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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (16 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Quieres decir como un secreto?

—Sí, muchacho, eso es. A no ser que quieras que te encierren con los locos, te aten a una cama y te hagan tragar bolitas de color rosa. Vamos, hijo, ahora te toca a ti.

El anciano se colocó detrás de Gordon y envolvió las pequeñas manos del chico en las suyas, para guiar el movimiento de la caña. Permanecieron largo rato mirando cómo la mosca de plástico daba vueltas sobre la espuma, hasta que Gordon vio que unas pequeñas bocas llenas de dientes acerados asomaban a la superficie.

—¡Las truchas, papy! ¡Están ahí!

—Ya las veo.

—¿Por qué no pican?

—Sí que pican, hijo. Pero, como no he puesto anzuelo, no corren ningún peligro.

Gordon se volvió hacia su abuelo, que sonreía detrás de él.

—¿Cómo quieres que las pesquemos, entonces?

—No quiero que las pesquemos. Primero quiero enseñarte. Después, cuando sepas hacer el movimiento, pondré un anzuelo y degustaremos una de esas señoritas sobre una piedra caliente.

Otro silencio. El chapaleteo del río. El perfume de la hierba mojada.

—Oye, papy, había otro olor en el agua. Un olor que me resultaba muy cercano.

—Un olor a azufre y a paja, ¿verdad? Eres un genio, Gordie. Eso es porque el río discurre a lo largo de varios kilómetros por las plantaciones del viejo Barney, al otro lado de la colina. ¿Has notado el gusto a caramelo ácido al fondo? —preguntó elevando el tono de voz—. ¡Se debe a que el viejo imbécil de Barney echa en la paja un abono que contiene sulfato de arsénico! Así, envenena a las vacas, a los hombres y a los peces al mismo tiempo. ¿Comprendes, Gordie? Barney fue al colegio toda su infancia. Ahí le enseñaron que una tierra abonada da cuatro veces más paja. Por eso se ha convertido en un asqueroso envenenador. Pero, créeme, no se llevará a la tumba su maldito dinero de contaminador de agua, palabra de Guardián de los Ríos.

Walls se estremece en la penumbra. Sus dedos arañan la carne blanda de la estela. De pronto acaba de acordarse del tatuaje que su abuelo llevaba en el antebrazo. Un antiquísimo tatuaje prácticamente borrado por el tiempo y las arrugas. Dos medias lunas enmarcando una pequeña serpiente azul. Walls lo recuerda perfectamente porque tenía ese tatuaje ante los ojos cuando el anciano guiaba su mano para imprimir el movimiento adecuado a la caña. Los Guardianes de los Ríos. No era casual que ese nombre hubiera resurgido en su memoria al bautizar a los miembros de ese clan extraño que había excavado todas aquellas grutas a orillas del Mississippi. Estaba grabado en él desde la infancia. Desde aquel día en el que su abuelo lo había iniciado a orillas del río Pearl. Todo empezaba ese día y todo volvía a él. Incluso el hecho de que se encontrara allí, al fondo de ese abismo, acariciando esa estela. Ahora, Walls estaba convencido: era ese lugar el que lo había atraído hacia él, tras reducir poco a poco su existencia a un conjunto de círculos cada vez más cerrados cuyo centro eran los Guardianes de los Ríos. Recuerda que se volvió hacia su abuelo y le preguntó:

—Oye, papy, ¿qué es un Guardián de los Ríos?

—¿Un qué?

—Un Guardián de los Ríos. Acabas de decirlo.

El abuelo miró a su nieto con un brillo extraño en los ojos. Después, le revolvió el pelo con una mano antes de contestar:

—No tengo ni la menor idea de lo que me hablas, Gordie. Pero, si quieres un consejo, deja de echar cacao en la leche.

Acto seguido desvió la mirada. Pero, justo antes de que lo hiciera, Gordon captó una pequeña llama de malicia que se había encendido en las viejas pupilas.

Las voces se alejan. La imagen se emborrona. Silencio. Walls aspira los olores azules que lo rodean. Ya no siente dolor. Ya no sangra. Ahora sabe que, como los ríos que desembocan en el mar, está al final del camino. En la desembocadura del río Walls.

46

Walls acaba de llegar a la última sala. Un resplandor espectral reina en aquella atmósfera inmóvil y polvorienta. Explora con los ojos la penumbra. El resplandor parece proceder de todas partes. Después comprende que es la misma sala la que brilla y que los seres prehistóricos escogieron ese lugar por sus rocas fosforescentes. Un lugar de reunión. O más bien un lugar de culto, a juzgar por los innumerables frescos que decoran los muros. Unos peldaños tallados en las paredes forman una gigantesca escalera circular que asciende por la gruta y se pierde en la oscuridad.

Walls avanza con precaución por la arena blanda que alfombra el suelo de la gruta. Desde hace unos segundos, el haz de su linterna parece rebotar contra una especie de prisma que refleja la luz y la descompone cada vez más a medida que se acerca a él. Es grande, rectangular y transparente. Lanza miles de destellos. Un monolito de hielo perfectamente tallado, cuya superficie devuelve la luz como las facetas de un diamante.

Las rocas fosforescentes parecen apagarse progresivamente a medida que el brillo del monolito aumenta. Se diría que está vivo, que se calienta, que irradia luz cada vez con más intensidad. Walls está ya a tan solo unos metros cuando le parece distinguir una forma atrapada en el objeto. Reconoce los contornos de una silueta humana sentada con las piernas cruzadas. Una mujer muy vieja, momificada, cuyo rostro, petrificado por el frío, ha permanecido absolutamente intacto a lo largo de los siglos. Está sentada allí desde tiempos inmemoriales, contemplando el vacío y la oscuridad con los ojos entreabiertos. Los que la emparedaron en esa tumba de hielo se tomaron la molestia de levantarle las manos, con las palmas vueltas hacia el exterior. Un colgante adorna su cuello: una lágrima de ámbar que los reflejos de la linterna hacen centellear como si fuese una gota de oro.

Walls toca con los dedos la superficie helada del monolito. Charcos de colores salpican su mente. Grandes árboles musgosos y olorosos. Su base está sumergida en un mar de helechos con pinchos acerados. Su cima desaparece a gran altura, entre una maraña de ramas tan densa que el cielo parece de madera. Un bosque de las primeras edades del mundo. Un olor a corteza y a hongos flota en el hilo de aire fresco que envuelve el rostro de Walls. Nota las agujas de pino bajo su piel desnuda y sucia. Una placa de liquen bajo su vientre. Tiene la impresión de que sus miembros se estiran, de que sus músculos se recubren de carne y de que su piel se vuelve dura como el cuero. Su corazón late más despacio. Respira mejor, más profundamente, más libremente. Un cuerpo de atleta, lleno de vida y de fuerza. Walls sonríe mientras se adentra en las tinieblas: acaba de recuperar un recuerdo en esa mente que no es la suya. Un recuerdo muy reciente, de unas horas atrás. Dos cuerpos sudorosos abrazados delante de las llamas de la hoguera de un campamento. Su mano se cierra sobre un pecho casi adolescente. Una chica muy joven se abraza a él. Acaba de celebrar su decimoséptimo invierno y lleva a modo de colgante una lágrima de ámbar que centellea al resplandor del hogar. Él nota cómo los dedos ágiles de ella guían su sexo hacia el interior del suyo. Penetra con suavidad en ese vientre caliente. La joven gime. Le hace daño, así que se calma. Sus movimientos se vuelven más lentos, más profundos. La chica se arquea y se curva. Él nota que el sexo de la chica aprieta el suyo. Ella se incorpora y le mordisquea la oreja. Poniendo una mano sobre los labios de su compañera para ahogar sus gritos, goza dentro de ella. Luego, sus cuerpos caen y ruedan hacia un lado. La joven se acurruca contra él. Sus pechos y sus axilas despiden un perfume a anís. Murmura el nombre de su amante.

47

—Eko…
?

El cazador dormido deja escapar un gruñido sordo. Se ha adormilado sobre el suelo, con la cara contra la tierra húmeda para evitar que el vapor de su respiración delate su presencia. Huele a musgo, a resina y a cenizas frías. Y a amanecer también. Ese olor peculiar que todas las mañanas acompaña la muerte de las tinieblas. Un olor dulzón a flor que se abre, a piedra y a rocío. Padre ya no tardará en salir, su luz blanca abrazará las grandes llanuras. De momento está todavía al otro lado de la curvatura de Madre y solo una fina malla de rayos plateados colorea poco a poco la oscuridad. Eko está adormilándose de nuevo cuando nota que unas uñas se clavan en la carne de su hombro. La voz que murmura a su oído está cargada de miedo.


¡Eko! ¡Akiami nak akila! ¡Lekek sialom
!

Lekek sialom
. Los lobos se acercan. El cazador se sobresalta, sus músculos se tensan. Abre los ojos. Una luz gris se filtra a través de los árboles. Eko alarga un brazo y pone la palma de la mano sobre las brasas que había cubierto de tierra unas horas antes. La hoguera está fría. Sin embargo, todavía huele a caliente, o más bien a asado, a carne asada y fría. Ese husmo es lo que Neera ha percibido mientras dormía. Se ha despertado sobresaltada unos minutos antes que él. Unos minutos demasiado tarde.

Removiendo las cenizas, los dedos de Eko se cierran sobre un trozo de hueso recubierto de carne terrosa. Intenta enterrarlo más profundamente, pero sabe que hace horas que el olor se eleva sobre el campamento antes de diluirse en las corrientes de aire que recorren el bosque. Eko está avergonzado. Neera y él se han amado tanto que se han dormido sin siquiera darse cuenta.

Llevaban cuatro días huyendo sin descanso hacia el norte con otros cazadores. Eran los únicos supervivientes de la primera tribu del clan de la Luna. La tribu de Neera.

Todo empezó durante el último cuarto de la luna, con una lluvia de fin del mundo que cayó sobre las grandes llanuras. Un diluvio tan fuerte que un cazador ni siquiera podía ver su mano colocada ante los ojos. Llovió así una semana; luego, la lluvia cesó con la misma brusquedad con la que había comenzado y, bajo la densa capa de nubes negras, los fenómenos extraños se sucedieron implacablemente.

Los murciélagos que compartían las grutas con la tribu empezaron a atacar a las mujeres y a los niños, agarrándolos de la pelambrera y mordiéndoles el cuello. Así que, con lágrimas en los ojos, los de la Luna no tuvieron más remedio que combatirlos haciendo uso del fuego y de las flechas. Después, una noche de festejos en la que habían encendido grandes fogatas en los desfiladeros que protegían las grutas de Neg, fueron las mariposas las que parecía que hubieran perdido la razón. El aire empezó a vibrar como si millones de alas lo batieran al mismo tiempo. Los vigilantes hicieron entrar a los niños. Los cazadores de la tribu se dispusieron en corro alrededor de las llamas empuñando la lanza. El ejército de falenas se abalanzó sobre las hogueras como si quisieran devorarlas. Por la mañana, los de la Luna solo encontraron un grueso tapiz de alas quemadas.

Unas horas antes de la gran desgracia, fueron las abejas las afectadas por el extraño mal. Poco después del alba, los de la Luna habían ido a recoger miel de los troncos huecos que servían de colmenas a los insectos sagrados de Gaya. Los encontraron vacíos, salvo por la presencia de unos cuantos cadáveres de larvas reducidas a papilla por obreras que se habían vuelto locas. En el camino de vuelta, unos enjambres furiosos los atacaron.

Los supervivientes de la expedición regresaron a las grutas y los centinelas las calafatearon; de modo que las nubes de abejas que los perseguían abandonaron a sus presas. Aterrorizados, contaron a los miembros del clan que debían su salvación a una manada de ciervos que había atravesado la llanura y había atraído a los insectos hambrientos.

48

Esa misma noche, una horda de hombres salvajes llegados del norte atacó al clan. Esos cazadores sin alma procedentes de allende las brumas, de tez mate y cara casi redonda, habían avanzado a cubierto detrás de los artificios desplegados por el Enemigo. Llevaban corazas de piel de oso y manejaban mazas hechas con huesos de mamut tallados. No hablaban la lengua de los hombres que piensan. Destriparon a los vigías y partieron la cabeza sin piedad a los niños dormidos. Después mataron a los hombres y violaron a las mujeres antes de destrozarles la cara a pedradas.

Neera y su guardia personal consiguieron escapar por los pasadizos secretos que serpenteaban a través de los sótanos. Salieron a un centenar de metros del Gran Rio y desde entonces huían caminando por la orilla de los arroyos, borrando su rastro como solo sabían hacer los de la Luna. Únicamente se detuvieron unos minutos para apaciguar los latidos de su corazón y aliviar sus músculos doloridos. Procuraban no dejar huellas en el barro ni romper una sola ramita. Avanzaban deprisa, tan deprisa como podían.

Al atardecer del segundo día, cuando llegaron a la linde del bosque de Kairn, Neera y sus Guardianes husmearon por mucho tiempo los vientos contrarios y llegaron a la conclusión de que los hombres salvajes habían perdido definitivamente su rastro. Desde entonces, solo el aullido lejano de los lobos rasgaba el silencio. El bosque era tan tupido que allí jamás llovía. Avanzando entre los árboles gigantes y las murallas de zarzas, los de la Luna escrutaron aquel techo vegetal en busca de Padre. Pero, como sus rayos no lograban traspasar el escudo de ramaje, Padre permanecía invisible.

Al día siguiente, al amanecer, Eko interrogó en su lengua a un mirlo de los bosques y a dos enormes lechuzas que volvían de caza. Desde el día anterior, no se había producido ningún movimiento en los límites del gran bosque, salvo el vuelo de unos cuervos que se habían desprendido súbitamente del cielo y el desplazamiento de una manada de grandes lobos hacia el norte. Neera, exhausta, no reaccionó mientras Eko traducía los trinos del mirlo. Y ahora era demasiado tarde.

Eko mira las cenizas frías. Era a él a quien se le había ocurrido esa estúpida idea de encender una hoguera, para olvidar la lluvia, el frío y a los hombres salvajes. Y para ver mejor la piel cobriza de Neera mientras le hacía el amor. Después habían devorado unos trozos de carne, cuyo olor había atraído a los lobos.

Dejando escapar su mente por encima de los árboles, Neera se había metido en la piel del jefe en el momento en el que la manada penetraba en el bosque. Notaba cómo sus patas mojadas pisaban el musgo. Era un gran lobo negro, muy delgado y musculoso. Levantando su hocico erizado de dientes, olfateaba el tenue aroma de la carne suspendido en el aire y detectaba el olor de otra, más jugosa y más tierna. El gran lobo conocía ese olor. Había degustado raramente esa carne, pero era tan deliciosa que no recordaba haber comido otra mejor. Llegaba en buen momento. La caza de la noche había sido escasa.

Neera se estremecía al oír rugir el estómago del animal. Este, olfateando la carne, vaciaba su vejiga sobre una alfombra de musgo, un chorro de orina oscura y humeante que hacía gemir a los otros lobos. Después, hacía restallar su látigo para ordenar a la manada que se dispersara. Los lobos se ponían de nuevo en marcha, deslizándose entre los árboles sin hacer más ruido que un ejército de fantasmas. En ese momento, Neera se despertó sobresaltada.

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