La hija del Apocalipsis (18 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Neera nak melk horm. Neera mork. Eko em Neera.

Así que Neera, la última Aikan del clan de la Luna, descansaba allí desde la noche de los tiempos. La muerte la había encontrado allí y había grabado su recuerdo en el hielo al mismo tiempo que el de su amante.

A medida que la mente de Eko despierta, Walls nota que sus dedos traspasan la superficie del monolito y penetran en la masa llena y helada. Tiene la impresión de que unas lágrimas brillan en los ojos de la momia. Neera le sonríe, lo reconoce. Los dedos de Walls se hunden más profundamente en el interior del bloque, que se cierra alrededor de sus muñecas y de sus antebrazos. Sus manos entran en contacto con las de la momia. Su piel está muy caliente. Neera es feliz. Ha recuperado a Eko. Unen sus fuerzas. Saben que la Gran Devastación que combatieron en su época se extiende de nuevo como un océano de bruma. Por eso Walls ha sido enviado a las entrañas de la tierra: para recordarlo.

Neera ha cerrado los ojos. Ya no es más que una forma oscura sentada en el corazón del hielo. Walls contempla el colgante de ámbar en forma de lágrima que centellea en la palma de su mano. Alejándose del monolito, sube peldaño a peldaño la interminable escalera de piedra que trepa por los muros hasta la lejana cima de la cúpula.

A medida que se acerca a ella, corrientes de aire fresco acarician su rostro. Ya no tiene miedo. Sube los miles de peldaños que lo conducen lentamente a la superficie. Fuera, lo sabe, la Gran Devastación ha comenzado.

54

Walls ha llegado al final de la escalera. El ámbar de Neera parece respirar contra su piel. Está caliente, pleno; es poderoso. El viento templado de la noche lo envuelve con sus perfumes de piedra y de cactus. Mira el cielo estrellado. Un resplandor rosado se recorta sobre el horizonte. Está en el centro del gigantesco circo que constituye el interior de la Mesa. Se sienta sobre la arena tibia. El cielo se aclara de segundo en segundo. Walls sonríe. Esperará ahí a que amanezca. Tiene tiempo. Otro perfume llena sus fosas nasales, un olor a río y a truchas. El clac-clac de un carrete. Un ligero soplo de aire en los matorrales. Walls baja los ojos. Su abuelo está sentado frente a él. No es más que una figura translúcida que deja pasar los rayos del alba, pero está ahí.

—Perdón, papy. Perdón por haberte abandonado.

—No te preocupes, muchacho. Ahora eso ya no tiene importancia.

Walls nota que la mano de su abuelo se posa sobre sus cabellos y aspira las ondas que circulan por la superficie de su cráneo.

—¿Has encontrado a tu Guardián de los Ríos? Muy bien.

—Se llama Eko. Es muy poderoso.

Vas a necesitarlo muy pronto.

—¿Por qué?

—Por los lobos. Quieren lo que has encontrado en el abismo. Te han percibido en cuanto he utilizado el poder para hablarte.

—Vendré a buscarte, papy.

—Entonces, tienes que darte prisa.

Un movimiento. Unos pasos se alejan por la arena. El olor de los ríos se disipa. Walls abre los ojos. Está solo. El sol sale por encima de la Mesa. El corazón de Eko late lentamente en su pecho, la sangre palpita en sus arterias. Se alegra de volver a ver a Padre.

V

¿Quién nos mata?

55

Las cuatro de la madrugada. Un olor a barro y a sangre penetra en la garganta de Marie. Abre los ojos en el asiento trasero de un bólido que circula a toda velocidad por un puente a cuyos lados se alzan olas enormes. El azote de la lluvia en el cristal, el ir y venir de los limpiaparabrisas, el rugido del motor. Marie intenta moverse, pero un brazo musculoso la retiene contra el asiento. Tiene once años, está triste y aterrada. Intenta mirar por encima del hombro del coloso con abrigo blanco sentado a su lado. Una capucha le oculta el rostro. Cuando se vuelve hacia ella para tranquilizarla, Marie solo ve sus ojos; brillan con picardía y afabilidad. Un elfo. Es la conclusión a la que llega al percibir su poder y su bondad. Se dispone a hablar cuando se da cuenta de que el elfo está cruzando pensamientos con otros dos hombres sentados delante. El que conduce, con las manos crispadas sobre el volante, tiene los ojos cerrados. Sin embargo, prevé a la perfección los obstáculos y los movimientos del puente. El tercero se concentra con todas sus fuerzas. Se llama Elikan. La presión que ejerce es tan potente que pone los ojos en blanco. Elikan envuelve el bólido en una densa bruma mental, como si tratara de escapar de la vigilancia de alguien. El piloto frena al sentir el abismo que está abriéndose en el suelo del puente. Cediendo a la violencia de las olas, la estructura se rompe y lanza cuarenta metros de hormigón al lago enfurecido. El motor ruge mientras el piloto pisa y a continuación suelta el acelerador para dejarlo en punto muerto. Elikan, a su lado, pregunta mentalmente:

—¿Se puede saber qué haces, Kano?

—¿Tú qué crees?

Los ojos de Elikan recuperan su aspecto normal. Acaba de comprender la situación. Kano continúa teniéndolos cerrados. No necesita ver, solo sentir los movimientos del puente bajo los neumáticos del bólido. Pone la marcha atrás. El coche patina un momento; luego, los neumáticos muerden de nuevo el asfalto. Kano sonríe. Intenta ir más deprisa que las grietas que resquebrajan el suelo. Sin siquiera volverse, da marcha atrás bajo las ráfagas de lluvia. El elfo aprieta un poco más a Marie contra sí, para que no vea la brecha que se dirige hacia el vehículo. Está ganando terreno. Sin dedicar ni un segundo de atención a la nueva sección de puente que se viene abajo, Kano da media vuelta y pisa a fondo el pedal del acelerador. Marie se muerde los labios. Los tramos ceden uno tras otro a medida que el bólido avanza. Se diría que las olas y el lago intentan destruir el coche y a sus ocupantes. La sonrisa de Kano se ensancha. Solo unos cientos de metros. El último tramo empieza a bambolearse bajo las ruedas. Faros a lo lejos. Una barrera rota y una hilera de faros giratorios azules. Kano afloja un poco el gas, el tiempo justo para que los compresores recuperen un poco de aire, y luego pisa de nuevo el pedal. El capó del bólido se levanta mientras la aguja del contador salta bruscamente. Cien metros. Cincuenta. Veinte. Marie ahoga un grito al oír que el puente se rompe y los últimos pilares se doblan como plástico fundido. El elfo se inclina hacia ella. Con un brillo de picardía en los ojos, dice:

—No tema, Madre. Kano es un cretino, pero sabe conducir.

Marie se despierta sobresaltada y ahoga un gemido de terror. El ruido del viento en los árboles. Está sentada en el balancín del porche de su casa, en Hattiesburg. Es de noche. Un desagradable sabor de carne fría y de ginebra impregna sus papilas. Se estremece al pensar en los hombres de blanco. Los niños de Old Haven. No ha olvidado sus nombres. Mira la esfera luminosa de su reloj.

Las cuatro y diez. Poco a poco, los latidos de su corazón se apaciguan. Observa el resplandor de la luna que se refleja en el océano de abetos hasta el infinito. Las ramas oscilan mecidas por la brisa. Parecen olas que avanzan susurrando a medida que los árboles se curvan y se enderezan. Marie bebe un largo trago de café frío. El final de la noche. No necesita beber durante el día. Saborea ese estado algodonoso que ha mantenido a lo largo de toda la velada en casa de los Bannerman, bebiendo whisky y oyendo cómo Abby y el gordo discutían sobre la cocción de las patatas. Bannerman no le hizo ningún comentario hasta que la dejó en casa a las dos de la madrugada. Justo antes de que ella bajara del coche, preguntó:

—¿Estás bien?

—Mientras no hablemos de eso…

Resoplando, él añadió:

—¿Qué te ha parecido el asado?

—¿Sinceramente?

—Sinceramente.

—No conozco a ningún cerdo que merezca eso.

Él sonrió mientras ponía la marcha atrás. Marie miró cómo se alejaban los faros; luego se arropó con varias mantas antes de instalarse en la terraza para estudiar el expediente que Crossman le había enviado por fax. En ese momento, dio una cabezada que la llevó al asiento trasero del bólido.

56

Empieza a clarear. El bosque ha pasado a la fase de sueño paradójico. Está soñando. Marie se acurruca bajo las mantas y empieza a leer los informes redactados por las policías norteamericana y europea.

El primer arqueólogo asesinado había sido descubierto tres meses atrás en Nueva York, en medio de un gigantesco embotellamiento a la altura del Liberty State Park. Un anciano encontrado muerto al volante de un 4 × 4. El agente Stern, de la policía montada, había hecho el macabro descubrimiento. Atraído por el concierto de cláxones, había avanzado en contrasentido antes de poner pie a tierra y de apoyar las manos en el cristal tintado. Unos testigos vieron que se quedaba pálido y, tras gritar algo en el
walkie-talkie
, rompía una ventanilla con la culata del arma.

Marie enciende un cigarrillo y se salta varias líneas relativas al acordonamiento del perímetro de seguridad y la desviación del tráfico. Un poco más adelante, llega a la declaración del policía. El hombre estaba tremendamente impresionado. Según él, el conductor del 4 × 4 todavía no estaba muerto cuando él se acercó. Estaba sentado al volante y se llevaba las manos al cuello como si intentara aflojarse el nudo de la corbata. Pensando que el hombre estaba sufriendo un ataque cardíaco, el agente Stern intentó socorrerlo, pero, cuando entró en el vehículo, tuvo la impresión de que la víctima había envejecido, de que habían aparecido arrugas en su rostro y le habían salido canas. El interés de Marie aumenta mientras lee la conversación entre Stern y un inspector de la comisaría de la 52.

—Un momento, no lo entiendo. El hombre que hemos encontrado en el 4 × 4, rondaba, tirando por lo bajo, los noventa años. De hecho, nos ha sorprendido ver a una persona tan mayor al volante. ¿Y usted dice que cuando lo vio por primera vez era… más joven?

—Sí. Cuando lo vi a través del cristal, el conductor parecía un tipo de cuarenta años, pero cuando entré en el vehículo tuve la impresión de que había envejecido diez años en unos segundos.

—Perdone, agente Stern, pero sigo sin comprender lo que dice.

—Yo tampoco, pero sé lo que he visto; el hombre se ahogaba y envejecía a ojos vista. Sé que parece totalmente descabellado, pero es la pura verdad: su cara, sus manos, su cuello, toda su piel se arrugaba y se volvía flácida.

—¿Y después?

—Después murió. Sus manos cayeron sobre el volante y murió.

—¿De viejo?

—Deje de tomarse a pitorreo lo que le digo, inspector Calloway. De todas formas, debía de llevar alguna documentación. Permiso de conducir, pasaporte…

—No. Pero el 4 × 4 está matriculado en Nueva York y estamos investigando. Espero tener pronto los resultados. También le hemos tomado las huellas al viejo. Las compararemos con las del propietario cuando lo hayamos identificado.

Marie siente el hormigueo de la adrenalina en las arterias. Sabe que tiene entre manos algo suficientemente sólido para conseguir rechazar los ataques de Gardener hasta el amanecer. Toma otro sorbo de café y vuelve a sumergirse en la lectura.

Intrigado por la declaración del agente Stern, el inspector Calloway llamó al depósito de cadáveres mientras esperaba los resultados del servicio de matriculación de vehículos. Le pusieron con el forense de guardia, que acababa de practicar la autopsia del cadáver. El médico parecía hecho polvo. Calloway le preguntó si había identificado las causas del fallecimiento.

—Ese vejestorio ha muerto de todo.

—Es decir…

—¿Quiere un informe en toda regla o eso le da igual?

—Me da igual.

Se oyó un crujido de papeles antes de que la voz del forense volviera a sonar a través del auricular.

—Veamos. Para simplificar, ese tipo ha muerto de un edema pulmonar, de una embolia cerebral, de la ruptura de varios aneurismas localizados en la aorta, la vena cava inferior, la arteria pulmonar y la arteria cerebral anterior. Sí, en realidad, por todas partes. No había visto tantos aneurismas en toda mi vida.

—¿Eso es todo?

—No. También ha muerto de un cáncer generalizado en un estadio exponencial.

—¿Perdón?

—Cuando lo he abierto, he descubierto unos tumores del tamaño de melones que le han reventado el hígado, la parte inferior de los pulmones, el lóbulo temporal izquierdo, el páncreas y los riñones. Unida, la masa tumoral de ese tipo debía de acercarse a un tercio de su peso total.

—¿Había visto alguna vez un caso igual?

—¿Bromea? Que yo sepa, nadie ha sobrevivido nunca a un cáncer el tiempo suficiente para que llegue a semejante estadio.

—¿Y cuál es la conclusión?

—Podrá leerla en mi informe. Guárdelo como oro en paño, porque voy a mandar una copia a todas las comunidades científicas del planeta. ¡Va a organizarse un gran revuelo!

—Vamos, doctor, sea bueno.

—Está bien. No tengo conclusiones. Por lo menos, ninguna conclusión científicamente razonable. En cambio, tengo una opinión. Pero eso no vale gran cosa.

—Le escucho.

—Para que un cáncer se generalice hasta ese punto y alcance semejante estadio de lesiones tumorales, es preciso invertir el razonamiento.

—O sea…

—O sea que ese tipo no tenía nada antes de que el cáncer apareciera de golpe y se produjeran metástasis aceleradas en todos los sentidos. Un cangrejo gigante que lo ha devorado en un tiempo récord.

—¿Ha bebido?

—No, pero voy a hacerlo ahora mismo.

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