La hija del Nilo (37 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Aquél fue un flechazo disparado a ciegas, pero acertó.

—Por mí habría sido clemente con los prisioneros, pero todos insisten en que hay que mostrarse inflexibles con los que traicionan a la República. Labieno se ofreció para ejecutarlos, aunque es cierto que no tenía por qué vilipendiarlos antes.

—Maldito bastardo —dijo César, rechinando los dientes.

—Sí, lo es, y un demonio del Averno. Pero también es muy bueno, César. Ganaste la mitad de tus victorias por él, y ahora está conmigo.

—¿Él te ha dicho eso?

—Él y muchas otras personas. Sí, César, debes rendirte. Pero si lo haces, yo no te entregaré a Labieno. Te buscaré algún lugar lejos de Roma, y cuando pase el tiempo y se calmen los ánimos tal vez puedas regresar y arreglemos las cosas.

César se levantó. Gracias a su rival poseía bastante información nueva, mientras que él mismo no había soltado prenda. Pero eso había ocurrido así porque Pompeyo quería. ¿Qué pretendía con esa reunión? ¿En serio pensaba que César se iba a rendir y partir voluntariamente al destierro?

Un destierro en el que nadie le garantizaba que no llegaran asesinos a matarlo en la noche. Así le había ocurrido a Alcibíades: era tan peligroso para sus enemigos que éstos lo temían incluso lejos de la patria.

Como él.

—Ha sido agradable charlar contigo, Pompeyo —dijo, tendiéndole la mano—. Pase lo que pase mañana, siempre tendrás mi admiración y mi amistad.

Pompeyo le estrechó la mano y sonrió de medio lado.

—¿Mañana? ¿Qué crees que va a pasar mañana? Sacarás a tus tropas y lo único que conseguirás será que se pongan morenos al sol. Ya te he dicho que pelearé cuando a mí me convenga y donde a mí me convenga.

César palmeó el papiro que llevaba bajo el cinturón y dijo:

—Gracias por la carta.

Después se dio la vuelta y emprendió la bajada.

43

«¿Qué pretendía Pompeyo con esa entrevista?», seguía preguntándose César. Seguro que no se trataba sólo de un detalle de delicadeza con su antiguo suegro, se dijo mientras revolvía entre los dedos la carta de Julia.

Dos veces estuvo a punto de abrirla, y otras dos de arrojarla al fuego. ¿Qué le haría más daño, leer las últimas palabras que le dedicaba su hija o saber que se habían convertido en cenizas sin saber qué decían?

Decidió posponer la decisión, volvió a guardarse la carta bajo el cinturón y en su lugar desplegó un mapa de la zona que Galo, su jefe de cartógrafos, había dibujado en vitela.

Era ya la hora tercera de la noche y todos dormían salvo los centinelas de la empalizada y las patrullas que rondaban dentro del campamento. César estaba fuera de la tienda pretoria, sentado delante de una hoguera con las piernas cruzadas. Empezaba a refrescar, los grillos habían relevado a las chicharras y se agradecía el calor de las llamas. Su luz danzarina proyectaba sombras volubles en el mapa abierto sobre los muslos de César, de tal modo que el dibujo plano parecía a ratos cobrar relieve como el terreno que representaba.

Al oscurecer, César se había reunido con sus oficiales para decirles que, puesto que las provisiones de la zona se agotaban, al día siguiente desmantelarían el campamento y partirían hacia Larisa. A los soldados ya se les había comunicado, aunque habría dado igual avisarlos por la mañana. Para los legionarios la rutina de recoger petates, desinstalar tiendas y desmantelar empalizadas resultaba tan natural como respirar. Cuando pasaban varios días acantonados en el mismo lugar, sus mandos solían ordenarles que desmontaran las tiendas y al momento las volvieran a montar, todo ello sin dar ninguna explicación, solamente para que no perdieran la costumbre ni se volvieran demasiado haraganes.

Así pues, el plan primitivo de César era levantar el campamento. Pero algo le decía que al día siguiente Pompeyo iba a ofrecer batalla. Si no, ¿por qué esa entrevista que parecía más bien una despedida?

A Pompeyo le encantaban los ejemplos morales y militares de la historia de Roma. Como general, le gustaba equipararse con Alejandro, y por eso desde muy joven se había atribuido tan campanudamente el cognomen de Magno.

Pero también era un gran admirador de Escipión. Según la tradición, éste se había reunido con su rival Aníbal la víspera de la batalla de Zama. ¿No habría planeado Pompeyo aquel encuentro para luego poder contárselo a los cronistas que cantarían sus loas como vencedor en el llano de Farsalia?

—Es eso, seguro. Mañana combatirá —murmuró para sí, mientras los germanos de su escolta roncaban alrededor de la hoguera envueltos en mantas.

Volvió a examinar el mapa. Todos los días había desplegado a sus legiones apoyando el flanco izquierdo en las orillas del río Enipeo, que con sus escarpes y taludes le proporcionaba protección. Por la derecha estaban los montes, pero demasiado lejos. Aunque apostaba a sus mil jinetes en ese lado, lo hacía a sabiendas de que resultaba imposible cubrir toda aquella zona y evitar las temidas maniobras de flanqueo de la caballería.

¿Cómo actuaría él si fuese Pompeyo? Lo más lógico parecía que su rival intentase ganar la batalla allí donde era más fuerte.

En realidad, Pompeyo era más fuerte en todo, pues disponía casi del doble de legionarios. Pero en caballería, con una proporción de siete a uno, su superioridad resultaba abrumadora.

Llegada la hora del combate, las tácticas eran muy sencillas, aunque su realización práctica implicase dificultades. Desde los primeros tiempos de la República, cuando el ejército constaba tan sólo de dos legiones y luego de cuatro, los romanos luchaban dividiendo sus tropas en dos alas, una por cónsul. Después, cada ala batallaba contra el enemigo que tenía enfrente.

Lo normal era que todos desplegaran las mejores tropas en el flanco derecho, el puesto de más honor. Como los adversarios hacían lo mismo, en cada lado se enfrentaban las tropas selectas de uno contra las peores de otro. Eso significaba que lo esperable era que el ala derecha propia derrotase a la izquierda del enemigo, y viceversa. La clave estaba en poner en fuga lo antes posible al adversario para acudir en socorro del flanco en apuros. Si se conseguía, como habían hecho los romanos en Cinoscéfalos contra las falanges macedonias, la victoria estaba asegurada.

Ahora César no pensaba tanto en términos de ala derecha o izquierda como de infantería y caballería. Su problema estribaba en que en ninguna de las dos armas era más fuerte que su adversario.

Se encontraba ante un desafío extremo. Pero si alguien le hubiera preguntado a César cómo se sentía y él se hubiese parado a reflexionar, habría podido contestar que en aquel momento era el hombre más feliz del mundo. Pues, absorto en planear la batalla, tanto el mundo exterior como él mismo habían desaparecido, sustituidos por el mapa sobre sus muslos y el paisaje de su mente, más real que la luz y el calor de las llamas.

Se trataba de un problema apasionante, que mezclaba matemáticas —número de hombres y caballos, distancias, alcances de proyectiles— con ingeniería —resistencia de materiales, que en este caso no eran las piedras de un dique ni un acueducto, sino hombres.

Daba por supuesto que Pompeyo iba a desencadenar a Labieno y su caballería como si fueran los perros de Hécate. Cuando sus siete mil jinetes cargaran en masa contra los mil de César, situados en el flanco derecho, los pasarían por encima o los pondrían en fuga. Parte de ellos perseguiría a la caballería de César, pero el grueso embestiría contra la retaguardia de su infantería. Ésta se encontraría preparada física y mentalmente para resistir ataques frontales de las legiones de Pompeyo, no para una carga de caballería por el flanco o la retaguardia. En cuanto se vieran rodeados, cundiría el pánico y después vendría la matanza. Era la táctica con la que Aníbal había masacrado a los romanos en Cannas.

Lo que tenía que hacer César era, al menos, retardar esa carga. De sus mil jinetes, ochocientos eran germanos, la caballería más eficaz que había visto jamás. No porque fueran los mejores montando a caballo, ya que otros pueblos como los númidas los superaban en el dominio de la equitación. Pero los germanos sembraban el pánico por su ferocidad y su tamaño, y sus tatuajes y sus pinturas de guerra contribuían a acrecentar ese miedo. Además, resultaban imprevisibles. A menudo, los usípetes de Saxnot frenaban a sus bestias en plena batalla, se arrojaban al suelo y destripaban con sus espadas los vientres de los caballos enemigos, sin que les importara ser pisoteados por sus cascos. Eran tan grandes que les bastaba con estirar los brazos para descabalgar a los jinetes adversarios, y tan duros y fieros que en ocasiones parecía que había que matarlos dos veces: César recordaba cómo en la batalla contra Ariovisto había visto a un germano mantener a raya a tres legionarios blandiendo un enorme espadón con la mano derecha mientras con la izquierda se sujetaba los intestinos eviscerados por una lanza enemiga.

Cierto que también Labieno tenía germanos, doscientos o trescientos, y varios millares de galos. Pero los más salvajes de entre los salvajes luchaban con César, y le habían jurado uno por uno ser leales y seguirlo hasta la muerte. Si se hubiese arrojado con su caballo dentro de un bosque en llamas, Saxnot y sus hombres habrían cabalgado tras él; su ética guerrera hacía inconcebible que actuaran de otro modo.

Con todo, seguían siendo demasiado pocos. Desde el experimento que llevó a cabo al retirarse de Dirraquio, César había seguido mezclando hombres de infantería jóvenes y rápidos entre los jinetes. El entrenamiento diario los había convertido en expertos en esa forma de lucha, e incluso en una escaramuza lograron matar a bastantes jinetes galos; entre ellos Ego, el traidor que reveló sus flaquezas a Pompeyo. Pero sólo había sido eso, una escaramuza librada contra un destacamento. César estaba seguro de que al día siguiente Pompeyo los iba a golpear con todo, usando su caballería en masa como si fuese el martillo de Vulcano.

Sobre el mapa, su dedo trazó una y otra vez el movimiento, un arco que, después de vencer la resistencia de sus jinetes, rodeaba por la derecha sus legiones y luego se movía hacia la izquierda por detrás de ellas.

«¿Y si pongo otra barrera?», pensó. Aunque tuviera menos tropas que Pompeyo, planeaba combatir a la manera clásica, formando tres líneas de cohortes para atacar con las dos primeras y mantener la tercera en reserva. Dibujó en el polvo del suelo las cohortes de la X legión, que se desplegarían en el extremo derecho de su infantería, al lado unos triángulos que representaban sus escuadrones de caballería y entre ambas formaciones un aspa que representaba su propia posición de mando.

«Si quito unidades de esa tercera línea, sacando una cohor te de cada una de las legiones que tiene más hombres, y las pongo aquí —murmuró, trazando una diagonal detrás del ala derecha y de la caballería—, puedo retardar su avance».

Esos hombres iban a ser carne de matadero. Pero si ganaban tiempo para el resto de sus compañeros de infantería, éstos podrían cargar contra las líneas de Pompeyo y romperlas.

«Si es que las rompen, claro», pensó. Porque no podía olvidar que tenía la mitad de legionarios. Más experimentados, sí, pero sólo la mitad.

—César, perdona que te moleste.

César levantó la mirada del mapa. De nuevo debía de llevar demasiado rato concentrado en lo que tenía cerca, porque al pronto vio tan borroso el rostro de aquel hombre que no lo reconoció.

—Soy Crastino —dijo el centurión al darse cuenta de que el general bizqueaba para enfocarlo mejor.

—¡Ah, Crastino! Ayúdame a levantarme, por favor. No sé cuánto tiempo llevo aquí y tengo las rodillas anquilosadas.

El primipilo le tendió la mano y tiró de él. Ya incorporado, César se estiró la túnica y le preguntó:

—¿Qué puedo hacer por ti, el mejor de mis centuriones?

—Gracias por tus palabras, César. No he podido evitar observarte y ver cómo movías la cabeza y murmurabas una y otra vez. Sé que algo te atormenta.

—Muy observador.

—Mañana habrá batalla, ¿verdad?

César miró a ambos lados y bajó la voz.

—Sí, pero no se lo digas a nadie. Los muchachos están siempre listos para pelear.

—Eso es cierto.

—Pero si les decimos que mañana será la batalla, muchos no podrán dormir imaginándose mil cosas, unas malas y otras buenas. Lo que mañana necesito son hombres descansados y sin imaginación.

—Tienes toda la razón, César. Pero por muy descansados que estemos no va a ser fácil. Nos duplican en número y no son bárbaros desorganizados, sino legionarios romanos. Era eso lo que te preocupaba, ¿verdad?

Un hombre sincero, Crastino. A César le gustaba fomentar esa franqueza entre sus subordinados. Sobre todo entre los centuriones, que eran los que de verdad comprendían la locura de la guerra.

—Así es. Pero nos dupliquen o no, vamos a vencer.

—Necesitaremos toda la ayuda posible, César.

—Tenemos lo que hay en este campamento —dijo César, señalando a su alrededor—. Lo que nosotros mismos hemos construido durante años en la Galia, el mejor ejército del mundo. Si no basta porque el enemigo nos abruma en número, espero que al menos caigamos con gloria.

—Perdona mi atrevimiento por contradecirte, César, pero también están los dioses.

—Mañana los dioses recibirán plegarias y sacrificios míos y de Pompeyo. No sabemos por cuál se decantarán.

—Tú te refieres a los dioses celestes, señor. Yo estoy pensando también en otros a los que no se debe nombrar. —Crastino escupió a un lado e hizo un gesto de protección mágica con los dedos—. Quiero pedirte que me dejes hacerles una ofrenda que no podrán rechazar.

Escéptico o casi ateo como era, César sintió un escalofrío.

—¿Estás pensando en...?

—Sí, César. Si me lo permites, mañana les ofreceré la devotio.

44

Un par de horas antes, Pompeyo había celebrado una reunión con sus propios mandos. Su tienda pretoria era cuatro veces mayor que la de César, tan extensa que más parecía el fabuloso pabellón de Darío el persa, rey de reyes, que el de un general romano. La lona exterior era de color púrpura, los mástiles estaban tallados en cedro del Líbano y el interior decorado con alfombras de Persia y tapices de Bactria, y también con arcones de maderas nobles, vitrinas que contenían vajillas de oro, plata y electro, triclinios con patas de marfil, veladores de mármol, tinas de baño esmaltadas, cortinas de lino egipcio y de seda india.

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