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Authors: Patrick Graham

La hija del Apocalipsis (31 page)

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—Vehículo blindado. Por suerte, el choque hizo saltar la cerradura del maletero.

—¿Sabe qué contenían los frascos?

—Vamos a analizar el último. Necesitaremos un poco de tiempo. También hemos encontrado quince mil dólares en metálico, un montón de pasaportes y fajos de billetes de avión usados.

Crossman hojea los billetes. Un fajo por sujeto. Billetes abiertos. Los pasa con los dedos. El primer desconocido se había dedicado durante cuatro días a saltar de un avión a otro desde Punta Arenas, al sur de Chile, hasta México: Buenos Aires, Porto Alegre, Sao Paulo, Río de Janeiro, Salvador, Fortaleza, Belem y Caracas. Once mil kilómetros sin respirar, de gran ciudad en gran ciudad. El desconocido número dos había hecho el mismo tipo de desplazamiento por la costa oeste del continente sudamericano: Colombia, Ecuador, Chile, y un vuelo de regreso directo a México. Los otros llegaban del sur de África y de las grandes ciudades del continente australiano. No se habían detenido más de tres horas en ninguna etapa y habían adquirido plazas en vuelos que les permitieran recorrer el máximo de kilómetros posible en el mínimo tiempo. Después se habían reunido todos en México antes de aterrizar allí, en Jackson. Crossman nota que se le seca la garganta.

Barnes cierra el móvil. Tiene cara de preocupación.

—¿Entonces?

—Nuestros desconocidos no pertenecen a ninguna agencia conocida.

—Tómeles las huellas dactilares y continúe investigando.

Crossman tiende los fajos de billetes a Barnes.

—Compare también estos billetes con los sellos de los pasaportes. Si nuestros amigos se han dedicado a dar la vuelta al mundo abriendo sus frasquitos en todos los aeropuertos, tenemos un problema.

81

Burgh Kassam está agotado. Solo se ha concedido unos minutos de reposo en tres días. Desde que se inyectó la vacuna inmunitaria de recuerdo, no ha vuelto a administrarse ninguna inyección. Ni siquiera un chute de protocolo para seguir mentalmente la persecución de Walls por el desierto de Sonora; había necesitado toda su concentración para dar el toque final a la diseminación del Protocolo Shiva.

El primer día, al amanecer, envió el mensaje de propagación a sus agentes repartidos por todo el mundo; ellos recogieron los lotes contaminados y se presentaron en los mostradores de los aeropuertos internacionales de todo el planeta. Tras liberar las primeras cepas en las terminales de salida y de llegada, embarcaron en vuelos de larga distancia. Después, Burgh ordenó a otros agentes que despegaran a bordo de jets privados y dispersaran las cepas por las principales corrientes aéreas que sobrevolaban el globo. Finalmente, los últimos enviados se encargaron de contaminar los depósitos de agua de las grandes ciudades, así como los sistemas de ventilación de los metros y las estaciones ferroviarias. Según los supercalculadores que habían trabajado durante semanas en los diferentes escenarios de propagación, el que Burgh había elegido garantizaba un contagio directo cercano al cuarenta por ciento. El carácter social y la movilidad de los humanos se encargaría de la contaminación indirecta, la cual se acercaría al setenta por ciento. El viento y el agua harían el resto.

Una hora atrás, mientras las pantallas acababan de cubrirse con ese color ocre que se propagaba en los grandes centros urbanos, Kassam se había dado cuenta de que sus células estaban hambrientas y exigían su dosis de droga sintética. Había hurgado en su farmacia personal en busca de una sustancia que no le alterase las facultades mentales y finalmente había optado por el Protocolo 17, del que acababa de ponerse una microinyección en el brazo. Un milímetro cúbico diluido en suero. No más, eso era importantísimo; el Protocolo 17 estimulaba la región del cerebro encargada de elaborar conceptos.

Mientras el producto se diluye en su organismo, Burgh siente que su conciencia se dilata y entra en comunión con el hálito profundo del universo. Es a la vez un cuerpo que flota en las inmensidades silenciosas y un campo de moléculas tan vasto como el cosmos. Puede focalizar su conciencia sobre las diferentes partes del espacio y al mismo tiempo ver la totalidad. Viaja a la velocidad de la luz. Es la luz. Un rayo de energía pasando entre las estrellas, los planetas, los cuerpos gaseosos y los agujeros negros. Es la materia y la antimateria. Acelera con todas sus fuerzas mientras el protocolo se extiende por sus neuronas. Tiene el poder de curvar el espacio, de enfocar cualquier cuerpo estelar y lanzarse hacia él a la velocidad de una nave propulsada por un reactor Hawking. La velocidad es tal que Burgh siente unas ligeras náuseas. Está aspirando demasiada energía, comprendiendo demasiadas cosas. El gusto metálico de la sangre en sus labios. Se concentra para ir más despacio. Los reactores Hawking de su cerebro se apagan. Continúa desplazándose llevado por el impulso. Flota en la inmensidad. Le basta concentrarse un poco para penetrar en la materia del vacío y ver los secretos que encierra. Distingue a lo lejos los bordes del infinito. Es una molécula que flota en el vacío intersideral. Una molécula pensante. El general supremo del sistema inmunitario del universo.

Burgh hace una mueca al oír un sonido desagradable que le atraviesa los tímpanos. Parece una onda que se propaga en el vacío. Se esfuerza en hallar la fuente de esa perturbación que está resquebrajando su conciencia. Pese a que tiene acceso a todos los conceptos secretos del universo, pese a que oye latir los planetas y cómo se responden las supraseñales que los sistemas intercambian a través de la nada, no logra comprender de dónde procede ese… ¿timbre?

Burgh abre los ojos. A causa de los efectos de la droga, tiene la impresión de que las paredes de su laboratorio palpitan. Ve las moléculas complejas que componen cada cosa. Mira el teléfono, cuyo timbre se ha interrumpido antes de empezar a sonar otra vez.

Burgh tiende una mano inmensa cuyos contornos apenas distingue. Coge con dificultad un frasco de neutralizante y se mete un puñado de comprimidos gigantes en la boca. Hace una mueca al notar el amargor de la sustancia y observa la redondez de las paredes. El neutralizador empieza a surtir efecto. Otro timbrazo. Burgh descuelga. Reconoce la voz de Cabbott.

—Por todos los santos, Kassam, ¿qué hacía?

—… ¿Usted qué cree?… Trabajar… Estaba…

—¿Cómo dice?

Burgh se da cuenta de que sus palabras se entremezclan y de que olvida pronunciar algunas. Se toma dos comprimidos más y se concentra para obligar a sus neuronas a conectarse.

—Decía que usted qué cree. Estaba trabajando.

—¿Ha bebido?

Burgh consulta sus pantallas; según los índices de propagación y la gran mancha ocre que crece desmesuradamente sobre Oregón, el personal de la Fundación, y en particular ese imbécil de Cabbott, no saben que, cada vez que sus pulmones se llenan, su sangre transporta por sus arterias una muerte segura. Una cosa microscópica que no tardará en fracturar la pared de sus células para modificar su ADN. Burgh se aclara la garganta.

—¿Qué ocurre, Cabbott?

—Acabamos de recibir una llamada de uno de nuestros equipos en el aeropuerto de Jackson, en Mississippi.

—¿Y qué?

—Pues que tenemos a cuatro agentes fuera de combate. El equipo Prescott. Sus vampiros, Kassam. Se han librado de ellos como si fueran cachorros.

—¿Quién está allí?

—Sarkis y sus muchachos, agentes míos. Según él, a Prescott y a sus hombres los han carbonizado desde el interior. Ha ocurrido en el aparcamiento del aeropuerto donde tenían que interceptar al arqueólogo.

—Si a Prescott lo han pillado como a un novato, ¿de verdad piensa que a ese gordo de Sarkis le irá mejor?

—¡Ya está bien, Kassam! ¡He sido demasiado débil con usted! ¿Se da cuenta del resultado? Esto ha estallado en suelo estadounidense. ¡Y en el aparcamiento de un aeropuerto internacional, por si fuera poco!

—Cálmese, señor Cabbott. ¿Qué dice Sarkis? ¿Ha observado algo más?

—Creo que no me entiende; lo único que tenemos son cuatro cuerpos chamuscados y fragmentos de vidrio fundido. Y federales, evidentemente. Fueron los primeros en llegar. Resultado: Sarkis y su equipo ni siquiera pueden acercarse para retirar los cadáveres.

—Conteste a mis preguntas. ¿Había coches en el aparcamiento?

—Pues claro.

—¿Nada anormal?

—No cuelgue, voy a preguntar.

Un silencio. Burgh se levanta y se prepara una inyección de Protocolo 12. La voz de Casandra suena en los altavoces, anunciando que todavía quedan residuos de la sustancia anterior en sus células y que la combinación con esta nueva inyección puede provocar una hemorragia cerebral masiva. Kassam contesta que ha entendido. Empuja el émbolo para que salga el aire y se clava la aguja en el bíceps. Voz de Cabbott:

—¿Kassam…?

—Sí.

—Según Sarkis, parece ser que un testigo vio a un hombre que coincide con la descripción de Walls. Se metió en un taxi a la salida del aeropuerto. Me he puesto en contacto con la compañía. El taxi lo llevó hasta Crandall, en la frontera con Alabama. Desde entonces, no hay ninguna otra noticia.

—¿Y los coches del aparcamiento de Jackson?

—Sarkis dice que los capós están combados y que los parabrisas explotaron en un radio de cincuenta metros. ¿Qué diantre significa eso?

—Significa que Walls no quiere darnos lo que encontró en la Mesa.

—¿Qué propone que hagamos?

—Actuaremos a mi manera.

—Usted desvaría, Kassam. Me niego a que deje otra vez a sus monstruos sueltos por ahí. Ya me costó Dios y ayuda borrar los rastros de lo que les hicieron a los arqueólogos del caso Idaho Falls.

—¿Qué ocurre, Cabbott?

—¿A qué se refiere?

—Su voz. Suena rara.

—Me duele la cabeza. Es un dolor insoportable.

—Si de verdad lo desea, podría dejar de dolerle.

—¿Qué está haciéndome?

—Estoy salvándole el pellejo, ruina humana. Pero antes necesito que me transmita los códigos de mando de la Fundación. Necesito plenos poderes en suelo estadounidense.

—¡Jamás!

Burgh sabe que Cabbott está vaciándose. Debe darse prisa. Lo presiona un poco más, casi hasta el límite. Un gruñido de dolor escapa del auricular.

—Introduzca los códigos en su teclado y le garantizo que ya no sentirá nada.

Burgh oye cómo los dedos del viejo teclean. Mira los datos que aparecen simultáneamente en su pantalla. Cabbott gime.

—Ya está. Pero no le será de mucha utilidad, porque está usted muerto. La Fundación es poderosa y no tiene ninguna posibilidad contra nosotros. ¿Me ha oído, Kassam? ¡Es usted hombre muerto!

—¿Señor Cabbott…?

—¿Sí?

—Llámeme Shiva.

Burgh se concentra. Un crujido en la línea, el ruido húmedo de un géiser de sangre y de materias blandas aterrizando sobre los informes. Casandra tenía razón: los dos protocolos se aceleran mutuamente. Hasta tal punto que apenas necesita concentrarse para encontrar el rastro de Ash. Baja un poco el volumen y penetra en la mente de su mejor agente. Ojos de buey, amplias butacas, una copa de champán. El compartimiento de primera clase de un vuelo de larga distancia.

—¿Ash…?

—¿Señor…?

—¿Dónde está?

—Sobre el Atlántico. Vuelvo de Tokio pasando por Hong-Kong, Bangkok y Singapur.

—¿Y qué tal?

—Enormes multitudes, playas repletas y miles de edificios climatizados.

—¿Está todavía muy lejos?

—Aterrizo en Miami dentro de una hora. Había pensado hacer una escala en México antes de regresar.

—Olvídese de México. Ya está extendiéndose por ahí abajo. Le reservo plaza en un vuelo interior para Mobile.

—¿Para Alabama? Creía que las corrientes aéreas se encargarían de esa zona.

—Walls ha salido de la Mesa. Ha recuperado sus poderes.

—¿Dónde está?

—Ha hecho que lo lleven a Crandall. Creo que la niña todavía sigue en el sector de Nueva Orleans y que es ella quien lo atrae. La necesito, Ash. Hay que hacerse con ella a toda costa. ¿Me ha entendido?

—Perfectamente, señor.

Burgh se desconecta de la mente de Ash. Luego se levanta y comprueba los programadores unidos a grandes frascos opacos escondidos detrás de las rejillas del aire acondicionado.

—¿Casandra…?

—¿Señor…?

—Voy a salir de la base. Quisiera que subieses el aire acondicionado al máximo en mi ausencia.

—¿Solo en su planta o en todo el complejo?

—En todo el complejo.

—Así se hará, señor.

82

Marie acaba de salir del Dome. Lleva a Holly en brazos. Siente cómo el corazón de la niña golpea contra su pecho. Se detiene al ver los faros giratorios azules de cuatro coches del FBI aparcados en semicírculo. Rodeado de sus gorilas vestidos con traje oscuro, Crossman la espera bajo la lluvia. Marie devuelve la niña al elfo y dice que la esperen en la camioneta. Kano le pregunta si puede conducir. Marie le contesta que no. Avanza hacia Crossman. Tiene los nervios a flor de piel. Se habían visto obligados a liquidar a siete indigentes más para salir del Dome. Ella mató personalmente a tres después de taparle la cara a Holly con la capucha, para que no lo viera. Entre disparo y disparo, mientras la niña se crispaba entre sus brazos como un monito asustado, se inclinó para susurrarle unas palabras tranquilizadoras. Luego desplazó la pistola un poco hacia la izquierda para apuntar al siguiente. Miró cómo los impactos sacudían a esos pobres diablos, que se desplomaron sobre la hierba sujetándose el vientre. Odiaba a Gardener por ello. Disparar contra el vientre es repugnante y casi siempre inútil.

«Sí, pero les da que pensar a esos mierdas. Míralos, Marie: titubean.»

Y era cierto. Mientras estrechaba a la niña contra sí retrocediendo por el corredor de hormigón entre los gritos de la multitud y los disparos nerviosos de los marines, Marie miró a aquella joven indigente destrozada por el alcohol a la que acababa de detener metiéndole una bala en el esternón. Unos ojos llenos de odio apenas unos segundos antes, y ese estupor en la mirada inmediatamente después. Toda esa tristeza mientras caía de rodillas vomitando sangre. Marie siguió retrocediendo. Hubo más disparos, gritos, el vocerío de la multitud; luego, el silencio de la ciudad mientras salían del Dome. Y Crossman esperándola, apoyado en su limusina blindada.

Marie avanza. Detrás de ella, los Guardianes discuten para ver quién llevará a Holly, pero la pequeña permanece acurrucada entre los brazos del elfo, que sonríe ampliamente. Marie se vuelve.

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