La hija del Apocalipsis (21 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Qué se supone que voy a hacer al sur?

—Vamos, Marie, ¿aún no lo has entendido?

—Entender ¿qué?

El viejo se ha acercado. La mitad de su rostro se recorta en un rayo de sol polvoriento que entra a través de las contraventanas. Marie abre la boca para decir algo, pero las palabras mueren en sus labios. Mira el rostro de su viejo amigo. Sus labios arrugados tiemblan. Se retuerce las manos. Unos lagrimones brillan en sus ojos.

—Dios mío, Cayley, ¿vas a decirme de una vez qué pasa?

62

Sentada al volante, Marie fuma mirando a Cayley mientras este pone la cadena que cierra la entrada de Milwaukee Drive. El viejo no ha pronunciado una palabra desde que han salido de casa. Ella ha tenido el tiempo justo de meter en el coche unas cajas de municiones y el expediente Crossman antes de que el anciano cerrara la puerta con llave y se pusieran en marcha. Marie sabe que él no está bien. Ha decidido llevarlo al dispensario de Salem para que lo atiendan. Luego irá hacia Idaho Falls.

La puerta de atrás se abre. Cayley sube y se sienta. Pone cara larga. Marie suelta el freno de mano. La camioneta sale del arcén y se adentra en la carretera.

—Crees que estoy loco, ¿verdad?

—No, Cayley. Creo que sigues sin haberte repuesto de la muerte de Martha y que necesitas ayuda.

—La que necesita ayuda es la niña de Nueva Orleans, no yo. Además, ¿eres tú quien dice eso, Marie? ¿Tú, que te emborrachas todas las noches para escapar de tus visiones?

—Esa no es la cuestión, Cayley.

—¿Y tus sueños?

—Sueños tengo siempre.

—Eso son tonterías, Marie, y tú lo sabes.

Marie levanta los ojos y busca la mirada del viejo en el retrovisor. Acaban de dejar atrás el cartel que anuncia la entrada a la ciudad. HATTIESBURG os SALUDA. Marie hace una mueca. Un gamberro ha tachado la última palabra para sustituirla por una prosa más personal: Hattiesburg os manda a la mierda.

—Estos chavales son insoportables.

—Son hijos de demócratas.

Marie sonríe con tristeza. A medida que se alejan de Milwaukee Drive, tiene la impresión de que Cayley está cada vez peor. No solo está abatido, sino que se debilita por momentos. Toma la calle principal y la luz del crepúsculo la hace pestañear. Acaba de ver las bicicletas de los gemelos Hanson, tiradas sobre la acera en la esquina de Cuney con Hall. La rueda trasera de una de ellas todavía gira en el vacío, como si los niños las hubieran dejado hace unos segundos. Ahora conduce en dirección a Salem. La carretera está desierta.

—¿Qué más necesitas, Marie?

Marie se estremece al oír la voz de Cayley. Es su voz, pero suena como si fuera más viejo. Parece que su rostro esté fundiéndose y que envejezca a toda velocidad. Su respiración es sibilante. Está cansado. Se apoya en el respaldo y cierra los ojos.

—¿Qué pasa, Cayley? Por todos los santos, ¿puedes decirme qué pasa?

—Nada, Marie. Es simplemente una de tus visiones. Llévame con los loqueros y después podrás volver a despertarte en tu terraza y seguir haciendo como si no pasara nada.

Marie observa a Cayley por el retrovisor. Tiene la impresión de que ha envejecido cinco años en un kilómetro. Se está muriendo. Conforme el coche se aleja de Hattiesburg, se va acercando a la muerte.

—¡Bueno, ya está bien!

Marie se detiene en el arcén y alarga un brazo para coger el de Cayley. Le desabrocha el botón del puño de la camisa y le sube la manga hasta el codo.

—Mierda…

Allí, perdido en medio de las arrugas justo encima de la muñeca, acaba de ver un tatuaje en forma de media luna. Está descolorido, pero es el mismo que adornaba el antebrazo del amante de Hezel. Marie da media vuelta derrapando y conduce a toda velocidad hacia Hattiesburg. Oye un hilo de respiración que escapa de los labios de Cayley mientras pasan de nuevo por delante de los carteles que anuncian la ciudad. Ese viejo cabrón se lo pasa en grande. Con un ojo clavado en el retrovisor, comprueba que sus arrugas se están borrando. Marie pisa con todas sus fuerzas el freno para esquivar la furgoneta que viene de cara. La camioneta patina en diagonal. Un bocinazo furioso. El viejo Kirby saca el brazo por la ventanilla abierta y agita el puño.

Marie aparca delante de la tienda de MacDougall y apoya la cabeza en el volante para calmar los latidos de su corazón. Tiene la boca seca. Necesita una copa de ginebra. El chasquido de una puerta. Cayley ha ido a sentarse a su lado y le ha puesto una mano sobre el muslo.

—Quita la mano de ahí, Cayley. Ya me has visto en cueros esta noche, creo que es suficiente.

El viejo sonríe.

—Yo me bajo aquí. Sé prudente.

—¿Cayley…?

—¿Qué?

—¿Qué tengo que hacer cuando esté en Nueva Orleans? Con la niña, quiero decir.

—Ya lo verás. Hay gente en el camino. Gente que te guiará.

Cayley se pone la gorra sobre sus cabellos blancos y añade:

—Vamos, vete, tengo que ir a comprar un abrelatas eléctrico a la tienda de MacDougall.

Marie mira cómo se aleja. Después arranca y pasa al ralentí por delante de la última estación de servicio de la ciudad. Su pie roza el pedal del freno, vacila un instante, vuelve al acelerador y lo pisa bruscamente. Un penacho de humo negro sale del tubo de escape mientras el vehículo da un salto hacia delante. Marie enciende un cigarrillo. El tabaco le quema los bronquios. Está otra vez en la carretera. Se siente bien.

VI

Puzzle Palace

63

Sentado sobre un promontorio rocoso, Burgh Kassam mira cómo el alba ilumina el desierto de Nevada. Tonos ocre, polvo y acantilados rojos. El sol todavía no ha salido y la temperatura ya casi alcanza los treinta grados. Bandadas de carroñeros planean por el cielo mientras exploran los arbustos con sus ojos acerados. Es la hora en la que las serpientes de cascabel y los escorpiones vuelven a su agujero para escapar del ardor del sol.

En contados lugares, algunos oasis de cactos traspasan la coraza parda del desierto; grandes plantas espinosas de agujas envenenadas, cuyas raíces fibrosas serpentean unos centímetros por debajo de la superficie para recoger las gotitas de rocío que titilan sobre la arena. Más lejos se alzan árboles de Josué, con sus gruesas ramas curvadas por el viento ardiente. Ahí, a mucha profundidad se encuentran bolsas de agua a las que solo ellos pueden llegar. A Burgh le gustan esos árboles. Que él recuerde, siempre ha sido como ellos. Un ser del desierto.

Nació veintiocho años atrás en un pueblecito fangoso perdido en medio del delta del Ganges. No lloró al venir al mundo. Creció en una cuna de ramas a salvo de los escorpiones, en una casa de adobe. Allí, en esa única habitación donde vivían sus once hermanos y hermanas, su padre violaba a su madre después de cada parto y volvía a llenar su vientre todavía sanguinolento. Una carnada de miserables bocas, de las que Burgh había sido uno de los pocos supervivientes. No había robado la leche de sus semejantes ni inspirado más aire que ellos. Simplemente se había conformado con menos, había ingerido cada sorbo sin desperdiciar nada y reforzado su organismo cada vez que una infección se llevaba a uno de los suyos. De hecho —Burgh había tardado en admitirlo—, cuantos más hermanos y hermanas suyos morían, más fuerte se hacía él, como si se hubiera alimentado de su sustancia. De manera que sus padres empezaron a odiarlo y a desviar la mirada cuando él se acercaba. Intocable entre los intocables, no volvió a sentir el calor de sus brazos. A Burgh le tenía sin cuidado. Sobrellevó los primeros años de su vida como muchos otros niños que no son queridos, con la diferencia que él vivía en una de las regiones más pobres del planeta y estaba dotado de una inteligencia fuera de lo común.

Sus padres, que eran conscientes de cómo crecía la maldad en él, ansiaban secretamente que se lastimara y sus heridas se infectaran. Rezaban para que una epidemia se lo llevara o para que, corriendo con sus amigos por los diques que bordeaban el Ganges, resbalara y se ahogara. Pero Burgh Kassam siguió creciendo y desarrollándose. Muy pronto se convirtió en un guapo adolescente de catorce años; tras la muerte de sus padres, lo acogió un rico hombre de negocios que lo envió a los mejores colegios norteamericanos, donde sus maestros enseguida se dieron cuenta de que era un genio.

Kassam fue admitido en una institución privada para superdotados e ingresó en el Instituto Tecnológico de California a los dieciséis años. Después, coleccionó doctorados y se convirtió en una de las mentes más brillantes de su generación. Una inteligencia prodigiosa que secó poco a poco su alma y que él consagró por entero a la única causa que justificaba a sus ojos la ascesis de los grandes pensadores: la búsqueda de la verdad.

Sintiendo que una deliciosa quemazón se extendía por su nuca, Kassam se inclina para ofrecer la mayor superficie de piel posible al sol que asoma por encima de los acantilados. Había salido de Coyote a la hora del crepúsculo y había caminado en línea recta bajo las estrellas a través de uno de los desiertos menos hospitalarios del planeta. Un desierto tan profundo que, más al sur, los voluntarios de las asociaciones humanitarias esparcen por ahí toneles de agua potable para que los inmigrantes mexicanos tengan alguna posibilidad de llegar a las grandes ciudades. Burgh detesta a los voluntarios. Jamás ha comprendido por qué la vida de un chicano vale más que la de un crótalo o una hormiga roja. Si dependiera de él, tendrían que atravesar el desierto descalzos, con una jauría de asesinos pisándoles los talones. Burgh sonríe ante esa idea. Sombras famélicas y extenuadas corriendo bajo la luna en medio de las serpientes de cascabel y de los escorpiones para escapar de un centenar de guardias armados, dispuestos a matar a los rezagados y los heridos… Una última línea de francotiradores antes de la civilización, con un permiso de trabajo y una ducha fresca en una mansión para los supervivientes.

Burgh Kassam piensa en la noche que acaba de pasar en medio del desierto. A su alrededor, por todas partes, había sentido cómo la vida escapaba silbando bajo los guijarrales a medida que el sol declinaba. Los dientes del desierto. Pensativo, se pasa un dedo por las heridas purulentas que sus hermanos crótalos han abierto en sus pantorrillas y sus tobillos. No vio ese maldito nido en medio de las altas hierbas. Una cincuentena de serpientes de considerable tamaño estaban saliendo de su madriguera cuando Burgh puso el pie sobre una de ellas. Notó la primera mordedura con deleite mientras el dolor estallaba por encima del talón, allí donde el viejo crótalo había cerrado la boca. Luego, al recibir el cuarto ataque, sus labios emitieron un extraño silbido y los reptiles se retorcieron sobre sí mismos antes de desaparecer entre los arbustos.

Al incorporarse, Kassam notó que el veneno se diluía en sus venas, donde había librado un combate perdido de antemano contra los anticuerpos que protegían su organismo. Una inmunidad que se remontaba a su infancia: cuando jugaba a orillas del Ganges, le mordió una culebra de agua; estuvo una semana delirando y debatiéndose entre la vida y la muerte. Cuando su madre empezó a coser el sudario mientras lo velaba, el niño abrió los ojos. Tumbado en la cama el tiempo necesario para que su cuerpo digiriera el resto del veneno, Kassam empezó a pensar en la inmortalidad. No en términos complejos o conscientes, sino más bien con la forma de un concepto que había penetrado como un clavo en su cerebro y había gobernado su vida desde entonces.

64

Kassam reanudó la marcha a través del desierto saboreando el dolor que le hacía retorcerse…, lo único que le mantenía en contacto con el mundo. Hasta que un psiquiatra norteamericano le diagnosticó una forma de autismo particularmente rara que sufría desde la infancia, Kassam siempre había tenido la impresión de ser una especie de monstruo. El síndrome del pez rojo. Se caracterizaba por una sensación de vivir siempre tras los gruesos cristales de un acuario y percibir el mundo a través de ellos. Pero lo peor de ese síndrome era la sensación, muy presente en el enfermo, de que ese acuario era él mismo y de que los cristales eran su propia piel, sus ojos, sus dedos. Ninguna sensación táctil, ninguna impresión corporal, ni frío ni calor, ninguna comprensión sensible de las cosas que lo rodeaban. Los olores reducidos a su expresión más simple; el sabor de los alimentos invariablemente el mismo; los objetos que tocaba sin mirar semejantes a plástico fofo. Nada, excepto el dolor. Un dolor muy atenuado que le permitía soportar grados de sufrimiento impensables para el común de los mortales.

De pequeño, recordaba haber cogido una brasa y haberla apretado con todas sus fuerzas mientras oía el chisporroteo y aspiraba el olor de carne carbonizada procedente de la palma de su mano. Cuando el dolor se volvió insoportable, intentó abrir la mano, pero la brasa se había incrustado en su piel. Burgh aprendió la lección y memorizó todos los objetos peligrosos, así como las situaciones que aterrorizaban a los demás. Porque ante todo era eso lo que le faltaba: el sabor metálico del miedo y la señal de alarma que representaba el dolor. Como un niño disléxico que desarrolla estrategias elaboradas para comprender lo que lee, él compensó esa desventaja con una inteligencia fuera de lo común que le permitió pasar inadvertido entre sus semejantes memorizando el gran repertorio de las expresiones humanas: el rictus de la cólera o la sonrisa distendida de la felicidad, el asco, el odio, el amor y el miedo. Practicando sin descanso ante un espejo, logró imitar todos esos sentimientos a la perfección. Salvo la vergüenza y la compasión. Sobre todo la compasión. Era un sentimiento demasiado complejo, demasiado abstracto y casi demasiado hermoso. Al ver que no bastaba con captar esa expresión en los ojos de los demás, intentó experimentarla matando a seres indefensos: pajaritos, gatos ciegos, perros recién nacidos. Los asfixiaba lo más lentamente posible, para tratar de sentir un poco de pena y de arrepentimiento. Pero no fue suficiente.

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