Era un error que la joven no pensaba cometer de nuevo. Jamás volvería a confiar en nadie.
Su tío extendió el cáliz hacia ella y, antes de beber, dijo:
—Brindo por ti, Cleopatra. En verdad te digo que tú serás reina.
Tras apurar la copa, no tardó en cerrar los ojos y derrumbarse como un fardo. Sin embargo, cuando Cleopatra se agachó sobre él y le tocó el cuello siguió notando el pulso en sus venas. De modo que no se trataba de un veneno, sino de un somnífero.
La joven se incorporó y le dijo a Apolodoro:
—Hazlo.
Horemhotep se había dado la vuelta para no ver cómo las mataban a ella y a su hermana. Cleopatra no se giró ni apartó la mirada. Así vio cómo Apolodoro degollaba a su tío con movimientos precisos, como un sacerdote sacrificando a una res.
Esa lección era de ella y para ella: si ordenas una muerte, has de cargar con las consecuencias.
Abrió los ojos y trató de espantar aquel recuerdo, tan reciente que aún quemaba. Entonces se dio cuenta de que la herida de su hermano no era más que una ilusión creada por las sombras. Su barbilla estaba intacta. Cuando Cleopatra lo sacudió por el hombro, el pequeño se giró en la cama y gimoteó:
—Un ratito más...
Su hermana lo levantó en brazos. Su cuerpecito conservaba esa deliciosa tibieza del sueño. Mientras tanto, Arsínoe estaba despertando a Ptolomeo, al que sabía sobrellevar mejor que Cleopatra.
Salieron de las habitaciones de los niños y atravesaron el jardín. Aunque a lo lejos seguían oyéndose cantos y batir de tambores, el patio seguía en silencio. ¿A cuántos habría sedado Horemhotep?
Antes de morir, su tío le había explicado que Teócrito amenazaba con atacar la ciudad en menos de dos días si no le entregaba a los dos Ptolomeos vivos junto con las cabezas de sus hermanas. A Cleopatra no le hacía falta el consejo de su tío ni de nadie para tomar una decisión: huir. Conocía de sobra las máquinas de guerra guardadas en los arsenales de Alejandría, y ni siquiera las afamadas murallas de Menfis podrían resistir los ataques de los escorpiones, los arietes, las balistas que arrojaban piedras de trescientos kilos y las torres de asedio de más de veinte metros de altura.
Por eso, Cleopatra había decidido que tenían que abandonar la ciudad. A los niños no les consultó ni les explicó nada.
—Me niego a obedecerte —le dijo Ptolomeo, plantándose en el jardín con los brazos cruzados—. Tú no tienes autoridad sobre mí.
—Soy tu hermana mayor, así que sí la tengo —respondió Cleopatra.
—¡Más quisieras!
Cleopatra levantó la mano para darle una bofetada, pero Arsínoe la agarró de la muñeca.
—Déjame a mí —dijo, y luego se agachó junto a Ptolomeo, le dio un abrazo y lo llenó de besos mientras le susurraba algo al oído.
«No sé qué le estará prometiendo», pensó Cleopatra. Ptolomeo era un pequeño déspota al que había que sobornar la mitad de las veces para conseguir que se comportara como era debido. Pero ahora le daba igual con tal de que dejara de retrasarlos.
En sus aposentos, se apresuraron a recoger algo de ropa, joyas, dinero y también comida, todo lo que pudieran llevar encima sin que les supusiera mucho impedimento, y huyeron en la noche, furtivos como ladrones de sus propios bienes.
De sus estancias volvieron a pasar a las de Neferptah. Allí los aguardaba Apolodoro, que había tapado el cadáver de la anciana con la sábana y había corrido la mosquitera. Al ver a Cleopatra, le tendió el anillo de su abuela, un sello de malaquita en el que se leían los tres jeroglíficos de su nombre egipcio.
—Quizá quieras conservarlo como recuerdo, señora.
A Cleopatra la sorprendió tal delicadeza en alguien que acababa de degollar a tres hombres sin apenas pestañear. Tomó el anillo. Le bailaba, porque su abuela tenía los dedos hinchados por la artrosis, de modo que se lo puso en el pulgar. Ya encargaría a algún orfebre que se lo arreglase.
Si habían acudido de nuevo a la alcoba de Neferptah no era por el anillo, sino porque tras un tapiz que colgaba de la pared norte se escondía una entrada secreta. Tras apartar el tapiz y abrir la puerta, vieron una escalera que bajaba y se perdía entre las sombras.
—Yo no bajo por ahí —dijo Ptolomeo—. Está oscuro y huele a pedo de rata.
—¡Jajaja! —se rió Maidíon, que iba en brazos de Carmión—. ¡Ha dicho «pedo de data»!
—Pues claro que vas a bajar —respondió Cleopatra.
Gracias a la intervención de Arsínoe, que susurró algo que terminaba en «y será muy divertido», el niño volvió a entrar en razón. Emprendieron el descenso. En el reducido séquito marchaban Cleopatra y Arsínoe, sus dos hermanos, Carmión y Apolodoro. También los acompañaba Ganímedes, el eunuco de Arsínoe, al que Apolodoro había despertado de su letargo arrastrándolo hasta un estanque y tirándolo al agua.
Téano no iba con ellos. Tras la muerte de Horemhotep, Cleopatra había entrado en la alcoba de las criadas. Allí descubrió que los dos sicarios las habían atado y amordazado, no sin antes introducirles una bola de trapo en la boca por debajo de la mordaza. A la infortunada Téano el trapo se le había metido por la garganta y se había ahogado, con el rostro negro y los ojos hinchados en una horrible expresión de gorgona. Si Cleopatra hubiera tardado mucho más en de sa tar la, Carmión habría sufrido el mismo fin.
El último y a ratos primer miembro de la comitiva era Rom, el gato de Cleopatra. No lo había visto en toda la noche, porque el felino entraba y salía de sus aposentos cada vez que le daba la gana, pero debía de haber intuido que su ama se marchaba del templo y se había presentado de repente.
Cleopatra no había llorado cuando vio morir a su abuela, ni cuando pensó que ella misma estaba perdida ni cuando contempló cómo Apolodoro degollaba a su tío. Y, sin embargo, al ver a Rom se abrazó a su cuerpo blanco y sedoso y lo regó de lágrimas.
—Es una reacción normal, señora —le había explicado Apolodoro con su voz espesa—. El cuerpo aguanta en la pelea y se ablanda después. Yo mismo me he sentado después de matar a esos hombres y al señor Horemhotep. Me temblaban las piernas.
Cleopatra lo había mirado de hito en hito, sorprendida de que el eunuco le ofreciera una opinión que ella no le había solicitado. Pero, en lugar de reprenderle, asintió mientras se enjugaba las lágrimas. Siempre se ha de aprender de quien más sabe, y resultaba evidente que Apolodoro era un experto en el uso de la violencia.
Alumbrados por las antorchas que llevaban Apolodoro y Ganímedes, siguieron bajando peldaños largo rato. Cleopatra ya conocía esa escalera. Su abuela se la había enseñado cuando era niña por si alguna vez, como ahora sucedía, se veía obligada a salir del templo a escondidas.
«Los egipcios siempre hemos sido constructores de pasadizos secretos —le explicó mientras la llevaba de la mano—. Los hacían excavar los faraones que levantaron las pirámides, y también otros reyes posteriores, para esconder sus sepulturas y engañar a los saqueadores. Y éstos también horadaban sus propios túneles».
Al principio del trayecto, las paredes estaban encaladas y decoradas con pinturas y jeroglíficos que representaban el viaje nocturno de Ra por el inframundo combatiendo contra todo tipo de monstruos. Aunque no se detuvo a leer los textos, mientras bajaba la interminable escalera, Cleopatra se sentía como el dios cuando cada noche se sumergía bajo el mar occidental para entrar en el Duat.
De pronto oyó un ruido áspero que la sobresaltó. Al darse la vuelta descubrió que era Ptolomeo. El condenado crío había encontrado un palo y lo estaba deslizando por la pared con tanta fuerza que estaba surcando las pinturas con un largo rayajo.
Cleopatra le dio un manotazo, le quitó el palo y lo arrojó escaleras arriba.
—¡Aaaaay! ¡Me has hecho daño!
—¡Pues claro que sí! ¡Eres un salvaje y un sacrílego!
El niño contrajo la boca en un gesto que deformaba sus rasgos como una gárgola, y un segundo después empezó a llorar. El sonido de su llanto era una barrena en los oídos, pero a Cleopatra le produjo una malsana satisfacción. Siguieron bajando, acompañados por el eco de los gemidos de Ptolomeo, que al comprobar que nadie le hacía demasiado caso fue espaciándolos y debilitándolos cada vez más hasta callarse.
Por fin, los peldaños desembocaron en un angosto túnel excavado en la arenisca. Las paredes y el techo rezumaban humedad. Cleopatra miró arriba con aprensión. Sabía que sobre sus cabezas se cernía un pequeño mar, el propio Nilo.
Mientras caminaban por el pasadizo, Cleopatra se adelantó un poco con Apolodoro, ya que quería interrogarlo a solas y el siciliano no se manejaba demasiado bien con el egipcio.
—¿Por qué mi tío estaba convencido de que ibas a obedecerle a él y no a mí? —le preguntó en susurros—. ¿Es verdad que te pagaba el triple de lo que te había pagado mi padre?
—Sí y no, señora.
—No te entiendo.
—Él creía que me pagaba el triple. En realidad, tu padre me pagaba más. Él me había ordenado que fingiera.
—¿Que fingieras qué?
Apolodoro sacudió la cabeza. Incluso en griego, hablaba con dificultad, como si tuviera que escarbar en su cerebro para encontrar las palabras adecuadas y combinarlas.
—Que trabajaba para Berenice. Pero la orden de tu padre era muy clara. Proteger siempre.
—¿A mí y a mis hermanos?
—A ti, señora. El hombre que me liberó y me entregó a tu padre me dijo que sirviera fielmente a tu padre. Tu padre me dijo que te sirviera fielmente a ti. Así que ahora yo te sirvo a ti.
—¿Quién es ese hombre que te liberó?
—No lo conoces señora. Un romano.
—¿Cómo se llama?
Apolodoro le iba a responder cuando Cleopatra notó que la tironeaban de la túnica. Se dio la vuelta y vio a Maidíon. Carmión lo había bajado en brazos por la escalera, pero en el túnel se había empeñado en andar solo.
—¡Keopatia! —exclamó. Aún era incapaz de pronunciar bien el nombre de su hermana—. ¡Keopatia!
—¿Qué pasa?
—Que quiero llevar a Rom en brazos, y no me deja. ¡Díselo tú!
Cleopatra se agachó y lo levantó para cargar con él. Esta vez el niño no protestó.
—Los gatos son muy suyos, Maidíon. Sólo se dejan coger cuando a ellos les conviene.
Como si les estuviera oyendo, Rom se acercó, se frotó contra las piernas de la joven al pasar y luego aceleró de improviso y se adelantó. A Cleopatra no le importó; el gato, que sabía apañárselas por su cuenta, debía de haber detectado alguna presa entre las sombras.
No tardaron en llegar a una bifurcación. A la izquierda salía un pasadizo que Cleopatra nunca había recorrido, pero que según su abuela conducía hasta la pirámide escalonada de Zoser. A la derecha empezaba otra escalera, ésta ascendente. La subieron.
Al acercarse al final de la escalera, volvieron a encontrar jeroglíficos y pinturas que representaban escenas fluviales. Después aparecieron en un templete consagrado a Serapis, el dios medio griego y medio egipcio creado por los antepasados de Cleopatra.
Tras pasar entre ofrendas y estatuas con cuidado de no tropezar, llegaron a la puerta exterior. Cleopatra sintió un momento de pánico al comprobar que no se abría, pero sólo estaba atascada y cedió en cuanto Apolodoro la empujó con su macizo hombro.
En el exterior, el cielo empezaba a palidecer y la luna bajaba ya hacia el oeste. Cleopatra miró en derredor. El templete estaba excavado en la roca, como todo lo que los rodeaba en ese lugar. Habían llegado a Perunefer, el gran puerto de Menfis, tallado en la arenisca al este de la ciudad, una rada artificial conectada con el canal que llevaba hasta las colosales pirámides del faraón Khufu y sus descendientes. En el fondo de aquella ensenada había un gran dique seco donde se construían y reparaban barcos sin que la subida o bajada del río los afectara.
Habían salido en la parte norte del puerto, no muy lejos de la pirámide de Merenra. A su izquierda, más allá del canal, las murallas blancas de Menfis se veían moradas, como si la piedra rezumara la última oscuridad de la noche. Sobre ellas brillaba una luz diminuta, pero intensa. Sopdet, la Esplendente.
«Orto helíaco». Así había llamado a la aparición del astro Sosígenes, el científico que se le presentó la víspera para ofrecerle sus servicios como tutor. Un hombre un tanto petulante, y atractivo de una manera que Cleopatra era demasiado joven para acertar a definir, ya que se trataba del magnetismo que poseen las personas que no son conscientes de su físico y a las que no les importa nada lo que los demás opinen de ellas.
Sólo era el segundo día de vida de Sopdet, que no tardó en difuminarse mientras el cielo entero se teñía de un gris acerado.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Arsínoe.
—Buscar un barco pequeño y discreto y pagar para que nos lleve al sur, lo más lejos posible de aquí —respondió Cleopatra.
Descendieron hacia los muelles por una escalera de piedra, con cuidado de no resbalar en los bordes desgastados por siglos de pisadas. Las naves se mecían suavemente en el agua, acunadas por la brisa que agitaba aquel bosque artificial de palos, trapos y jarcias. Tras la noche, el puerto regresaba poco a poco a la vida, y se veían grupos de estibadores que acudían a cargar las naves que debían partir al sur o al norte.
Lo extraño era que a esas horas llegasen barcos a Perunefer, pues no solían navegar de noche, aunque las brigadas de obreros trabajaban todo el año para mantener el canal despejado de rocas y bajíos y hacer la navegación más segura. Sin embargo, no uno sino cuatro estaban entrando en la ensenada, y uno de ellos había empezado ya el amarre.
Cleopatra se quedó paralizada en mitad del muelle, y los demás con ella. Pues aquellas naves no eran mercantes ni de pasajeros, sino de guerra. Y una de ellas la reconocía perfectamente, ya que aquel quinquerreme pintado de azul y naranja solía estar atracado en el puerto del palacio real de Alejandría. Sobre el mástil ondeaba un gallardete púrpura con una estrella dorada, y cerca de los ojos rasgados que adornaban la proa unas letras de bronce rezaban: Macedonia. Era la nave insignia de la flota de los Ptolomeos.
—Demasiado tarde —murmuró Cleopatra—. Los hombres de Berenice ya han venido a buscarnos.
—¿Qué hacemos ahora, señora? —preguntó Apolodoro, repitiendo la pregunta de Arsínoe.
—Santa Isis, protégenos —murmuró Carmión.
Los marineros de la Macedonia tendieron una pasarela por la borda, y decenas de soldados ataviados con escudos rojos y blancas corazas de lino empezaron a desembarcar.