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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (50 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—¿Cómo has dicho que se llamaba esa niña?

—Holly.

—Holly ¿qué? ¿Holly Christmas?

—Solo sé su nombre de pila.

—No cuelgues.

Más ruido de papeles. Luego, la voz del gran Will retumba de nuevo en el auricular.

—Tengo cuatro niños desaparecidos veinte horas antes del ciclón. Chicos. Una chica también. ¡Tienes una flor en el culo, cabrón! Se llama Holly Amber Habscomb. Un agente de un centro comercial tomó nota de su desaparición una hora antes de las primeras olas. Había escapado de la vigilancia de sus padres. El servicio de seguridad la llamó por los altavoces.

—¿Y qué pasó después?

—Después se desencadenó la tormenta.

—¿Tienes las cintas de vídeo del centro comercial entre el momento en el que los padres pierden de vista a la niña y el momento en el que empieza la tormenta?

—Sí, seguramente podré encontrarlas bajo dos metros de agua.

—Las necesito, Will, en serio.

—De acuerdo. El sistema de vídeo está conectado a una central de almacenado instalada en un barrio que no ha quedado afectado por la inundación. Te conecto con ella y dejo que te entretengas. No creo que tengas muchas dificultades para identificar a tu Holly en las grabaciones, porque los operadores del centro debieron de ponerse inmediatamente a buscarla entre la multitud en todas las plantas. Es el procedimiento estándar cuando un menor desaparece. Y no te olvides de mis contenedores, Stu, si no, contaré a la prensa nuestros años fumando opio en Saigón.

—Eres un encanto, Will.

Un último alarido del comisario a sus hombres. Un clic. Crossman cuelga y teclea en su ordenador portátil, que acaba de conectarse con la central de almacenado de vídeo de Nueva Orleans. Introduce las palabras clave correspondientes a la descripción de la niña. El sistema selecciona las grabaciones de las diversas cámaras y proyecta las primeras imágenes en la pantalla. Crossman apoya la espalda en el respaldo del sillón. Solo tiene que esperar.

118

Protegida por la élite de los marines, la sala donde se reúne el gabinete de crisis de la Casa Blanca sigue llena. Algunos peces gordos, exhaustos, descansan en los divanes previstos a tal efecto. Otros, inclinados sobre consolas, siguen la propagación del mal, mientras que los consejeros del presidente estudian los partes que llegan sin cesar. Con el móvil pegado a la oreja, subrayan al vuelo decenas de párrafos. Hace dos horas que el Congreso y el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas están reunidos en sesión plenaria para intentar gestionar la crisis que se extiende como un fuego en la maleza. Un teniente coronel de las fuerzas de la OTAN resume al presidente los últimos informes procedentes de las embajadas.

—Señor, esta es la situación actualizada hasta hace una hora escasa. En total, tenemos setenta y un focos en todo el mundo. Todos los continentes están afectados. En la inmensa mayoría, se trata de casos aislados que de momento están bajo control, pero sabemos que esto no durará. Las cinco ciudades principales de Australia quedaron contaminadas en las primeras horas de la propagación y el gobierno de Canberra hace todo lo posible para limitar los desplazamientos y prohibir que los aviones despeguen. A causa de su elevada densidad de población, Asia, en particular la India y Pakistán, presenta el sesenta por ciento de los casos. Es de esperar que se tomen pocas medidas en estos sectores, excepto en China y Rusia. Lo mismo ocurre en lo que se refiere a Sudamérica, donde se han detectado los primeros casos en los barrios pobres de las grandes ciudades. Europa anuncia sus once primeras cuarentenas en Londres, París, Berlín y Varsovia. Principalmente pasajeros en tránsito en los aeropuertos internacionales. Las capitales del golfo Pérsico han entrado también en alerta de contaminación. Por el momento hay que lamentar dieciséis casos repartidos por los grandes centros de negocios.

—Transmita estas informaciones a nuestro embajador en el Consejo de Seguridad.

Otro oficial tiende al presidente un fajo de informes procedentes de las bases de la Guardia Nacional y de los gobiernos de los diversos estados de la Unión. Luego coloca las marcas correspondientes en un mapa gigante.

—En estos momentos, la situación empeora en los aeropuertos bloqueados por el ejército. La gente está atrapada en las terminales, donde el servicio de seguridad ha apagado la climatización para evitar cualquier riesgo de contagio. Se han producido los primeros casos de rebelión en las terminales de Boise y de Chicago. El ejército se ha visto obligado a abrir fuego en Seattle y en Denver, donde unos grupos de pasajeros intentaban salir a la fuerza. Asimismo, ha habido que disparar también sobre una decena de aviones turísticos que trataban de burlar los radares aéreos en vuelo rasante.

—¿Cuál es la situación en el primer foco de contaminación?

—La Guardia Nacional ha cerrado el aeropuerto de Los Angeles y retiene a todos los viajeros en tránsito. Seis pasajeros del vuelo procedente de Sidney han muerto a causa del mal. Todos habían sido previamente aislados en celdas esterilizadas, al igual que los enfermeros que se acercaron demasiado a esa cosa que el primer caso dio a luz.

—¿Por qué celdas, Dios santo? Ya puestos, ¿por qué no jaulas?

—Señor, los científicos que trabajan en el lugar creen que en el momento en el que los enfermos empiezan a envejecer y a desarrollar racimos de tumores cutáneos es cuando el mal es más contagioso. Como si esos tumores contuvieran una carga viral máxima y la liberaran en la atmósfera al estallar. Parece ser que un dolor extremo acompaña los últimos estadios del proceso, como atestiguan las heridas que los moribundos se infligen en la cara y en el cuello.

—¿Qué más? ¡Y sea un poco respetuoso! ¡Estamos hablando de ciudadanos norteamericanos, no de ratas de laboratorio!

—Antes de que la zona de Lax quedara aislada, cuatro pasajeros embarcaron en vuelos interiores con destino a Phoenix y San Francisco.

—¿Han tenido tiempo de aterrizar?

—Negativo. Los vuelos de United siguen en el aire. Han aterrizado dos veces para repostar y luego volver a despegar inmediatamente, pero los pilotos están agotados.

—¿Algún caso a bordo?

—Dos posibles casos de contaminación en el vuelo de la aerolínea Ted a Phoenix.

—Continúe.

—Un vuelo de Delta se ha estrellado hace catorce minutos en el desierto de Nevada. El último mensaje fue enviado por el copiloto. Decía que el comandante había empezado a envejecer y que a él mismo se le nublaba la vista.

—¿Cuántos muertos?

—Ochenta y siete, señor.

—¿Cuántos vuelos interiores siguen volando ahí arriba?

—Ocho, con un total de doscientos sesenta pasajeros que muy pronto se quedarán sin alimentos y sin agua. Habría que dejarlos aterrizar, señor.

—Imposible. ¿Qué más?

—La mayor parte de los otros focos se han declarado en grandes ciudades. Nueva York es la más afectada. Doce casos en el Bronx. Hemos aislado las manzanas de las casas donde se han detectado, pero la gente empieza a moverse. Hay que lamentar once casos más en New Haven y Stamford, en Connecticut. Barrios ricos, mansiones de millonarios y de altos ejecutivos. Hemos enviado un regimiento de marines para acordonar la zona. Se han visto obligados a abrir fuego contra una columna de coches de lujo que intentaba subir por la costa hacia Boston. Niños y mujeres. Bastante desagradable.

—Continúe.

—Siete focos más esparcidos por el territorio. Casos aislados. La Guardia Nacional reacciona aislando los sectores.

—¿Eso es todo?

—No.

El oficial se aclara la garganta mientras descifra el último mensaje. Se ha puesto pálido.

—Hemos recibido una alerta del ordenador de Albuquerque. Acaba de declararse un caso en un colegio.

—¿Cuántos?

—¿Cuántos qué?

—¡Cuántos alumnos, estúpido!

—Sesenta y dos, señor.

—¿Quién es el oficial al mando de la Guardia Nacional en esa zona?

—Un tal Sapperstein. Su hijo está escolarizado en el colegio afectado.

—Esa era la siguiente pregunta. ¿Conclusión?

—Hum…

—Releve inmediatamente a Sapperstein de sus funciones y ponga en su lugar a un soltero curtido. ¡No voy a mandar a los marines a un colegio!

—Una última cosa, señor. ¿Qué hacemos con los medios de comunicación?

—Organice una conferencia de prensa de ámbito nacional. Diremos que sospechamos que se ha desencadenado una epidemia de gripe aviar. Convoque también una reunión con los directores de todos los periódicos a fin de que colaboren con nosotros para no sembrar el pánico entre la población.

—¿Y si se enteran de la verdad?

—Para eso haría falta que primero la supiéramos nosotros. En caso necesario, extenderé la ley marcial a un bloqueo informativo de la prensa.

—Eso sería el fin de todo, señor.

—Me gusta oír ese tipo de defensa en boca de un militar. Hollander…

—¿Señor…?

—Si el mal se extiende y la prensa desobedece nuestras órdenes y siembra el pánico entre la población, ¿qué propone que hagamos?

—En la medida en que no se puede acabar con el mal, se acaba con la prensa.

—Pero la gente tiene derecho a saber, ¿no?

—¿Saber qué? ¿Que va a morir? De todas formas, no tardarán mucho en saberlo.

—Gracias por esta breve lección de cinismo, Hollander.

—A su servicio, señor.

El presidente se vuelve hacia Ackermann, que se acerca secándose la frente y tendiéndole otra hoja.

—Le tiembla la mano, Ackermann.

—Estoy agotado, señor.

—Qué pena me da. ¿Quiere que mande preparar el
Air Force One
para que lo lleven a Hawai y pueda darse un chapuzón y relajarse?

—Lo siento, señor, no volverá a suceder.

El presidente mira la hoja que Ackermann le tiende. Los temblores cesan.

—¿Qué es esto?

—Un ultimátum del gobierno chino. La epidemia se extiende muy deprisa en su país. Sobre todo en las grandes ciudades. Creen que estamos detrás de esta propagación y nos conceden cuarenta y ocho horas para proporcionarles el antídoto.

—«Si tiene que haber guerra, que tenga lugar en mi época para que mi hijo pueda conocer la paz.»

—Perdón…

—Es una cita de Thomas Paine. Debería releer a los clásicos. Póngame en comunicación con el STRATCOM, así como con los estados mayores de todas las regiones militares.

—Con todos los respetos, señor, ¿no cree que es prematuro?

El presidente mira con ojos cansados a Ackermann. El consejero tiene la impresión de que su jefe ha envejecido.

—¿Le conecto directamente en el intercomunicador?

—Buena idea. Quizá eso evite que otros me hagan preguntas tan estúpidas como la suya.

El presidente recorre el nuevo fajo de informes que el general Hollander ha insistido en entregarle personalmente. Los ojos del militar chispean.

—El ejército del aire chino ha entrado en fase de prealerta. Ningún movimiento de tropas en las fronteras, pero los misiles franceses y británicos ya están apuntando hacia Shanghai, Hang-zhou y Wuhan.

—Dígales que levanten el pie del acelerador. ¿Noticias del Kremlin?

—Los rusos están tranquilos por el momento. Su embajador en la ONU acaba de incorporarse al Consejo de Seguridad.

—¿Y el embajador chino?

—Continúa ocupando su asiento.

—Avíseme si hay indicios de que vaya a romper las conversaciones.

—Bien, señor.

—Y otra cosa, Hollander…

—¿Sí…?

—Borre esa sonrisa idiota de los labios; si el virus continúa propagándose, la única bala que tendrá ocasión de disparar será la que le volará la tapa de los sesos.

Ackermann sopla en un micrófono y reclama silencio en el gabinete de crisis. El bullicio cesa. Un chisporroteo. La voz metálica del general Stanford Gallager suena en los altavoces.

—El STRATCOM.

—General Gallager, aquí el presidente.

El presidente hace una pausa para dar tiempo a que los identificadores vocales conectados a la línea segura muestren su respuesta en las pantallas del STRATCOM.

—Le escucho, señor.

—Entramos en riesgo de guerra. Le ordeno que pase a todas nuestras fuerzas armadas a alerta Defcon 3.

—Recibido, señor. Cierro la línea y permanezco a la escucha. Me permito recordarle que, salvo en caso de alerta de misil confirmada, el paso a los niveles Defcon superiores exigirá también las firmas vocales del vicepresidente y del presidente de la Cámara.

—Tomo nota. El vicepresidente ya está aquí. Convocaré inmediatamente al presidente del Congreso. Quiero que nuestras fuerzas aéreas estén en pie de guerra y que nuestra flota se prepare para zarpar. Ningún movimiento por el momento. Espere mis órdenes.

El presidente indica a Ackermann que ponga el intercomunicador en espera. Luego, tras cambiar a la línea conectada con la base de Puzzle Palace, se dirige directamente a los investigadores.

—Señores, les escucho.

La voz extenuada de Samuel Brooks, un eminente profesor del Instituto Tecnológico de California, suena en los altavoces.

—Acabamos de terminar la secuenciación del virus. Empezamos la comparación.

—Les llamo dentro de una hora.

—¡No! ¡Es imposible! ¡Necesitamos más tiempo!

—¿Cuánto?

—Al menos tres horas. Debe comprender que estas manipulaciones son muy delicadas.

—Comprendido, Brooks. Hasta dentro de una hora.

El presidente corta la comunicación y se levanta.

—Señores, es absolutamente imprescindible que descanse unos minutos. No quiero exponerme a…

El presidente se interrumpe. Su mirada acaba de cruzarse con la del jefe de las fuerzas aéreas. El joven general cuelga después de hablar por su línea segura.

—Señor, tenemos un problema.

119

Crossman se frota los ojos. Hace una hora que escruta la pantalla de su ordenador, por la que desfilan simultáneamente varios vídeos correspondientes a las grabaciones de los sistemas de vigilancia de las diferentes plantas del centro comercial. Acaba de localizar a Holly en el ventanal del tercer piso. Una anciana está justo detrás de ella. No está seguro, pero parece que ha puesto las manos sobre los hombros de la chiquilla y le susurra algo al oído. Holly se pone rígida. Se diría que siente dolor. Está asustada. Crossman frunce el entrecejo. El corazón se le dispara. La anciana que sujeta a la niña está secándose. No, momificándose. Luego, sus manos sueltan los hombros de Holly mientras cae lentamente al suelo.

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