La hija del Nilo (64 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: La hija del Nilo
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Pero era de suponer que César ya habría ideado algún plan para remediar aquella desventaja.

70

Después del prandium, César se echó una siesta de dos horas. La noche prometía ser larga y necesitaba estar despejado. Al despertar, Menéstor le anunció que Claudio Nerón deseaba verlo. Tras pasar a la habitación, el legado dijo:

—Es por Casio Esceva.

—Se ha metido en algún lío, no me digas más.

—Creo que es mejor que lo compruebes por ti mismo.

El primipilo se había sentado en un banco del patio de guardia. Al ver entrar a César, se puso en pie tambaleándose un poco.

Esceva estaba borracho, lo cual no suponía ninguna novedad. En la composición de su cuerpo el vino debía de constituir el quinto elemento, más abundante que el agua, el aire, la tierra o el fuego. César se preguntaba cómo podía beber y comer en tales cantidades y al mismo tiempo mantener aquella musculatura sin que se convirtiera en colgajos de grasa. Pese a los excesos, su vientre se conservaba liso como una tabla; saltaba a la vista porque tan sólo llevaba el subligaculum tapándole las vergüenzas. Su cuerpo parecía el del célebre Hércules esculpido por Lisipo, tan fuerte y broncíneo como el original; únicamente se diferenciaba por las cicatrices que lo atravesaban por doquier.

—¿De dónde sales ataviado de esta guisa, primipilo? —preguntó César.

—De la mansión de Deyanira, César. El mejor burdel de Alejandría, según se dice.

—¿Y dónde se encuentra ese jardín de delicias?

—Muy cerca de la muralla del distrito Beta.

—Pero sospecho que por el lado exterior, en el Gamma.

Esceva carraspeó.

—Así es, César.

—Juraría que mis órdenes eran no pisar fuera de los distritos Alfa y Beta, pero tal vez la memoria me falla.

—No, César, no te falla. Así lo ordenaste.

César respiró hondo y trató de contener su enojo. Podía entender que Esceva se saltara las normas; siempre lo había hecho. Pero ¿por qué diantre tenía que reconocerlo delante de Claudio Nerón y del oficial de guardia? Ahora a César no le quedaría más remedio que castigar en público al mismo hombre al que había condecorado y gratificado con una pequeña fortuna.

—¿Y por qué te has presentado en taparrabos, primipilo? —preguntó en tono mordaz—. ¿Tan caro era ese lupanar que has tenido que empeñar la ropa para pagar?

—No, César. Sufrimos un ataque a traición. Nos tendieron una emboscada cuando estábamos...

—No es necesario que me expliques lo que estabais haciendo, soy capaz de deducirlo. ¿Había más hombres contigo?

—Sí, César. Éramos ocho. Sólo hemos escapado yo y otro centurión, Marso, que ahora está en la enfermería.

—¿Y los demás?

—Muertos, heridos o prisioneros. Lo ignoro.

César cruzó una mirada con Claudio Nerón. Esperaba que le dijera «ya te advertí sobre Esceva» o un comentario de similar jaez, pero el legado se limitó a hacer un gesto para animarlo a proseguir con el interrogatorio.

—Sospecho que tú eras el oficial de más alta graduación del grupo —dijo César.

—Lo era, sí —respondió Esceva.

—Por eso mismo tu culpa es mayor. No sólo eres responsable de tu infracción, sino de la de esos siete hombres. ¿Tienes algo que alegar en tu descargo?

—Sí, César. En la guerra el espionaje es tan importante como el combate.

—¿Llamas espiar a comprobar personalmente cómo son las putas de Alejandría?

Esceva negó con la cabeza. Admirado a pesar de su enfado, César pensó que a aquel hombre no lo intimidaba nada; ni siquiera defenderse ante su general cubierto tan sólo por un exiguo taparrabos.

—No —contestó el primipilo—. Llamo espiar a atrapar a agentes del enemigo.

—¿De qué estás hablando?

—Por favor, César, acompáñame —intervino Claudio Nerón—. Todavía hay algo más que deberías ver.

El legado cruzó la puerta que llevaba a la sala de guardia, y César lo siguió. Allí habían instalado un armero. Apoyados en una pared reposaban decenas de escudos en sus fundas de cuero, y en otra más de cien pila colgaban de astilleros de madera.

En el centro de la estancia había un hombre de rodillas, desnudo y con las manos atadas a la espalda. Al percatarse de que lucía un tatuaje en el hombro izquierdo, César se acercó. Las letras grabadas en tinta negra bajo la piel decían «GABIN».

—¿Un gabiniano? —preguntó César.

—Así es —respondió Claudio Nerón.

César puso el cetro bajo el mentón de aquel hombre y le obligó a levantar la mirada. Tenía el torso y las piernas sembrados de moratones, el rostro tumefacto, la ceja izquierda partida y los párpados de ese lado tan hinchados que el ojo apenas era una rendija. César miró de reojo los nudillos de Esceva. Como sospechaba, se veían despellejados y manchados de sangre.

Sangre que, estaba seguro, no pertenecía tan sólo a ese gabiniano.

—¿Cómo te llamas, soldado? —preguntó César.

—Quinto Barbacio, señor.

—¿Eres de Italia?

—Sí, señor. De Ancona.

César asintió. Ancona era una población situada en la parte norte del Piceno, la región donde había nacido Pompeyo. También era la primera ciudad que había caído en manos de César después de cruzar el Rubicón.

—¿Por qué llevas un tatuaje? Es propio de gladiadores y de esclavos fugitivos, no de soldados de Roma.

Barbacio bajó la barbilla de nuevo.

—¡Contesta a todo lo que se te pregunte o te dejamos solo con Esceva! —le ordenó Claudio Nerón.

La amenaza surtió efecto. El prisionero volvió a mirar a César y dijo:

—Nos hicimos ese tatuaje después de matar a los hijos de Bíbulo, cuando nos juramentamos para no entregarnos ni marcharnos de Alejandría. Bíbulo era tu enemigo, ¿no?

—No eres tú quien hace las preguntas.

No obstante, aquel hombre estaba en lo cierto. Bíbulo y César habían sido adversarios políticos y personales durante muchos años. Coetáneos, ambos habían competido en el cursus honorum y compartido diversos cargos hasta que los eligieron cónsules el mismo año, de lo cual había transcurrido ya una década.

Bíbulo siempre había sido para César un guijarro en el zapato. Obsesionado con oponerse a él y vetar sus medidas, había llegado al extremo de declarar nefastos todos los días de reunión de los comitia centuriata, la asamblea con más poder del pueblo romano. Como César ignoró su veto y convocó a los comicios, Bíbulo se retiró a su casa para «buscar augurios en los astros». Eso dejó a su rival campo libre para actuar, hasta tal punto que los más guasones llamaron a aquel año «el del consulado de Julio y César».

Como era de esperar, cuando estalló la guerra civil, Bíbulo eligió el bando de Pompeyo. Éste lo recompensó entregándole el mando de la flota del Adriático, un cargo que Bíbulo desempeñó con tanta dedicación como crueldad: fue él quien ordenó incendiar con sus tripulaciones a bordo las naves capturadas en el estrecho de Otranto; entre ellas, varias de León y Eufranor. Empeñado en no darse descanso por acosar a César, Bíbulo había enfermado y muerto de puro agotamiento ese mismo invierno.

Pese al poco cariño que le profesaba a su antiguo rival, César no podía dejar de indignarse por la conducta de los gabinianos que habían asesinado a sus hijos. Cuando se aclarara la situación en Egipto, su intención era alistarlos de nuevo a todos y llevarlos al peor punto de la frontera con Partia, castigados como las legiones malditas que sobrevivieron al desastre de Cannas.

—Cuéntale al cónsul lo que me has contado a mí —dijo Claudio Nerón, arrancando a César de sus recuerdos.

—Habla, Barbacio —dijo César—. Si me resultas útil, no te pasará nada.

El gabiniano explicó que hasta esa misma mañana había estado en Pelusio, como parte del ejército de Aquilas, pero que de repente todos habían recibido la orden de trasladarse a Alejandría.

—¿Licenciados o de permiso? —preguntó César.

—No, señor, con nuestras armas.

—¡Qué bastardos! —se le escapó a Claudio Nerón.

—¿Has venido en un quinquerreme? —preguntó César.

—Sí, señor.

Era lo que sospechaba César desde el principio, y lo que había empezado a confirmar esa misma mañana al ver aquellos barcos al pie del Faro. En lugar de desmovilizar a sus hombres, Ptolomeo, Potino o el propio Aquilas habían decidido enviarlos poco a poco a Alejandría en trirremes y quinquerremes que atracaban en Eunosto para que César no los viera. Según le contó el prisionero, los estaban acuartelando en diversos puntos de la ciudad de modo que pasaran desapercibidos.

—¿Qué hacías en el burdel de Deyanira?

—En Pelusio no había más que putas piojosas. Quería estar con una mujer de verdad.

César miró a Esceva. Al primipilo se le caían los párpados como si fuera a quedarse dormido de un momento a otro.

—Primipilo, vete a descansar y después date un buen baño para despejarte. Al anochecer te quiero fresco como una rosa.

—¡Sí, César! —contestó Esceva, repentinamente espabilado, y se marchó. Al observar unos surcos rojos en sus masivos músculos dorsales, César sospechó que eran huellas de uñas femeninas.

Devolvió su atención al prisionero.

—Dime, Barbacio, ¿dónde se encuentra Aquilas? ¿Sigue en Pelusio?

—No, señor. Está en Alejandría.

—¿Estás seguro?

—Sí, señor. Lo sé porque ha venido en el mismo barco que yo.

Tras hacer unas cuantas preguntas más, César ordenó que encerraran a Barbacio en un lugar seguro y le dieran una túnica y algo de comer. Después mandó a buscar a León. Cuando el joven rodio se presentó ante él, le dijo:

—Quiero que me traigas ahora mismo a Zenódoto, el supervisor de aguas.

—No quiero fisgonear tus planes, César, pero me temo que Zenódoto me preguntará para qué requieres su presencia —dijo León.

César le tendió una bolsa llena de monedas.

—Creo que con esta explicación le bastará. Así y todo, si se niega, tráelo a la fuerza. Sin hacerle daño, no creo que sea necesario con ese hombrecillo.

—Enseguida te lo traigo —dijo León, y partió a cumplir el encargo. César no pudo evitar una sonrisa: antes de irse, el rodio había dado un taconazo tan enérgico como un legionario más.

71

Después de dos horas de entrevistas a ritmo frenético para preparar los planes de esa noche, César se sentó ante el escritorio y se frotó el puente de la nariz. Le dolía mucho la cabeza, pero confiaba en que esa jaqueca no fuese el preludio de un ataque. No podría llegarle en un momento peor.

Consultó la clepsidra. La aguja de plata señalaba un punto intermedio entre la hora novena y la décima. El banquete de reconciliación debía empezar después de la undécima, lo que significaba que le quedaba el tiempo justo para bañarse, afeitarse y ponerse ropa adecuada.

En ese momento, el jefe de lictores le avisó de que alguien quería verlo.

—Es una mujer, César.

—¿La reina Cleopatra? Dile que no puedo recibirla.

—No, César. No es la reina. Dice llamarse Arsínoe. Asegura que tiene documentos muy importantes que necesita enseñarte.

—¿Documentos? Está bien, dile que pase.

«Dice llamarse Arsínoe». ¿Cómo podía ser que Salvio no la hubiese reconocido después de verla el día anterior en el salón del trono? Con aquel vestido violeta pegado a su cuerpo de ninfa, los ojazos azules y el cabello de oro resultaba imposible no fijarse en ella. Pero César ya había observado que el jefe de lictores era miope como un topo; de lejos debía de ver el rostro de Arsínoe como un borrón imposible de diferenciar de cualquier otro.

La puerta volvió a abrirse. Salvio dejó pasar a la visitante, aguardó unos segundos y al ver el gesto de César salió y cerró para dejarlos a solas.

Ahora que no tenía que repartir su atención y se la podía dedicar íntegramente a Arsínoe, César comprobó que su belleza era incluso más espectacular de lo que creía recordar. La joven vestía una túnica roja de finos tirantes que dejaba al descubierto los brazos, los hombros y buena parte de los pechos. Cuando caminó para acercarse a él, los movimientos de sus senos revelaron que bajo la túnica no llevaba nada que los sujetara; sin embargo, se mantenían enhiestos en un equilibrio que, considerando su volumen, resultaba asombroso.

César, que se había levantado para recibirla, la saludó inclinando la barbilla.

—Princesa Arsínoe, tu visita es un honor para mí. Aunque esperaba verte más tarde, en el banquete.

—Necesitaba hablar contigo a solas.

—¿Por qué?

—Durante la cena no podría haberte entregado esta carta. Mi padre me la confió antes de morir para que os la diera a ti o a Pompeyo.

Arsínoe llevaba un papiro en cada mano; uno de ellos venía lacrado, el otro no. Primero le tendió el que estaba sellado.

—¿Sabes lo que escribió aquí tu padre? —preguntó César.

—Sí. Pero antes de decirte nada, preferiría que lo leyeras —respondió ella.

La joven hablaba con voz afectadamente grave, al terminar cada frase dejaba los labios entreabiertos y miraba a los ojos sin apenas pestañear. Viéndola, resultaba imposible pensar en otra cosa más que en sexo. Lo desprendía por todos los poros: del mismo modo que según Sosígenes el cristal de las lámparas irradiaba minúsculas partículas de fuego, Arsínoe debía de exudar corpúsculos de deseo que flotaban en el aire a su alrededor. A ello colaboraba su perfume. La fina nariz de César captó el olor del nardo con un suave toque de mirra. Pero por debajo se ocultaba la propia transpiración de Arsínoe, un aroma indescriptible, entre dulce y almizclado, que bajaba directo a los ijares.

Se apartó un poco de ella para concentrarse en la carta. Conocía el sello, pues lo había visto en el dedo de Auletes en más de una ocasión. Por supuesto, imitar un sello no era ninguna tarea imposible, y menos el de una persona muerta. ¿Quién se habría quedado con el de Auletes? Cleopatra no; César se había fijado bien en sus anillos y estaba más que seguro.

Rasgó el lacre y abrió la carta. La caligrafía parecía la misma que la de la parte autógrafa del testamento de Auletes, aunque más picuda e imprecisa. César había observado rasgos similares en la letra de otras personas que en sus últimos años empezaban a sufrir temblores incontrolables en las manos.

Para mis amigos Gneo Pompeyo Magno y Gayo Julio César, que espero gocen de buena salud y prosperidad.

Escribo esto a sabiendas de que apenas me quedan unos días de vida. Me siento tan enfermo que incluso estas líneas me suponen un terrible esfuerzo.

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