niños, pero aun así, sus palabras, cuando habló, lo sorprendieron:

—Bien, pequeña. Supongo que no sabrás leer.

Era una afirmación ridícula, ya que la criatura era poco más que un bebé. Sin embargo, la pequeña arrugó el entrecejo mientras meditaba la cuestión.

—No estoy segura —respondió, pensativa—. Porque nunca lo he probado.

Se precipitó hacia el abierto libro de hechizos y contempló la página con atención. Demasiado tarde, Gomph le cubrió los dorados ojos con la mano, maldiciendo en voz baja mientras lo hacía. Incluso los conjuros sencillos podían resultar mortales, pues las runas mágicas atacaban al ojo inexperto con una puñalada de luz cegadora, de modo que intentar leer un hechizo no aprendido podía provocar un dolor terrible, la ceguera e incluso la demencia.

No obstante, la pequeña drow parecía estar indemne. Se soltó de un tirón de la mano del hechicero y saltó hasta el otro extremo. Inclinándose, cogió un pedazo de pergamino desechado de la papelera, luego se irguió y sacó el cálamo de la preciada botella de tinta siempre negra de Gomph. Aferrando la pluma torpemente en la menuda mano, empezó a dibujar.

Su progenitor la observó intrigado. El rostro de la niña mostraba una intensa concentración mientras garabateaba con sumo cuidado unas vacilantes y sinuosas líneas en el pergamino. Tras unos momentos se dio la vuelta, con una sonrisa triunfal, para mirar al hechicero.

Este se inclinó, y sus ojos se movieron veloces e incrédulos del pergamino al libro de conjuros para luego regresar al primero. ¡La niña había esbozado uno de los símbolos mágicos! Desde luego estaba dibujado de un modo tosco, pero la pequeña no sólo lo había visto, sino que lo había recordado con sólo echarle una ojeada. Eso era una hazaña para un elfo de cualquier edad.

A Gomph se le ocurrió entonces poner a prueba a la pequeña. Extendió la palma de la mano y conjuró una pequeña pelota que resplandecía con un fuego fatuo azulado. La niña rió y aplaudió, y él arrojó el juguete a través del escritorio en dirección a ella, que lo atrapó con destreza.

—Vuelve a arrojarlo —indicó él.

Ella volvió a reír, a todas luces encantada de haber encontrado un compañero de juegos. Luego, con un relampagueante cambio de humor, echó hacia atrás el brazo y apretó los dientes, poniendo todas sus energías en el esfuerzo.

Gomph deseó en silencio que la magia se disolviera, y la luz azul se extinguió.

Y al cabo de un instante, la pelota salió disparada de vuelta a él, casi a demasiada velocidad para que pudiera atraparla. Sólo que ahora la luz era dorada.

—El color de mis ojos —dijo la pequeña, con una sonrisa que prometía romper muchos corazones de jóvenes drows en años venideros.

El archimago lo observó y tomó nota. Luego volvió su atención a la pelota dorada de su mano. De modo que la niña ya podía conjurar fuego fatuo. Era un talento innato en los drows, pero que casi nunca se manifestaba tan pronto. ¿Qué más, se preguntó, podría hacer aquella jovencita?

Volvió a lanzar la pelota, en esta ocasión dándole impulso hacia el techo abovedado. Con las manos extendidas, la precoz criatura se elevó por los aires en dirección al reluciente juguete, levitando con una soltura que dejó sin respiración al archimago, y arrancó la pelota del aire, con una carcajada triunfal que resonó por todo el estudio mientras ella volvía a descender con suavidad hasta quedar junto a él. En aquel instante, Gomph tomó una de las pocas decisiones impulsivas de su larga vida.

—¿Cómo te llamas, criatura?

—Liriel Vandree —respondió ella de inmediato.

—Ya no. —El hechicero sacudió la cabeza—. Debes olvidar la casa Vandree, pues no eres una de ellas.

Trazó un diestro dibujo mágico en el aire con los dedos de una mano, y en respuesta, una ondulación atravesó la roca maciza de la pared opuesta. La piedra fluyó al interior de la estancia como una voluta de humo, y la oscura nube se retorció y dobló, hasta soltarse por fin del muro. En un instante se comprimió y esculpió a sí misma con la forma de un gólem del tamaño de un elfo, y la estatua viviente hincó la rodilla ante su amo drow y aguardó sus órdenes.

—La madre de la niña abandonará esta casa. Ocúpate de ello, y de que se informe a su familia de que sufrió un desgraciado accidente cuando se dirigía al Bazar.

El sirviente de piedra se levantó, volvió a hacer una reverencia y luego desapareció en la pared con la misma facilidad con que un espectro pasaría a través de un banco de niebla. Al poco rato, se oyó el alarido de una elfa procedente de una casa cercana: un grito que se inició aterrorizado y finalizó en un sibilante jadeo.

Gomph se inclinó y apagó la vela de un soplo, pues la oscuridad mostraba mucho mejor el carácter de los drows. Toda la luz desapareció de la habitación, y los ojos del hechicero pasaron del ámbar al rojo brillante a medida que su visión se introducía en el espectro de la lectura infrarroja. Su mirada se clavó en la criatura.

—Eres Liriel Baenre, mi hija y una noble de la primera casa de Menzoberranzan —anunció.

El archimago estudió la reacción de la pequeña. El fulgor carmesí del calor desapareció de su rostro, y las diminutas manos de blancos nudillos se aferraron al borde de la mesa en busca de sostén. Estaba claro que la joven drow comprendía todo lo que acababa de suceder, pero su expresión permaneció indiferente, y su voz era firme cuando repitió su nuevo nombre.

Gomph asintió. Liriel había aceptado la realidad de su situación —difícilmente podría haber hecho lo contrario y haber sobrevivido—, sin embargo la cólera y frustración de su espíritu indómito ardía con fuerza en sus ojos.

Desde luego, era su hija.

1
Época de confusión

S
in prestar atención a los gritos de dolor procedentes del otro extremo del aposento de la torre, Nisstyre separó las gruesas cortinas y contempló el mercado. Los ojos del elfo oscuro, negros e inescrutables en la tenue luz de la estancia, barrieron con una mirada comedida y calculadora la escena que se desarrollaba abajo.

El Bazar era uno de los lugares más concurridos de todo Menzoberranzan, y tan bien custodiado como la fortaleza de cualquier matrona. Aquel día incluso se veían más soldados de lo normal, que se dedicaban a mantener la paz con brutal eficacia. Como capitán del grupo de comerciantes llamado El Tesoro del Dragón, Nisstyre apreciaba la diligencia con que se patrullaba el mercado, ya que protegía el comercio local. Aquel día, sin embargo, la aguda vista de Nisstyre detectaba también oportunidades de otra clase.

Los labios del mercader drow se curvaron mientras observaba cómo un par de hombres armados se llevaba a rastras el cuerpo de un buhonero calishita. La ofensa del humano había sido leve: se había mostrado demasiado vehemente en sus negociaciones, y su cliente drow había dirimido la cuestión con una daga envenenada. Por lo general los compradores aceptaban tal regateo como el juego que era; pero, en la actualidad, los irritables drows eran como yesca que aguardaba la más leve chispa.

Para el observador ocasional, el ajetreo del mercado podía parecer bastante normal, pues ciertas mercancías se vendían magníficamente; de hecho, la demanda de alimentos básicos, armas y componentes para hechizos era casi frenética. Nisstyre había visto días de mercado como éste muchas veces, por lo general en la superficie, cuando la gente se preparaba para un invierno particularmente crudo o esperaba un asedio. A juzgar por lo que veía, los drows de Menzoberranzan se estaban preparando claramente para algo, y dudaba de que supieran qué podría ser ese algo, aunque reconocía su desasosiego y pensaba sacar partido.

Sus contactos en el mundo exterior le llamaban El Zorro, y a Nisstyre le encantaba el apodo, pues se parecía bastante al feroz animal, con su rostro negro de facciones afiladas, las orejas elegantemente puntiagudas, y una original melena de cabellos cobrizos; además poseía toda la astucia de su homónimo. A diferencia de la mayoría de los drows, él no llevaba armas y además no era demasiado experto en su uso. Sus armas eran su mente —que era ágil y traicionera como la espada de un guerrero drow— y su magia.

En una ocasión, muchos años atrás, Nisstyre había vivido en Ched Nasad, una ciudad muy parecida a Menzoberranzan. Aunque había sido un mago que prometía mucho, la sociedad matriarcal y la tiranía de Lloth puso límites a sus ambiciones, límites que no pensaba aceptar. Por ese motivo había abandonado la ciudad y descubierto un talento para el comercio, mediante el cual no tardó en abrirse paso hasta la jefatura de su propio grupo de comerciantes. Sus extensos intereses comerciales le proporcionaron riqueza, pero no el poder que ansiaba. Eso le había llegado como un regalo divino, y la divinidad en cuestión era Vhaeraun, el dios drow del robo y la intriga. Nisstyre había adoptado las directrices de su dios —establecer una presencia y poder drow en el mundo de la superficie— de todo corazón; pues una vez que quedara instituido ese reino, él, Nisstyre, planeaba servir a Vhaeraun como rey. Pero primero tenía que reclutar a sus súbditos —que también lo serían del dios— entre los drows descontentos.

En aquellos tiempos, el descontento imperaba. Los innumerables informadores de Nisstyre, y también sus propios ojos, así se lo indicaban. Los drows de Menzoberranzan se tambaleaban por culpa del desbaratamiento de la magia durante la Época de Tumultos, y de su derrota a manos de los enanos de Mithril Hall. Habían marchado a la guerra llenos de confianza en la matrona Baenre y su visión inspirada por Lloth de conquista y gloria, y habían fracasado por completo, rechazados por una alianza variopinta formada por enanos y humanos —todos ellos seres de categoría inferior— y por la cruel luz del amanecer. Como consecuencia del fracaso, los estupefactos drows se sintieron traicionados, a la deriva, y profundamente asustados. Los poderes que los habían gobernado tan despiadadamente habían mantenido al mismo tiempo a la ciudad protegida de los peligros de la salvaje Antípoda Oscura.

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