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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (30 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Con la sirena puesta, lo llevaron al hospital de Meridian, donde le curaron las heridas. Después, mientras se sumía en un coma cada vez más profundo, propusieron a la familia que lo trasladaran a la residencia de Lake View. El padre de Gordon hojeó el desplegable en papel satinado, con sus bonitos edificios de columnas y sus ancianos sonrientes, y preguntó cuánto iba a costarle la broma. En cuanto el médico le respondió, él rompió el folleto y exigió un asilo que estuviera cubierto por Medicaid. El traslado tuvo lugar esa misma noche; los auxiliares de la ambulancia no se dieron cuenta de hasta qué punto envejecía el enfermo bajo la mascarilla de oxígeno a medida que lo alejaban del río Pearl. Así fue como, una noche, Papy aterrizó en el pudridero de Parchman.

La mano de Walls se aparta de la frente del anciano. Acaba de leer un último recuerdo que le hace sonreír a través de las lágrimas. Se arrodilla y busca bajo la cama. Sus dedos se cierran sobre un gran paquete polvoriento. Rasga lentamente el papel de regalo descolorido. El logo de Heller aparece en una esquina. El
Master of the Seas
, un precioso barco de tres palos del siglo XVII que cubría el trayecto entre Boston y Amsterdam. Walls abre el sobre que acompaña a la caja, saca una tarjeta y la desdobla. Un chasquido lo sobresalta: una falsa trampa para ratones de plástico acaba de pillarle los dedos. Walls se echa a reír. Justo el tipo de broma que solía enfurecer a su madre. En el interior, unas palabras que lee en voz alta:

Para Gordon Chester Walls.

Para que te entretengas los días que no vayas al colegio.

Tu papy que te quiere.

Los instrumentos de control se disparan en el momento en el que los dedos de Walls se cierran sobre la mano del anciano. Huele a musgo y a salpicaduras de agua de río. Las orillas del Pearl, la luz del sol filtrándose a través de las hojas. Walls cierra los ojos. La visión inunda su mente. Tiene ocho años. Mira los dedos de sus pies, que asoman por las zapatillas rotas. El clac-clac del carrete, el siseo de la mosca que se mueve sobre la superficie del río.

—¡Gordon, has tardado mucho!

—Lo siento, papy, yo…

—Espero que por lo menos no hayas orinado en los ríos.

—Sí.

—¿Sí?

—Miles de veces, papy. Y también he ido al colegio. Y después a la universidad. Y después…

—¿Y trucha envasada?

—He comido toneladas.

—¿Pescado rebozado también?

—Sí.

—No habrá sido con esa mezcla asquerosa que hacen con serrín…

—Sí.

—Dios mío…

Gordon nota que unos lagrimones caen por sus mejillas. Su abuelo posa la mano sobre su cabello.

—No pasa nada, chico. Eso ahora ya no tiene importancia. Pescaré una buena trucha bien jugosa, la asaremos sobre una piedra caliente y nos relameremos.

—¿Nos la comeremos con los dedos?

—¡Pues claro! ¿Cómo si no? Después chuparemos la raspa y sorberemos los ojos. Y si te portas muy bien, Gordie, te enseñaré a cantar «When Johnny Comes Marching Home Again» sin respirar.

—¿Harías eso, papy?

—¡Ya lo creo que sí!

Gordon está a punto de añadir algo cuando siente que la visión se debilita. Su abuelo levanta los ojos. Unos nubarrones negros se agolpan en el cielo y apagan los últimos rayos cerrándose sobre ellos.

—¿Qué pasa, papy?

—Las Reverendas. Están muriendo, Gordon. Las truchas tendrán que esperar. Ahora hay que darse prisa.

Walls abre los ojos. El envoltorio del
Master of the Seas
cruje bajo sus dedos. En las pantallas, los parámetros han recuperado la normalidad. Ve una silla de ruedas y la coloca al lado de la cama; luego desconecta al anciano y lo coge en brazos. Su cuerpo delgadísimo es tan ligero como el de un niño. Lo deposita suavemente en la silla y le cubre las piernas y el torso con una manta. Después sale de la habitación. Quiere girar a la izquierda, pero la silla se resiste. Un chasquido detrás de él, una corriente de aire. Se vuelve hacia la salida de emergencia: la puerta chirría al moverse sobre sus goznes. Siente cómo la lluvia azota sus cabellos mientras baja por la pasarela de hormigón que conduce al aparcamiento. Un destello de faros. El taxi se acerca. El taxista baja para meter la silla de ruedas en el maletero mientras Walls tumba a su abuelo en el asiento trasero y le abrocha el cinturón antes de sentarse él delante. La puerta del conductor se cierra. El viejo Shelby está empapado.

—¿Adónde vamos?

—A Carthage, a orillas del río Pearl.

—En marcha hacia Carthage.

El taxi arranca levantando agua. Walls se vuelve. Las luces de Crandall se desvanecen bajo las trombas de lluvia. Mira a su abuelo a la luz del techo. A medida que el taxi devora kilómetros, el rostro del anciano rejuvenece; las arrugas más profundas se atenúan poco a poco, la piel recupera firmeza. Abre los ojos.

—Hola, Gordie.

—Hola, papy.

—¿Dónde estamos?

—En un taxi. Volvemos a casa.

—Podríamos haber cogido el autobús, Gordon. No hay que derrochar. ¿Me has comprado Doctor Pepper?

—Lo siento, papy. Se me ha olvidado.

El abuelo levanta las manos hasta la altura de sus ojos. La artrosis que le deformaba los dedos está desapareciendo.

—¿Te das cuenta, Gordie?

—¿De qué, papy?

—Unos kilómetros más y podré darte un sopapo.

La voz de Shelby anuncia:

—Seis minutos para llegar a Meridian.

El abuelo abre los ojos como platos. Intenta incorporarse, pero Walls lo retiene.

—¿Shelby Newton? ¿De verdad eres tú, viejo granuja?

El taxi da un bandazo. Shelby mira por el retrovisor. Le tiemblan los labios.

—¿Chester? ¿Chester Walls?

La mirada de Gordon va de su abuelo a Shelby.

—¿Os conocéis?

—¡Ya lo creo que lo conozco! Es el viejo Shelby. Él me salvó la vida cogiéndome de la mano a orillas del Mississippi, el día que aquel tornado de mil demonios estuvo a punto de quitarme de en medio. Aquello le alteró un poco la memoria, porque aspiré su energía para recuperarme, pero es él. No me guardas rencor, ¿verdad, Shelby?

—Claro que no, Chester. Claro que no.

Shelby pisa el acelerador. Los números desfilan por el contador. El anciano se incorpora y pone una mano sobre el hombro del taxista. El viejo negro sonríe; siente que algo pasa a través de su piel. Sabe que Chester está devolviéndole lo que le cogió aquel día.

80

El helicóptero del FBI acaba de posarse en el aeropuerto de Jack-son después de haber cruzado la mitad de Estados Unidos a toda velocidad. Stuart Crossman está mareado. Agacha la cabeza para pasar bajo las palas que azotan el aire al ralentí y estrecha distraídamente la mano a un armario ropero irlandés. El hombre le grita al oído:

—Agente especial Barnes, señor. Oficina de Jackson.

—¿Ha sido usted quien ha declarado la alerta de seguridad de nivel 3?

—Afirmativo.

—Ha hecho ir de cabeza a la NSA y a la CIA. Espero que esté justificado.

—No se preocupe por eso, señor. Lo está.

La voz del agente va bajando de volumen conforme se alejan del helicóptero. Crossman mira a Barnes a los ojos. Parece nervioso.

—¿Qué edad tiene, Barnes?

—Sesenta y dos años, señor.

—¿Cuánto tiempo lleva al servicio de la nación?

—¿Por qué? ¿Intenta averiguar si tengo una buena razón para estar cagado?

—Algo así.

Barnes gira sobre sí mismo y observa al director del FBI con sus grandes ojos de color avellana bordeados de pestañas pelirrojas. Su aliento huele a tabaco.

—Señor, con todos los respetos, serví en Vietnam y participé en el asalto contra la secta de los davidianos de Waco. Con ello quiero decir que he visto muchas cosas raras en mi vida, pero ninguna que se parezca a esta.

Crossman aprieta el paso para no dejar que Barnes se adelante. Se dirigen hacia los aparcamientos que bordean el aeropuerto. Varios 4 × 4 del FBI atravesados en las rampas de acceso cierran el paso. Al otro lado, Crossman distingue las lonas opacas que unos agentes han tendido para proteger la escena del crimen. La policía científica del condado de Rankin ya está allí. También varios equipos de periodistas, que desde sus minifurgonetas erizadas de antenas para satélite intentan en vano retransmitir las imágenes que captan las cámaras. Barnes ríe mientras señala un vehículo de interferencias militar perteneciente a la Guardia Nacional.

—Hace media hora que esos cazurros se preguntan por qué no pasan las imágenes. Así están entretenidos.

—Infracción de la primera enmienda de la Constitución sobre la libertad de expresión y el derecho a la información. Si esto trasciende, el escándalo está asegurado.

—Ventajas del progreso: ahora interferimos, mientras que antes el viejo Hoover habría enviado a todos esos comunistas a pudrirse en Sing-Sing.

—¿Piensa que hemos perdido con el cambio?

—Yo no pienso, señor. Solo obedezco.

—En cualquier caso, ahora estos periodistas saben que estoy aquí. No tardarán mucho en darse cuenta de que se trata de algo serio.

Barnes se encoge de hombros a la vez que levanta una punta de una de las lonas. Crossman se queda inmóvil.

—Bien, señor, ¿qué le había dicho?

Crossman no responde. Mira las hileras de coches, cuyos capós combados hacen pensar en grandes bocas abiertas. Sus ojos se deslizan por el círculo de asfalto que rodea una farola carbonizada. Allí donde el metal parece haberse fundido, hay cuatro cadáveres tendidos bajo mantas ignífugas. Un poco más lejos, los restos de un Continental blindado siguen humeando. La parte delantera del vehículo está carbonizada. Crossman siente un escalofrío en la espalda al ver que unos hombres con monos estancos registran el maletero del Continental.

—Nuestros muchachos han encontrado en la parte trasera de ese vehículo unos frascos dentro de una caja blindada.

—¿Vacíos?

—Todos menos uno. Los reveladores gaseosos que los químicos han inyectado en los frascos abiertos han indicado que ya no contienen ningún agente contaminante.

—No es una buena noticia.

—Eso me parece a mí también.

Crossman saluda discretamente a los especialistas de la policía científica, cuyo jefe levanta una de las mantas ignífugas. El corazón le da un vuelco al descubrir el cadáver momificado. La piel se ha endurecido tanto que los agentes se ven obligados a empujar con todas sus fuerzas para clavar las sondas de temperatura. Al ver sus guantes ignífugos, Crossman comprende el origen de esa ola de calor que satura la atmósfera: proviene de los cadáveres.

—Parece un espetón, ¿verdad?

Sin hacer caso del comentario de Barnes, Crossman observa al especialista de la científica. Después de varios intentos, la aguja llega al hígado del muerto. El hombre mira cómo pasan los números por la pantalla en miniatura conectada al instrumento y menea la cabeza con incredulidad.

—¿Cuál es el problema?

—Normalmente, la temperatura hepática nos permite establecer la hora de la muerte, dado que el hígado es un órgano que se mantiene caliente más tiempo que el resto del cuerpo. En este caso, el hígado indica noventa grados y la temperatura periférica alcanza los sesenta.

—Una fiebre de campeonato. ¿Alguna relación con el riesgo bacteriológico?

—No. Ningún organismo es capaz de regular su temperatura más allá de los cuarenta grados. Cuarenta y dos es el límite máximo; por encima de este, el calor provoca convulsiones y la muerte por parada cardíaca.

—¿Entonces?

—Entonces, si tengo que juzgar por el estado de sus órganos y si solo me fío de mis instrumentos, llego a la conclusión de que la temperatura interna de las víctimas ha subido muy deprisa por encima de trescientos grados antes de bajar lentamente. Como cuando se pasteuriza leche: un golpe de calor ultrarrápido destinado a destruir las bacterias. Con la diferencia de que esto no es leche.

—¿Un artefacto incendiario?

—Eso es lo que creímos al principio, pero lo hemos excluido.

—¿Por qué?

El especialista se levanta lentamente. Parece agotado. Se quita los guantes señalando la farola.

—Hemos analizado el revestimiento exterior del poste, así como la carrocería de los coches. No ha ardido ningún átomo superficial. Lo que significa que la combustión ha empezado en el interior. Exactamente igual que la temperatura corporal de los cadáveres. Sea lo que sea, ha chamuscado los átomos metálicos profundos y luego se ha extendido hacia el exterior.

El especialista ilustra sus palabras juntando las palmas de las manos y luego separándolas como para imitar los efectos de una explosión.

—En cuanto a las señales de quemado en el asfalto, ha ocurrido lo mismo. Hemos perforado: duro en la superficie; ardiendo y blando debajo. Como si lo que ha provocado esto hubiera acelerado las moléculas agitándolas a toda velocidad y llevando a ebullición todas las partículas de agua que contenían.

—¿Quiere decir como un gigantesco microondas?

—Algo así. Con la diferencia de que un microondas no cuece ni el metal ni la piedra.

—¿Qué conclusión saca de todo ello?

—Ninguna por el momento. Esperaremos a que se practique la autopsia.

—Manténgame informado personalmente. Es altamente prioritario. ¿Llevaban documentación encima?

—Armas. Automáticas de 9 milímetros. Los cartuchos estallaron en los cargadores.

—¿Qué es esto?

Crossman se agacha junto al cadáver y aparta lo que queda del abrigo, dejando al descubierto una placa metálica fundida sujeta al cinturón. Se pone un guante y coge la insignia. Los detalles incrustados en el metal prácticamente han desaparecido.

—Parece una placa de policía.

—Agencia gubernamental. Falta descubrir cuál.

Crossman tiende la placa a Barnes, quien la introduce en una bolsa de lona.

—Si son agentes, su vehículo también pertenece al gobierno. Le toca a usted intervenir, Barnes. Quiero saber cuanto antes quiénes son estos tipos.

—Yo me ocupo de eso, señor.

Mientras Barnes llama por el móvil, Crossman se dirige hacia los hombres con traje estanco, que están atareados con el Continental. Acaban de quitarse el casco. Dos técnicos sudan a mares mientras trasladan la caja blindada a la furgoneta. Crossman saluda al que se le acerca.

—Agente especial Flagg, señor.

—Le escucho.

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