La hija del Apocalipsis (14 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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Walls había llegado a El Paso en un Toyota de alquiler. Allí, sé había resignado a instalarse en un motel mugriento a orillas del Río Grande, donde se habían reunido con él los miembros de su equipo.

Mientras los esperaba, estudió los voluminosos documentos enviados por Clayborne. El arqueólogo hojeó las páginas, sujetas con dos gomas elásticas, bebiendo litros de café. Corrió las cortinas y clavó con chinchetas en las paredes mapas del desierto e imágenes tomadas por satélite, así como una serie de croquis que reproducían los frescos descubiertos en las
kivas
apaches.

La primera escena representaba un lago de aguas profundas y heladas. Para acentuar esta impresión, los chamanes habían escogido un pigmento de un azul muy oscuro. Por detrás, el artista había untado la roca con un pigmento negro como el betún. Walls reconoció una vieja técnica neolítica utilizada para indicar que la escena descrita señalaba el comienzo del mundo y que más allá se extendían las tinieblas. Un concepto que se encontraba en multitud de cartas náuticas, pertenecientes a esa época no tan lejana en la que algunos pensaban que la Tierra era plana y que los mares que bordeaban la vieja Europa acababan en abismos sin fondo.

En los croquis siguientes, un torrente surgido del lago se transformaba poco a poco en un ancho río que atravesaba tierras fértiles antes de desembocar en el mar. Con paciencia, Walls logró identificar el trazado del Mississippi, del que el conquistador Francisco Vázquez de Coronado solo había explorado algunos tramos en la época en la que se habían realizado esos frescos. Sin embargo, los chamanes no habían reproducido solo algunas partes del río, sino la totalidad de su curso a lo largo de más de tres mil kilómetros, desde las cataratas de San Antonio, en el centro de la actual Minneapolis, hasta el golfo de México. Y, si bien se sabía que los indios precolombinos utilizaban ya ciertas partes del río como vía navegable, hasta entonces no se había descubierto ningún trazado de este.

Tras conectar su ordenador portátil, Walls introdujo los meandros reproducidos en los croquis para compararlos con el recorrido actual del Mississippi, a fin de determinar la época que esos frescos describían. Miró cómo se retorcía el hilo azul del río en la pantalla a medida que los procesadores retrocedían en el tiempo. En sus ojos apareció una expresión de asombro al encontrar la respuesta. La posición del delta, mucho más al este de su emplazamiento actual, la forma de los
ox-bows
[2]
y el trazado correspondían a un depósito aluvial que databa del paleolítico medio, es decir, más de ciento cincuenta mil años antes de nuestra era. Sin embargo, los vestigios más antiguos de una ocupación precolombina de las orillas del Mississippi tenían como máximo once mil años. Lo cual solo podía significar dos cosas: o bien Walls se hallaba ante la mayor farsa científica del siglo, o bien las orillas del río habían estado realmente ocupadas por unos seres prehistóricos muy lejanos, que formaban parte de una civilización suficientemente evolucionada para remontar su curso a lo largo de más de tres mil kilómetros a fin de realizar un trazado lo más preciso posible. Todo ello indicaba que hacían de él un uso considerable, si justificaba ese trabajo de titanes. A no ser que, para ellos, el río fuera una especie de divinidad, como en el caso de los indios algonquinos, que le habían dado su nombre:
Misi sipi
, que significa «el gran río» en su dialecto. O de los sioux, que lo llamaban
Ne Tongo
, con el mismo significado. O, mucho antes que ellos, los misteriosos Mound Builders,
[3]
esos constructores de montañas que lo habían bautizado con el nombre de
Meschacebe
, «el Padre de las Aguas»…

Más desconcertante todavía era el hecho de que, a lo largo de todo el trazado, hubiera varios lugares indicados mediante petroglifos. El primero designaba un lugar al sur de Minneapolis, en la confluencia del Mississippi y el río Minnesota. Representaba dos medias lunas enmarcando una pequeña serpiente azul que Walls reprodujo a su vez en un bloc.

El petroglifo siguiente se encontraba trescientos kilómetros al sur del primero, exactamente donde el Mississippi se cruzaba con el río Wisconsin. Más al sur, en la confluencia del Padre de las Aguas y el Rock River, otro signo indicaba un lugar habitado por el mismo pueblo. Descendiendo por los meandros, el dedo de Walls volvió a detenerse en el punto de encuentro con el río Iowa, en New Boston, en el estado de Illinois, y luego, un centenar de kilómetros más abajo, en la confluencia del Mississippi y el río Des Moines, en Keokuk. Después, Walls vio otros dos petroglifos muy cerca y al norte de la actual ciudad de San Luis, en la unión con los grandes ríos Illinois y Missouri, allí donde, con el aumento de su caudal aportado por estos cursos de aguas heladas, el Padre de las Aguas se ensanchaba hasta el infinito. Y así sucesivamente: confluencia del Mississippi y del Ohio en Fillmore, en el estado de Kentucky; unión con el río Arkansas en Arkansas City, con el Yazoo River en Vicksburg y con el río Ouachita justo antes de Baton Rouge; después, el Red River en el condado de Concordia; luego Nueva Orleans, el delta del Mississippi y el golfo de México. En ese instante, un nombre extraño empezó a parpadear al fondo de la mente de Walls: los Guardianes de los Ríos.

El último croquis parecía indicar el emplazamiento de un lugar sagrado en el norte de México: una Mesa marcada con el mismo petroglifo en forma de media luna que los que señalaban el encuentro del Mississippi con sus principales afluentes, como si los Guardianes de los Ríos se hubieran visto obligados a refugiarse allí. Tumbado en su habitación de El Paso, Walls se preguntó de qué cataclismo habían tenido que huir unos seres en apariencia tan evolucionados, para aceptar alejarse tanto del lecho del río y perderse en medio de uno de los desiertos más áridos del planeta.

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Walls se despierta sobresaltado. Algo peludo se mueve sobre su hombro. Da un manotazo al bicho, que cae a cierta distancia. Una migala gigante de México. Presta atención y capta unos frotamientos sedosos en el interior de la caverna. Dirige el haz luminoso de su linterna frontal hacia la duna por la que se ha deslizado antes de que el bote salvavidas se detuviera al borde del río subterráneo. La sangre se le hiela en las venas. Innumerables ampollas de arena están reventando; por ellas salen grandes bolas peludas. Walls respira hondo varias veces para no ceder al pánico: la duna es un gigantesco nido de migalas que despiertan al caer la noche. Por el momento, se reagrupan y segregan delgados hilos que forman una tela corrosiva en la oscuridad a fin de aprisionar a los insectos que se desplazan por la arena.

Sin apartar los ojos de las arañas, Walls rebusca en el botiquín y se inyecta dos dosis de morfina. Los últimos rayos del sol que acarician los acantilados de la Mesa iluminan totalmente la caverna, de forma que ahora puede distinguir todos los rincones. Es mucho mayor de lo que había imaginado. Una gigantesca cúpula para una gigantesca tumba. Walls ve, abandonados en la arena, unos esqueletos reducidos a polvo. Corazas de conquistadores, cascos abollados y alabardas oxidadas. Un poco más lejos, otros restos humanos, vestidos con jirones de uniformes sudistas. Otros lucen los sombreros y las túnicas mugrientas de los soldados mexicanos del siglo XIX. A unos cincuenta metros de Paddy, un último grupo de cadáveres acaba de atraer la atención de Walls: una decena de cuerpos descoyuntados, unidos los unos a los otros con una cuerda y cuyo equipo no permite albergar ninguna duda sobre lo ocurrido a la primera expedición enviada por Clayborne. El arqueólogo se estremece al constatar que los infelices han sido medio devorados por las migalas. A fuerza de escrutar las paredes de la gruta a la luz resplandeciente del crepúsculo, acaba de darse cuenta de que en todos los orificios rocosos hay concentraciones de arañas. Traga con dificultad. No es solo la duna lo que les sirve de nido, sino toda la caverna. Tal vez incluso la Mesa entera.

Walls echa la cabeza hacia atrás y sigue con los ojos el río que atraviesa la gruta. Acaba de descubrir una brecha a través de la cual las aguas heladas se pierden en las profundidades de la Mesa.

40

Las mígalas gigantes se han agrupado formando bolas compactas para huir de la luz. Las paredes de la caverna resplandecen, pero el arqueólogo sabe que el fenómeno crepuscular no durará mucho. El sol ya está desapareciendo por detrás de los acantilados.

Walls se incorpora haciendo muecas y se dirige hacia el equipo diseminado alrededor del cadáver de Paddy. Encuentra enseguida lo que busca. Un cilindro de fibra de carbono que contiene trescientos metros de cuerda de nailon reforzada y provista de un arnés. Es el material de último recurso que los alpinistas que se encuentran en dificultades utilizan para descender paredes después de haber arrojado el resto. Walls se abrocha el arnés alrededor de la cintura. El equipo pesa treinta y cinco kilos; él ochenta. Puede coger como máximo veinte kilos más de material. Walls selecciona un botiquín ligero, un piolet y varias raciones de comida envasada al vacío, así como dos baterías nuevas para la linterna frontal. Añade una caja de bastones de señalización de fósforo para balizar su descenso y, vigilando por el rabillo del ojo a las mígalas, que empiezan a agitarse de nuevo, se inclina con precaución hacia el vacío.

Huele a frío y a hielo. Parece tan profundo que la cascada no hace ningún ruido al caer. Walls enciende un bastón de señalización tirando de la mecha. Cegado por la luz anaranjada, lo deja caer y observa cómo su estela incandescente dibuja arabescos luminosos girando en espiral en las tinieblas. La bola de fuego no tarda en convertirse en un punto minúsculo que parpadea y se apaga.

Walls se vuelve. Agitando furiosamente sus uñas, un pequeño grupo de migalas erguidas sobre las patas traseras acaba de posarse sobre las bolsas de sangre que se ha inyectado. Ahora saben que un organismo lleno de jugos y músculos ha caído en la caverna mientras ellas dormían. Patalean en todas direcciones para atraer a sus congéneres. Las paredes de la gruta vomitan miles de arañas, que aterrizan sobre la arena. Walls ya no tiene elección. Clava un pitón en una veta rocosa y engancha en él la cuerda de nailon. A continuación, tras haber comprobado la eficacia del bloqueador, se balancea prudentemente en el vacío y suelta unos diez metros de cuerda. Se sacude febrilmente los hombros para deshacerse de las migalas que se han sacrificado arrojándose al abismo. Una lluvia de cuerpos peludos lo roza. Luego, las arañas parecen renunciar. La noche ha caído sobre la Mesa. Pero es otra noche, eterna y profunda, la que se cierra sobre Walls a medida que se hunde en las profundidades de la tierra.

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Colgado de la cuerda de nailon que desenrolla metro tras metro aflojando el mosquetón de frenado, Walls escruta las paredes que se recortan al resplandor de su linterna frontal. Todo había empezado con un ligero centelleo en la oscuridad, como si el haz de luz rebotara contra vetas de diamantes aprisionadas en la roca. A medida que descendía, Walls había notado que el frío cobraba intensidad. Al principio había achacado esa sensación a su herida, pero luego había distinguido extrañas bocanadas de bruma que se arremolinaban en torno al haz de la linterna. Había necesitado unos segundos para comprender que era su propio aliento el que humeaba en el aire frío. Después, le había parecido que las paredes del precipicio se aproximaban y se había quedado atónito al descubrir el espectáculo de aquellos inmensos acantilados de hielo hundiéndose en el abismo.

El arqueólogo se detiene con un chasquido de mosquetón, interrumpiendo así el descenso. A su lado, la cascada parece haberse petrificado dibujando gigantescas espirales de agua helada en las tinieblas. Se dispone a seguir bajando cuando, de súbito, reprime un grito al ver, atrapado en la pared, un rostro gesticulante. Trozos de escarcha se apelotonan en la barba del desdichado, cuyos dedos crispados parecen arañar el hielo.

Walls sube la potencia de la linterna al máximo. Allí donde mira, ve decenas de rostros y de cuerpos inmovilizados en posiciones extrañas. Un vasto cementerio poblado de fantasmas que flotan eternamente en el hielo. Cruces metálicas y pesados medallones brillan débilmente en medio de los sables y de los arcabuces, cuyo acero se ha cristalizado por efecto del frío. Más abajo, al arqueólogo le parece distinguir restos de animales y cadáveres de indios. Apaches precolombinos, a juzgar por sus ropas y sus armas rudimentarias. Se diría que reposan allí desde hace siglos. Sus cuerpos están enormemente deformados y sus miembros se han curvado al tiempo que su rostro se aplanaba bajo el peso del hielo. Otros cadáveres de indios salpican el descenso de Walls por las profundidades de la Mesa. Cuerpos cada vez más retorcidos y ennegrecidos por el frío. Por todas partes hay arañas atrapadas en la muralla transparente, miles de bolitas negras caídas al precipicio a lo largo de los siglos.

Una señal sonora escapa del desenrollador. Angustiado, Walls mira el contador unido al cilindro: solo diez metros más de cuerda. Cinco. Dos. La soga llega al tope. Walls dirige el haz de la linterna hacia abajo. A lo lejos, la luz rebota a lo largo de los acantilados, que parecen acercarse formando un estrecho paso. Exhala un suspiro que se transforma al instante en vaho. No puede volver a subir, ya que la batería que acciona el motor del cilindro está prácticamente descargada. Tampoco puede continuar bajando con ayuda del piolet. La hemorragia interna no se lo permite. Soltando una carcajada, Walls piensa por un instante en la sorpresa que se llevarán los arqueólogos del siglo XXXV cuando descubran su cadáver helado suspendido en el vacío. Entonces, consciente de que no tiene elección, abre la sujeción de seguridad del arnés y, sin proferir ni siquiera un grito, abre los brazos y se deja caer al abismo.

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Walls abre de nuevo los ojos. Acaba de deslizarse por el trecho más largo de toda su vida. Mira su reloj; el altímetro ha quedado bloqueado en una presión de 1.100 milibares. Recuerda vagamente que en el momento en el que se había desenganchado del arnés la aguja indicaba 1.037 milibares. Por lo tanto, ahora debe de encontrarse más de un kilómetro por debajo de la superficie. Lo que significa que sin duda ha continuado deslizándose un buen rato por el estrecho paso mientras estaba inconsciente. Walls siente dolor en el vientre y en la pelvis. La buena noticia es que no se ha roto nada más. La mala es que sigue desangrándose.

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