La hija del Nilo (14 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Se volvió y confirmó sus temores al encontrarse ante un oficial romano. El penacho rojo que coronaba su yelmo de oreja a oreja lo identificaba como un centurión. Tras él venían no menos de veinte legionarios armados hasta los dientes.

—¿Quién es el capitán del puerto? —preguntó el centurión.

El aludido levantó la cabeza del manifiesto de cargo que estaba supervisando.

—Soy yo. ¿Qué se te ofrece?

—Cierra el puerto de inmediato.

—¿Por qué, si puede saberse?

—Ningún barco saldrá hasta nueva orden. Todas las naves ancladas en Brindisi quedan requisadas.

—¿Con qué autoridad?

El centurión se agarró los testículos por entre las tiras de cuero del faldar.

—Con la de mis sagradas pelotas. Y, si te parece poco, con la del cónsul Gayo Julio César.

Más tarde, León se enteró de que a esas alturas del año César no era todavía cónsul en ejercicio, sino tan sólo electo. O quizá el centurión sí había utilizado aquel adjetivo y él, atento únicamente a los soldados que lo seguían, no había llegado a escucharlo.

En cualquier caso, daba igual que fuese cónsul electo o vigente, pretor o dictador. Aquéllas eran sutilezas de la política romana que a un griego como León se le escapaban. Lo único que importaba era que había llegado César. El conquistador de la Galia. El destructor de ciudades. El único hombre que le podía hacer sombra a Pompeyo el Grande, y que estaba empeñado en una guerra contra él y contra casi todos los nobles romanos.

Por sólo un día, León y sus naves habían tenido que quedarse en el puerto esperando a la llegada de las legiones, que se habían derramado sobre Brindisi como una plaga de langostas del Nilo. César quería cruzar el Adriático y llevar a sus hombres al Epiro y Grecia para combatir contra las tropas de Pompeyo. Pero no poseía flota propia, salvo doce naves de guerra, trirremes más aptos para el combate que para transportar soldados. Por eso había confiscado todas las embarcaciones que encontró en el puerto.

Y entre ellas se hallaban las cuatro naves de León. Por supuesto, ni él ni la compañía de su padre eran los únicos damnificados, pero eso no le sirvió de gran consuelo.

Teniendo en cuenta lo que afirmaban de César sus enemigos —entre otras lindezas, lo llamaban revolucionario, asesino, ladrón, adúltero y sodomita—, el gran hombre se había comportado mejor de lo esperado. Para embarcar a sus legionarios requisó los cargamentos de las naves, pero tuvo la decencia de pagar por ellos una suma casi justa. A cambio, se negó a entregar ni un cobre por el servicio de transporte, como si fuese algo que se le debiera por ser él.

Durante los días que aguardaron en Brindisi, León, que poseía un dominio más que aceptable del latín, había escuchado los comentarios de la soldadesca mientras miraba para otra parte y fingía ser un griego lerdo que no entendía nada. Cuando no había mandos presentes, muchos de los legionarios de César soltaban la lengua contra su general. Tampoco era como para hacerles demasiado caso, pues algunas de las críticas se contradecían: unos soldados lo tildaban de borrachuzo sin remedio mientras que, según otros, era más seco y estirado que una tira de mojama porque jamás probaba el vino. También lo acusaban de manirroto y mujeriego o de tacaño y maricón, y muchas veces esos términos opuestos brotaban de las mismas bocas.

No obstante, todos parecían coincidir en dos rasgos de su carácter. El primero, que César era más clemente que otros generales a la hora de tratar al enemigo vencido. A sus soldados les desquiciaba en particular que fuese tan reacio a darles rienda suelta para saquear las ciudades que tomaban: la esperanza del botín era uno de los anzuelos que atraía a tantos jóvenes a alistarse en las legiones, ya que la paga en sí era inferior a lo que podía ganar un trabajador manual sin jugarse la vida ni soportar las penalidades ni la dura disciplina del ejército.

—No os quejéis tanto de él —alegaban los defensores de César—. Nos ha doblado el sueldo a diez ases.

—¡Como si nos lo cuadruplica! —contestaban los críticos—. ¿Qué más da lo que diga que nos va a pagar si nos debe atrasos desde hace meses?

Discusiones aparte sobre clemencia y generosidad, el segundo rasgo de la personalidad de César era el que le conquistaba la devoción de sus hombres, que pese a sus insultos parecían dispuestos a seguir a su general al mismísimo infierno. César, aseguraban, tenía una suerte increíble, y todo le salía bien. «Flosculum habet in ano», decían. Por eso, la divinidad a la que más veneraba el cónsul era Tique, a la que los romanos llamaban Fortuna.

Apostando, así pues, por Fortuna, César había decidido hacerse a la mar el 4 de enero. No era todavía invierno, ya que los romanos, enfrascados en sus guerras, no habían puesto al día su calendario y lo llevaban adelantado más de dos meses. Pero el otoño a menudo resultaba más traidor: en cuestión de horas podía levantarse una tormenta y echar a pique media flota.

Para colmo, habían zarpado de noche, lo que incrementaba el peligro. Por lo que supo León, se trataba de un riesgo calculado. Se decía que Pompeyo disponía de más de quinientos barcos que patrullaban el Adriático, mientras que la improvisada flota de César constaba de doce trirremes y varias decenas de cargueros abarrotados hasta las regalas. Mejor cruzar al amparo de la oscuridad, cuando las naves enemigas estuviesen amarradas o cobijadas en los cobertizos.

La jugada le había salido bien a César. El único contratiempo fue que el viento los arrastró más al sur de lo esperado, pero durante la travesía no avistaron a una sola nave enemiga.

Por desgracia para León, la buena suerte debía de sonreír sólo a César personalmente, no a quienes lo servían. Tras el desembarco, la flota zarpó de nuevo hacia Italia para cargar al resto de las tropas del cónsul.

Pero esta vez los enemigos los sorprendieron en alta mar.

Treinta naves habían sido apresadas, más de las que lograron escapar. Entre los afortunados supervivientes se hallaban León y los hombres de la Hermes, que pese al viento en contra habían escapado de regreso al Epiro a golpe de remo.

Todavía le temblaban las piernas al recordar la huida. Mientras se alejaban de la flota de Pompeyo y de los ruidos de la batalla, León había escuchado un zumbido y creído vislumbrar algo brillante parecido a un relámpago que cruzaba sobre la cubierta. Un segundo después, un proyectil surgido de la nada atravesó a Coto, uno de los tripulantes, y lo clavó contra el mástil. Era una flecha de más de metro y medio, lanzada por una catapulta. De haberse movido León un palmo a estribor, lo habría ensartado a él.

León ignoraba si alguno de sus tres cargueros se había salvado. Le constaba que al menos el Marfil se había hundido, porque había visto las llamas y oído los gritos de agonía de los tripulantes. Al parecer, los pompeyanos no compartían la filosofía de la clemencia de César.

¡Hasta en eso el azar los había hecho caer en el bando equivocado!

15

Los remos de la Hermes rompieron el agua del río Aoos. Unas millas al norte corría otro río, el Apso, que separaba las líneas de César de las de Pompeyo. León, como buen mercader, procuraba estar bien enterado de lo que ocurría a su alrededor. Por eso sabía que los soldados de ambos bandos habían coincidido y fraternizado a ambas orillas del Apso. Muchos de ellos se conocían por ser vecinos de la misma ciudad de Italia, de la Galia, de Hispania o de la propia Roma. Otros incluso habían combatido juntos, ya que dos de las legiones de Pompeyo habían servido un tiempo bajo César.

—Nos han dicho que eres un buen marino.

León se volvió hacia sus pasajeros. Quien se había dirigido a él era Menéstor. Debía de llevar mucho tiempo en Roma, porque hablaba el griego con un leve acento del Lacio. También había adoptado otras costumbres romanas: por lo poco que se veía de sus rasgos, llevaba el rostro afeitado.

—¿Eso os han dicho?

—Y que serías capaz de entrar en el Hades ante las narices del mismísimo Cerbero y de surcar las aguas llameantes del Piriflegetón.

León no era tan novato como para no darse cuenta de que el esclavo corcovado estaba usando la forma más barata de manipular, la adulación. Sin embargo, no pudo evitar enderezar los hombros y sentirse un poco más seguro de sí.

—Sólo si es a bordo de la Hermes —respondió.

Menéstor miró a su alrededor. Era evidente que estaba examinando la nave y contando a los remeros. Había doce a cada lado.

—Un barco muy pequeño —concluyó.

—Halyaleitilvassskipa! —masculló el bárbaro, que no se separaba de Menéstor.

León, que a sus veintisiete años había viajado más que otros marinos en cuatro vidas, conocía las costas de Germania, así como las de Britania. Aunque no hablaba ninguno de los dialectos de aquellos parajes, tenía el oído lo bastante afinado para distinguirlos.

Y ese gigantón, sin duda, provenía de Germania. Desde su punto de vista heleno, León opinaba que los germanos eran los galos de entre los galos; es decir, aún más altos, más ignorantes y más salvajes. Precisamente por su fiereza, César valoraba mucho a sus mercenarios germanos y había insistido en que en el primer embarco viajasen todos.

—Parece que Saxnot opina lo mismo —dijo Menéstor. León creyó percibir en su voz un tono sarcástico y se sintió obligado a defender su nave.

—Que sea pequeña es su mayor virtud. Es ligera y furtiva como el dios de los pies alados —respondió. Se refería a Hermes, que no sólo daba nombre a la nave, sino que viajaba con ellos en forma de una estatuilla de madera clavada a la proa.

—Eso espero.

—Gracias a la Hermes he escapado sin ser visto de más de una nave pirata —prosiguió León—. No levanta más de cinco pies de obra muerta desde la línea de flotación, y, aunque ahora no se aprecie, la hice pintar de gris azulado para que se confunda con las olas.

Como buen marino y mercader, León mantenía con la verdad una relación de amante no siempre fiel. Acababa de utilizar el perfecto de indicativo griego «he escapado» cuando debería haber usado el optativo «podría haber escapado». Siempre llevaba en la Hermes los cargamentos más valiosos y de menos volumen —las especias, los perfumes, las vajillas de oro y de plata—, por si tenía que huir a fuerza de remo de un ataque pirata. Hasta ahora, la ocasión no se le había presentado. Aunque el poderío naval de Rodas no fuese el de antaño, su gallardete todavía imponía respeto. Además, los mares eran mucho más seguros desde que Pompeyo el Grande los limpió de piratas en una campaña que duró apenas unas semanas.

Por supuesto, delante del ayudante de César a León ni se le habría ocurrido mentar a Pompeyo para decir nada positivo de él.

—Espero que así sea —dijo Menéstor—. Es muy importante que llegue antes del amanecer a Brindisi para llevar un mensaje importante del cónsul.

—Prefiero que no me expliques más —respondió León—. Cuanto menos sepa, menos podrá escapar de mi boca.

Una carcajada seca brotó del embozo.

—Hombre prudente, sin duda.

Menéstor le hizo un gesto al germano. El gigante se abrió la capa y sacó una bolsa de cuero que le tendió a León. Éste la cogió por debajo y la sacudió para sentir en su palma el tintineo de las monedas. Pesaba tanto que tuvo que contraer el bíceps para que no se le venciera el brazo. Después desató la tirilla de cuero que la cerraba y metió los dedos. Por el tacto y el tamaño, eran denarios.

—Anticipo —dijo el germano—. Resto recibes en Brindisi.

León inclinó la cabeza.

—Eso fue lo acordado.

La Hermes seguía avanzando a ritmo sosegado, dejándose prácticamente llevar por la corriente. El río Aoos era bastante ancho en aquella zona, casi doscientos metros ahora que bajaba crecido por las lluvias otoñales. En su lado norte se adivinaban sombras negras: las escasas embarcaciones de la reducida flota de César, varadas en la orilla. León había recibido instrucciones de pasar lo más desapercibido posible incluso para su propio bando, por lo que sus hombres clavaban los remos con suavidad y en un silencio casi sacrificial.

«¿Qué estará tramando César que se lo oculta incluso a los suyos?», se preguntó. Daba por supuesto que se trataba de un mensaje para apremiar a Marco Antonio, pero empezaba a sospechar que podía haber algo más.

El río trazó dos sinuosos meandros y llegó a su desembocadura, rodeada a ambos lados por extensas barras de sedimentos. Allí el olor a sal marina se mezclaba con el de juncos, algas en descomposición y aguas estancadas.

—Maldito céfiro —masculló Focas desde la caña del timón.

Ahora que tenían ante sí el mar abierto, el viento del oeste se notaba mucho más, y para colmo arreciaba por momentos. La primera intención de León había sido desplegar la vela de lino allí, pero el aire no mostraba trazas de cambiar.

—Bogad —susurraba León, pasando entre las dos filas de remeros—. No disponemos de toda la noche.

Se hallaban ya casi al final del estuario. Allí, las olas levantadas por el viento combatían contra la corriente del río en una batalla que vencían poco a poco.

León examinó el cielo. Al este y por encima de su cabeza se veían estrellas, tapadas en ocasiones por jirones de nubes grises teñidos de plata lunar en los bordes. Pero al oeste todo eran tinieblas, una negrura impenetrable que presagiaba una violenta tormenta.

—¡Vamos a tener galerna! —exclamó Focas, sin preocuparse ya de mantener el silencio.

León se volvió hacia Menéstor. El esclavo seguía encorvado sobre su bastón, con los dedos engarfiados en la empuñadura de marfil. El viento hacía que las llamas de la antorcha que sostenía el germano ondearan como banderas, y la sombra de la capucha bailaba inquieta sobre los labios de Menéstor, apretados en una fina línea.

—¿Estás seguro de que quieres seguir adelante? —preguntó León.

—Nos conviene que haga mal tiempo —respondió Menéstor—. Eso mantendrá al enemigo varado en tierra.

—¡Es lo que haría cualquier persona sensata! —dijo Focas, que no solía morderse la lengua. Los dos guardaespaldas romanos lo miraron de reojo. Por la expresión de sus rostros, debían de estar más conformes con el timonel que con Menéstor, pero guardaron silencio.

La nave se sacudió al atravesar la zona de turbulencia donde chocaban aguas dulces y saladas. A partir de ese momento la situación empeoró, como cabía esperar.

La mar rizada se había convertido ya en una marejada que no dejaba de crecer. Las crestas de espuma fosforescían bajo la luna y levantaban rociones contra la proa de la Hermes. La nave, que viajaba en perpendicular a las olas, daba cabeceos cada vez más violentos, y los remos azotaban el aire tantas veces como se clavaban en el agua, entre juramentos y blasfemias de los marineros.

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