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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

La hija del Nilo (42 page)

BOOK: La hija del Nilo
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Cleopatra podría haber viajado más cómoda junto a Arsínoe, Iras y Carmión en la pequeña flota que costeaba el litoral en paralelo al ejército, o dejarse llevar en un lujoso carro apropiado a su dignidad al ritmo despacioso de la retaguardia donde acémilas y camellos cargaban con la impedimenta y las piezas de las máquinas de asedio. Pero a aquellos soldados los había alistado ella y les pagaba en monedas acuñadas con su propia efigie, así que no pensaba entregarle el mando a nadie que no fuese ella misma. Por eso cabalgaba al frente de todos.

El caballo que montaba era negro como aceite de roca y tenía en la frente una mancha blanca en forma de estrella. Se trataba de un regalo del rey de los nabateos. Malik había hecho que buscaran entre todos los caballos de su reino hasta encontrar el más parecido al legendario corcel de Alejandro. Como cabía esperar, se llamaba Bucéfalo.

Montada a horcajadas sobre él, Cleopatra vestía una armadura de hombre, con coraza de lino reforzado con bronce, faldar de cuero y grebas repujadas. Aunque se ponían en marcha de madrugada y buscaban la sombra en las horas a las que más apretaba el sol, el primer día se quemó los brazos y las rodillas, expuestos al aire y a la vista. Así pues a la jornada siguiente, pese al calor, se cubrió casi todo el cuerpo con una capa roja.

A los soldados, al parecer, les hacía gracia que los llevara a la guerra una mujer, y la aclamaban con vítores y cantos cada vez que levantaban el campamento y también cuando terminaban la jornada. Ella no estaba muy segura de si esas efusiones eran sinceras o se mezclaba algo de chanza en ellas. Puesto que hasta ahora nunca había mandado un ejército en una batalla, era lógico que los guerreros desconfiaran de Cleopatra, igual que Cleopatra desconfiaba de ellos. ¿Qué ocurriría cuando se enfrentaran a las tropas de su hermano?

Esperaba que no fuese necesario descubrirlo. Sabía que la guarnición permanente de Pelusio contaba únicamente con mil hombres. Confiaba en tomarla por sorpresa, ya que ni su hermano ni Aquilas ni Potino creerían que ella, una débil mujer, se atrevería a invadir su propio país.

Una vez que tuviese Pelusio en su poder, lo primero que haría sería añadir dos metros más de altura a los muros y torreones para convertirlo en un baluarte inexpugnable. Siete mil hombres podían no constituir un gran ejército, pero como guarnición serían más que suficientes. Con Pelusio en sus manos, Cleopatra dominaría el ramal oriental del Nilo y a partir de ahí extendería la rebelión a los territorios del sur, empezando desde la levantisca Tebas y subiendo hasta Menfis. Durante su exilio en Ascalón no había permanecido ociosa. Sus agentes habían recorrido el Nilo hasta más allá de Elefantina para conseguir partidarios, sobre todo entre el poderoso clero de los grandes templos. Les había prometido que en cuanto reconquistara el trono aboliría el decreto por el que se arrebataba el trigo a los egipcios para alimentar a los alejandrinos.

Cada jornada marchaban unos veinticinco kilómetros. Apolodoro, que cabalgaba junto a Cleopatra sobre un caballo tan robusto y tan castrado como él, le dijo al tercer día:

—Los legionarios romanos avanzan el doble por jornada.

—Los romanos no tienen que marchar con este calor por el desierto —contestó Cleopatra, aunque en verdad habría querido viajar más rápido.

—A los legionarios les da igual si nieva o sopla el simún, señora. Sus jefes les dicen que marchen cincuenta kilómetros al día, y entonces ellos marchan cincuenta kilómetros.

—No vamos a combatir contra romanos.

—Los gabinianos fueron legionarios. Eso no se olvida del todo.

—¡Déjalo ya, Apolodoro! Te pago como guardaespaldas, no como asesor militar.

—Como tú digas, señora.

A su izquierda tenían un vasto desierto que se perdía en un horizonte turbio e indefinido. En la franja más cercana al mar crecían algunos arbustos y palmeras dispersas, pero un poco más allá la arena y las dunas se enseñoreaban del paisaje, que rielaba con ondas de calor. Había algunos pozos; pero no bastaban para todos, de modo que cada vez que acampaban tenían que excavar otros nuevos.

Dejaron atrás las pequeñas poblaciones de Caditis y Jeniso. Al final de la quinta jornada llegaron ante la ciénaga Serbonia, una vasta marisma que medía más de setenta kilómetros de este a oeste. Se contaban relatos sobre ejércitos enteros que habían desaparecido tragados por ella, pues cuando soplaba el simún y lo cubría de arena se metían en ella creyendo que era suelo firme. En aquella época del año, Serbonia olía a pecina y a juncos podridos. Debido a lo insalubre del lugar, los habitantes de Pelusio decían que debajo del marjal estaba enterrado el maligno Seth. Los griegos habían adaptado la historia a sus propios mitos y afirmaban que se trataba de Tifón, la criatura dracontina y de aliento de fuego que se había atrevido a luchar contra Zeus para disputarle el trono de señor del Olimpo.

En lugar de rodear la ciénaga por el sur, Cleopatra decidió viajar por la franja de tierra que la separaba del mar para no perder el contacto con la flota. En algunos pasajes aquella lengua era tan estrecha que tenían que dividir en dos la columna de marcha.

Tras un par de días llegaron al monte Casio. A decir verdad, no era más que un promontorio algo más elevado situado en el punto donde la larguísima barra de arena doblaba hacia el sur. Allí había varios pozos, un antiguo santuario y un poblado que había crecido a su alrededor.

Esa noche, mientras acampaban en el monte Casio, llegó una patrulla de exploradores nabateos. Como ellos y sus monturas estaban avezados a viajar rápido por terrenos desérticos, Cleopatra los mandaba en vanguardia todos los días. El jefe de la patrulla, Rabel, le dijo:

—¡Malas noticias, señora!

—¿Qué ocurre?

—El puerto de Pelusio está lleno de naves de guerra, y hay tantos soldados en la ciudad que han tenido que levantar un campamento fuera de la muralla.

—Eso no puede ser.

—Lo hemos visto con nuestros propios ojos, señora. El pabellón de tu hermano... Quiero decir, tu pabellón..., el pabellón real ondea en todas las torres de Pelusio.

Cleopatra quería creer que era imposible. Habían salido de Ascalón de un día para otro, avisando tan sólo a los soldados de que cargaran provisiones para varios días y sin decirles adónde se dirigían. ¿Cómo había podido enterarse su hermano?

Mientras ella recibía el informe, Apolodoro no pronunciaba palabra y se limitaba a escuchar con la mirada clavada en el suelo.

—Ahora me dirás que deberíamos haber venido más rápido, ¿verdad? —preguntó la reina.

Sin levantar los ojos, el eunuco contestó:

—Tuve un amo que decía: «En la guerra más vale llegar antes con la mitad de hombres que después con el doble».

—Lo tendré en cuenta en el futuro —dijo Cleopatra. Pero sabía perfectamente que ella no poseía ni la persuasión ni la autoridad para conseguir que sus tropas marcharan en jornadas dos veces más largas. Tal vez algún día las tendría, pero de momento le faltaban.

Esa misma noche envió una nave rápida a investigar. No volvió ni al día ni a la noche siguiente, hecho que la alarmó, pues Pelusio distaba apenas cincuenta kilómetros del monte Casio.

Por fin, al amanecer del segundo día el barco regresó. Venía tan despacio que Cleopatra se preguntó qué le habría ocurrido, si lo habrían lastrado con piedras o se le habría abierto una vía de agua. Cuando la nave varó junto al promontorio, pudo comprobar la razón. A todos los remeros les habían cortado los pulgares, y para empuñar el remo tenían que rodearlo con ambas manos, lo que hacía muy penoso bogar.

Cleopatra sospechó que aquella crueldad era una ocurrencia de su hermano. No tardó en descubrir que acertaba. El capitán del barco se presentó ante ella, se bajó la túnica hasta la cintura y se dio la vuelta. En la espalda le habían grabado un mensaje. Cleopatra pensó que Ptolomeo debía de haberlo dictado; no porque no fuese capaz de clavar un cuchillo en carne ajena, sino porque la caligrafía, recta y precisa como la de un amanuense, no podía ser suya.

Saludos, querida hermana:

Vuelve por donde has venido y cásate con tu noble rey de los camellos, porque la novia que le buscaste no está dispuesta a convertirse en reina de los nabateos. En cambio, como tiene mejor gusto que tú, no le hace ascos a compartir lecho con su hermano, el rey de Egipto.

Licencia a la horda que llamas ejército y vete. Tengo aquí a Aquilas y a veinte mil hombres que se asegurarán de que no entres en Egipto.

Tu hermano Ptolomeo Filadelfo.

Oficialmente, Ptolomeo se hacía llamar Filopátor, «amante de su padre», igual que Cleopatra. El título de Filadelfo con el que había firmado era una burla tan sangrante como el mensaje en sí: «amante de su hermana».

Como sospechaba, cuando quiso localizar a Arsínoe descubrió que el barco donde viajaba con Ganímedes había zarpado a medianoche con las luces apagadas y no se había vuelto a saber nada de él. Al enterarse, no se sorprendió del todo.

«Tú crees que me conoces, pero yo te conozco a ti mucho mejor que tú a mí —le había dicho Arsínoe en una ocasión—. Sé guardarme las cosas». ¡Y tanto que sabía guardárselas! Años y años, al parecer.

De modo que ahora estaba sola contra sus tres hermanos. Poca amenaza suponía Maidíon, pero en cualquier caso aquella réplica reducida del adiposo Fiscón se encontraba en el mismo bando que Ptolomeo.

—¿Qué vamos a hacer ahora, señora? —preguntó Shunaif, jefe del contingente nabateo.

«¿Qué podemos hacer? —pensó Cleopatra—. Darnos la vuelta y regresar a Ascalón». Tal vez era cierto que en algo había ofendido a los dioses de Egipto cuando se empeñaban en favorecer a un personaje tan indigno como su hermano y perjudicarla a ella. Lo mejor sería licenciar al ejército y, quizá, olvidarse de los sueños de grandeza que le había inculcado su abuela.

Precisamente Neferptah le había dicho en una ocasión: «La noche es buena consejera para meditar decisiones, pero el día es mejor para tomarlas». De modo que Cleopatra, sin contestar a Shunaif, se retiró a su aposento.

Tal vez el nuevo día le trajera nuevas esperanzas.

51

Farsalia

La batalla de Farsalia no terminó en el momento en que las filas de la infantería de Pompeyo se hundieron. Seis mil soldados del ejército pompeyano murieron en el campo y muchos otros se rindieron allí mismo, arrojando las armas y arrodillándose en el suelo. Pero la mayoría de los jinetes de Labieno lograron huir, mientras que más de la mitad de la infantería se retiró hacia el campamento.

César demostró una vez más el dominio que ejercía sobre sus hombres. Después de todas las penalidades sufridas podría haber permitido que se conformasen con quedar dueños del campo de batalla, lo que según las convenciones ya los convertía en vencedores, y que despojasen de sus valiosas armas a los muertos y prisioneros. Sin embargo, el general cabalgó por delante de todas sus unidades ondeando la capa roja sobre las grupas de Ascanio y los exhortó a un último esfuerzo.

—¡Aprovechemos este golpe de Fortuna! ¡Hoy es el día de acabar definitivamente con el enemigo y terminar esta guerra!

Claudio Nerón, que como legado de la VI había estado cerca de César en todo momento, le dijo:

—César, ¿no crees que sería más prudente reorganizarnos?

—¡Al infierno con la prudencia! —respondió César—. Nos reorganizaremos a la carrera. Cuando el enemigo huye, hay que correr más rápido que él. Si somos prudentes, dejaremos que ellos se recuperen y tendremos que librar una nueva batalla. Es lo que hizo Pompeyo con nosotros en Dirraquio, dejar que nos escapáramos crudos. ¡Yo no voy a cometer ese error!

Pese a la fatiga del combate y al sol que caía de plano sobre ellos, César logró reunir tropas suficientes para lanzar un ataque general contra el campamento enemigo. Allí se toparon con la obstinada resistencia de las cohortes que Pompeyo había dejado para guarnecer el fuerte, y también de los aliados extranjeros y de las tropas tracias. Pero no bastaban para cubrir todo el perímetro de un campamento tan grande. En cuanto a los soldados que habían huido del campo de batalla, su mayor preocupación cuando cruzaron las puertas fue correr a sus tiendas, recoger rápidamente sus pertenencias de más valor y huir por la puerta decumana hacia las alturas de los montes que limitaban la llanura por el norte.

Por falta de defensores, así pues, acabó cayendo el campamento enemigo. Cuando César entró en él se lo encontró prácticamente desierto; el sacrificio de los que habían luchado en la empalizada concedió a sus compañeros un tiempo precioso para escapar.

César había esperado capturar a Pompeyo y a su estado mayor dentro del fuerte, pero no halló en él a ningún oficial de alto rango. A cambio, lo que encontró allí lo dejó tan asombrado como a sus hombres. Los enemigos se sentían tan convencidos de su victoria que habían decorado las tiendas, incluso las de los soldados rasos, con flores y con emparrados de hiedra y de mirto que daban sombra a las mesas. Por todas partes se veían preparativos para un gran banquete, fuentes repletas de comida que los pompeyanos, en sus prisas por huir, habían dejado intactas: panes de trigo, grandes ruedas de queso, asados de cordero y cabrito, aves rellenas, barriles de arenques en conserva.

Todo ello se multiplicaba en la enorme tienda de mando, cuatro veces mayor que la de César. Allí, entre lujosos triclinios que no habrían desentonado en una mansión del Palatino, las bandejas eran de plata y contenían manjares más refinados, como lenguas de alondra, sesos mezclados con pétalos de rosa, ubres de cerda preñada o vulvas de marrana virgen, amén de un sinfín de salseras y especieros con condimentos de todo tipo. En el centro de la tienda hallaron varias cisternas frigidarias, pozos hondos y estrechos excavados en el suelo que contenían barriles y ánforas con nieve traída del mismísimo monte Olimpo; en esa nieve se conservaban todo tipo de pescados y mariscos frescos, aguardando el momento de la gran parrillada que celebraría la victoria.

La tentación de homenajearse a sí mismos con el banquete que habían preparado sus enemigos era grande. Los oficiales de César, que por seguir el ejemplo de su jefe habían sufrido tantas estrecheces como los soldados rasos, empezaron a salivar al ver ante sí tantos manjares. Pero cuando Marco Antonio metió los dedos en una bandeja con tajadas de asado frío, César le propinó un manotazo.

—Para recoger los frutos de la victoria, primero hay que vencer del todo —le dijo.

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