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Authors: Elaine Cunningham

La hija de la casa Baenre (4 page)

BOOK: La hija de la casa Baenre
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Pero ¿qué otra cosa podría haber esperado? La mayoría de orcos y goblins que cuidaban los rebaños de rotes habían sido reclutados como carne de cañón para la guerra, sin que nadie se preocupara de las lógicas consecuencias que ello tendría. Eran cosas que las sacerdotisas gobernantes no tenían en cuenta, esperando que la carne y el queso aparecieran en sus mesas como por arte de magia. En su jactancioso orgullo, no comprendían que algunas cosas no sólo necesitan magia, sino administración.

Esto Shakti lo comprendía, y de esto podía ocuparse. Se sentó tras una enorme mesa y alargó la mano para coger el libro mayor que contenía los registros de las crías. Una aguda y agradable sensación expectante aceleró sus dedos mientras pasaba las hojas. Mantener aquel libro de anotaciones había sido su responsabilidad antes de que la enviaran a la Academia, y nadie en la ciudad sabía más que ella sobre la cría de rotes. Tal vez nadie compartía su entusiasmo por el tema, pero desde luego los drows sí disfrutaban con la deliciosa carne, quesos y lana que su pericia producía.

Una ojeada a la última página redujo tanto su orgullo como su entusiasmo, pues durante sus años de ausencia, los registros se habían escrito con una letra menuda y débil. Shakti lanzó un juramento, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en diminutas rendijas en un intento de leer la negligente escritura, y su estado de ánimo no mejoró con la lectura.

Durante su exilio en Arach-Tinilith, estudiando para el sacerdocio y rindiendo pleitesía a las damas de la Academia, el rebaño había quedado terriblemente desatendido. Los rotes estaban muy adaptados a la vida en la isla y una cría cuidadosamente supervisada era esencial.

Farfullando maldiciones, la joven pasó las hojas hasta el final del libro, donde debían estar los registros de las existencias de esclavos. Estos eran considerablemente menos pormenorizados; en opinión de Shakti, los goblins podían hacer lo que les viniera en gana siempre y cuando sus esfuerzos produjeran suficientes esclavos nuevos. Pero según los registros, la tasa de nacimientos entre los, por lo general, prolíficos seres resultaba peligrosamente baja, y eso ella no podía permitírselo. La casa Hunzrin podría adquirir más esclavos mediante compras o capturas, pero esas cosas precisaban tiempo y dinero.

—¿Cuántos goblins quedan? —inquirió en tono fatigado mientras se daba un masaje en las doloridas sienes.

—Unos cuarenta —respondió la encargada.

—¿Eso es todo? —La cabeza de Shakti se alzó con una violenta sacudida como tensada por una cuerda—. ¿Pastores o criadores?

—Más o menos mitad y mitad, pero todos los goblins han estado pastoreando. Para mantener el orden se ha trasladado a todos los esclavos a la cabaña principal.

Aquellas noticias eran aún peores, pues significaban que los goblins carecían del tiempo y la intimidad necesarios para procrear. Aunque no es qué aquellas criaturas necesitaran mucho de ambas cosas, se dijo la sacerdotisa con repugnancia, al tiempo que regresaba al estudio del libro. De nuevo, maldijo el destino que la había alejado del trabajo que amaba; aunque por lo menos la guerra había conseguido una cosa: las normas que mantenían a los alumnos aislados en la Academia se habían relajado, pues muchos de los jóvenes luchadores, hechiceros y sacerdotisas eran necesarios en sus hogares. Los estudiantes tenían una inaudita libertad para ir y venir, y los permisos para marchar no eran difíciles de obtener de los aturdidos maestros.

Entonces un drow vestido con las toscas ropas de un jornalero irrumpió en la habitación. Cerró de un portazo la pesada puerta a su espalda y corrió el pasador.

—¡Los goblins se están sublevando! —gritó.

La voz resultaba familiar a la mujer; pertenecía a un apuesto varón con el que había tenido algún ocasional devaneo. Reconoció el tono: una agradable mezcla de temor e incredulidad. El tenue aroma a cobre de su sangre flotó hasta ella, y también eso le resultó familiar. Pero los gratos recuerdos se registraron sólo en los márgenes de sus pensamientos; sus preocupaciones estaban puestas en el rebaño y sus ojos miopes siguieron fijos en la página.

—Sí, desde luego que sí —asintió distraídamente.

El hombre retrocedió un paso, boquiabierto por la sorpresa. Sabía muy bien que Shakti Hunzrin era capaz de un gran número de cosas, pero el humor no se contaba entre ellas. Por un instante, incluso la conmoción provocada por el levantamiento goblin palideció, pero una segunda mirada al semblante malhumorado y bizqueante de Shakti convenció al drow de su error.

El recién llegado dejó de lado su momentánea sorpresa y se acercó al escritorio. Colocó violentamente el brazo cerca de los ojos de la mujer, para que la miope sacerdotisa pudiera distinguir las señales de colmillos goblins, y las largas marcas rojas de sus zarpas.

—Los goblins se están sublevando —repitió.

Por fin, consiguió captar su atención.

—¿Habéis avisado a la guardia de la ciudad? —inquirió ella.

—Lo hemos hecho —respondió él, tras una vacilación excesivamente larga.

—¿Y? ¿Qué dijeron?

—Donigarten tiene sus propias defensas —citó el drow con voz apagada.

Shakti profirió una carcajada. Traducido, aquello significaba que las matronas gobernantes tenían asuntos más importantes en que pensar que la pérdida de unos cuantos esclavos goblins o el sacrificio prematuro de algunos de los rotes. El resto de la ciudad estaba a salvo de cualquier acción desagradable que pudiera suceder en la isla, ya que la única forma de escapar de Donigarten era mediante embarcación, y el único bote estaba amarrado, atracado detrás de la oficina. Lo que significaba, claro está, que los goblins atacarían aquella habitación en la que se hallaban.

La sacerdotisa agarró su tridente mágico —el arma elegida por la familia Hunzrin— y aceptó su destino con un sombrío gesto de asentimiento. Las cosas habían llegado a aquel extremo: los nobles de las casas se veían obligados a combatir contra sus propios esclavos.

De inmediato se oyeron unos arañazos en la entrada, el sonido de los goblins escarbando la piedra con las afiladas uñas de sus menudos dedos. Los príncipes Hunzrin se colocaron a ambos lados de su hermana y alzaron sus inmaculadas armas; pero Shakti no tenía la menor intención de aguardar a los pequeños monstruos. Jamás se le había ocurrido la idea de huir, pues había que atender al rebaño de rotes, y eso era lo que pensaba hacer.

Así pues, la mujer apuntó con el tridente a la puerta, apoyó el arma contra su cadera, y se cubrió los ojos con la mano libre, mientras las púas escupían magia. Tres hileras de blancas llamas salieron disparadas hacia la puerta y la pesada losa de piedra estalló proyectando una lluvia de fragmentos, en medio de un rugido atronador.

Durante unos instantes todo fue una confusión de luz cegadora, gritos de dolor y humo cargado de olor a carne chamuscada. Luego los goblins supervivientes se reorganizaron y avanzaron. Media docena de criaturas se precipitó al interior de la estancia, empuñando toscas armas fabricadas con huesos y cuernos de rotes sujetos entre sí con tendones secos.

El hermano más joven de Shakti saltó al frente, con el tridente extendido ante sí, y atravesó al goblin más cercano, al que arrojó por encima del hombro como si se tratara de una palada de paja. La malherida criatura voló por los aires, agitando los brazos y aullando, hasta salir por la ventana posterior. Se oyó un largo gemido cada vez más apagado mientras caía en dirección a los luminosos animales que aguardaban abajo, y el siguiente sonido que les llegó fue un chapoteo seguido por un silencio total. Unas sonrisas salvajes crisparon los rostros de los hermanos Hunzrin, y ambos cayeron sobre los goblins restantes, con las armas centelleando en el aire mientras recogían su lúgubre cosecha.

Shakti se mantuvo aparte y dejó que los muchachos se divirtieran. Cuando finalizó el primer embate de goblins, fue a colocarse en el umbral de la reventada puerta para recibir a la siguiente oleada. Una hembra larguirucha de piel amarillenta fue la primera en llegar y, empuñando en alto una daga de hueso, se lanzó sobre la drow que la aguardaba. Shakti esquivó el ataque, lanzó su arma al frente y atravesó el brazo alzado de su atacante.

A una palabra de la sacerdotisa, unos rayos mágicos iluminaron las púas del arma y se introdujeron veloces en el cuerpo de la goblin. Con la primera sacudida, la feroz mueca de la esclava se convirtió en una casi cómica expresión de sorpresa. Lacios mechones de pelo se irguieron y retorcieron alrededor de su cabeza como las serpientes de una medusa, y el cuerpo flaco de la goblin se estremeció convulsivamente. Los rayos siguieron fluyendo sin pausa, y aunque la criatura aulló y gimió presa de dolor, no consiguió liberarse del tridente de Shakti. Otro goblin aferró la muñeca de la aprisionada esclava —aunque no quedaba muy claro si era para rescatar a su compañera o para robarle el arma— y también éste quedó retenido por el letal flujo de energía. Otros dos goblins que intentaban abrirse paso junto a la aullante pareja, quedaron atrapados en la cadena de magia maligna.

Con experta facilidad, Shakti mantuvo el control del arma y su magia. Unos pocos goblins consiguieron burlar la barrera de energía chisporroteante y carne abrasada, pero fueron rápidamente ensartados por los hermanos Hunzrin y arrojados a las criaturas que aguardaban silenciosas en el suelo.

Por fin dejaron de llegar goblins, y Shakti arrancó el tridente de la carne carbonizada de su primera víctima. La cadena de cuerpos se desplomó en una humeante pila. La drow pasó por encima de los cadáveres y atravesó la puerta, sosteniendo ante ella como una lanza el arma aún reluciente.

Quedaban unos pocos goblins —¡demasiado pocos!— que se alejaban lentamente, encogidos sobre sí mismos. Una furia asesina se apoderó del corazón de la sacerdotisa al inspeccionar a su repugnante adversario, y sólo con dificultad se abstuvo de volver a atacar. Los goblins estaban delgados, agotados, y no en mejor forma que el ganado, y la naturaleza práctica de la drow reconoció que los esclavos podrían no haber visto más opción que rebelarse. Sin embargo, cuando Shakti habló, fue la necesidad, no la compasión, la que dominó sus palabras.

—Está claro —empezó a decir en tono frío y calmado— que no hay esclavos suficientes para ocuparse del rebaño. Pero ¿qué habéis ganado con este estúpido ataque? ¿Cuánto más duro no tendréis que trabajar ahora que habéis reducido tontamente vuestro número? Pero tened esto en cuenta: el rebaño de rotes es lo primero y todos vosotros regresaréis a vuestros deberes inmediatamente. Se adquirirán nuevos esclavos y todas las mujeres goblins que críen recibirán comida extra y prerrogativas de descanso; entre tanto os atendréis a un estricto programa de trabajo. —Sopesó el arma horca significativamente—. Ahora marchad.

Los goblins supervivientes dieron media vuelta y salieron corriendo. La sacerdotisa se volvió hacia sus hermanos. Los ojos de los jóvenes centelleaban excitados por la emoción de su primera batalla y ella sabía exactamente cómo agudizar aquella chispa.

—La patrulla de luchadores de Tier Breche debería haber detenido esta insignificante rebelión antes de que llegara tan lejos. Si alguno de ellos sigue vivo, no tiene derecho a estarlo. Tú, Bazherd. Toma mi tridente y encabeza la búsqueda.

El joven dio un salto al frente para hacerse con la poderosa arma mágica, y los labios de Shakti esbozaron una sonrisa al entregarla; cualquier golpe contra la Academia drow la complacía. No tenía nada en contra de Tier Breche en general, y normalmente admitía que las academias preparaban bastante bien a luchadores y hechiceros. Pero las nobles eran enviadas a la escuela clerical, y el resentimiento que la mujer sentía por su suerte era profundo e implacable. Claro que se convertiría en una sacerdotisa, pues aquélla era la senda que conducía al poder en Menzoberranzan; pero si se presentaba otro camino para llegar a él, Shakti Hunzrin sería la primera en usarlo.

A la hora fijada, todos los hechiceros de Menzoberranzan dignos de tal nombre se escabulleron hasta un punto secreto para responder a una convocatoria sin precedentes. Uno a uno, cada asistente tomó un frasco que lucía el símbolo de la casa Baenre, rompió el precinto y contempló cómo surgía una neblina que adoptaba la forma de un reluciente portal. Uno a uno, los hechiceros drows atravesaron aquellos portales mágicos y cada uno apareció en la misma sala enorme y lujosamente amueblada, tal vez en alguna parte de Menzoberranzan, o tal vez en algún plano distante. Todos los presentes sabían con certeza que se trataba de la sala de audiencias de Gomph Baenre, y no podían hacer otra cosa que presentarse. Incluso la casa Xorlarrin, famosa por su poderío mágico, estaba allí en nutrida representación. Siete hechiceros Xorlarrin eran maestros en Sorcere, la escuela de magia; los siete estaban sentados muy inquietos en los fastuosos sillones que se les habían facilitado.

Mientras aguardaban al archimago de la ciudad, los reunidos se contemplaban mutuamente con receloso interés. Algunos no se habían visto desde su época de preparación en Sorcere, ya que los hechiceros atesoraban sus secretos mágicos para servir al poder y prestigio de sus propias casas. La posición lo era todo, incluso entre los magos de la ciudad. Las relucientes insignias de las casas quedaban bien a la vista, y aquellos cuya herencia no les concedía el derecho a tal exhibición se contentaban con joyas hechizadas. Cientos de piedras preciosas parpadeaban a la tenue luz de la estancia, sus colores reflejados en los relucientes pliegues negros de las capas
piwafwi
que todos vestían. Algunos de los presentes iban acompañados por sus espíritus protectores: arañas gigantes, murciélagos subterráneos, bestias modificadas mágicamente, incluso trasgos u otras criaturas del Abismo. La enorme sala se llenó con rapidez y, sin embargo, el silencio sólo pareció agudizarse a medida que cada hechicero penetraba en la estancia.

Cuando el último asiento fue ocupado, Gomph Baenre se materializó de la nada en el centro de la habitación. Como de costumbre, el drow iba vestido con la magnífica capa del archimago, una
piwafwi
con innumerables bolsillos que según se decía estaban llenos de más tesoros mágicos y armas de los que la mayoría de hechiceros drows podía contemplar durante toda una vida. Su cinturón exhibía sin tapujos dos varitas mágicas, y nadie ponía en duda que muchas más debían estar ocultas por toda su persona. No obstante, las armas más poderosas de Gomph eran sus hermosas y afiladas manos —tan diestras en tejer conjuros mortales— y la brillante mente que lo había conducido a la cima del poder mágico... y condenado a una vida de descontento. En muchas otras culturas, alguien así sería rey. Y de todos los hechiceros de Menzoberranzan, sólo Gomph tenía el poder de convocar una reunión de aquella clase.

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