Cleopatra se quedó pensando. Lo que decía Sosígenes parecía razonable.
En ese momento llamaron a la puerta.
—Qué interrupción más oportuna —murmuró Sosígenes en tono irónico mientras se dirigía hacia la entrada.
Al otro lado de la puerta estaba Apolodoro, con la mano en alto en ademán de llamar de nuevo.
—¿Qué ocurre, buen amigo? —preguntó Sosígenes.
—Mirad ahí —contestó Apolodoro, señalando al cielo.
Por encima de la pared que cerraba el patio por la parte norte se vislumbraba un intenso resplandor rojizo que no era el de la luna. Si les hubiera cabido alguna duda de la causa, no tardó en despejarse, pues unas lenguas de fuego asomaron sobre los tejados.
—Es el Emporio —dijo Sosígenes sin apenas alterarse—. Está ardiendo.
De pronto, Cleopatra comprendió la razón de la extraña procesión que habían visto en los subterráneos, y se dio cuenta de que aquellos hombres con antorchas no podían ser soldados de Aquilas.
—César —musitó.
—¿Cómo, señora? —preguntó Sosígenes.
—Es César. Ha decidido quemar nuestros barcos, y quién sabe si la ciudad entera.
La cena de reconciliación, a la que asistían más de trescientos invitados, se celebraba en una enorme tienda de campaña sostenida por columnas doradas y adornada con todo tipo de lujos. Según le explicó Dioscórides a César, el lugar donde la habían montado era conocido como el jardín de Apolo, y estaba situado entre el ala del palacio que ocupaba la familia real y el embarcadero donde atracaba la nave personal de Ptolomeo. Gracias a que los sirvientes habían levantado los faldones para que corriera el aire, desde su posición César alcanzaba a ver el puerto. Algo muy conveniente, pues así podría saber cuándo empezaba todo.
Su triclinio se encontraba entre el que ocupaban Ptolomeo y Arsínoe y otro vacío que ocuparía Cleopatra si se dignaba aparecer. Claudio Nerón compartía el diván con César. Había algunos tribunos y centuriones más en el banquete, pero la mayoría de sus oficiales no habían asistido. La excusa que César había pensado alegar era: «No quiero haceros más gravosa vuestra hospitalidad». Sin embargo, nadie le había preguntado por qué tan sólo lo acompañaban diez de sus hombres, seguramente porque cuantos menos romanos veían cerca más felices se sentían los alejandrinos.
Por descontado, César se había hecho escoltar por cincuenta legionarios armados que formaban fuera de la tienda por su flanco sur. En la parte norte, tal como habían acordado antes del banquete Potino y él, montaban guardia cincuenta soldados de Ptolomeo para compensar y evitar recelos.
—Esa mujer no deja de echarnos el ojo —susurró Claudio Nerón.
—Tu indudable apostura la habrá seducido —respondió César.
—No me importaría que así fuese, pero sospecho que es a ti a quien quiere dirigir sus dardos.
César observó de reojo por encima de Claudio Nerón, a quien había puesto por medio para alejarse lo más posible de Arsínoe. Tal como había dicho su legado, la joven lo tenía tan enfilado que ni siquiera la breve mirada de soslayo que le lanzó César le pasó desapercibida. Con una sonrisa, Arsínoe se giró un poco en el diván para quedarse boca abajo y levantó las piernas de tal modo que sus glúteos se contrajeron, haciendo que su trasero pareciese aún más respingón y apetecible.
César meneó la cabeza y apartó la mirada. «Condenada criatura», musitó para sí, y no por primera vez. La imagen del cuerpo desnudo de la princesa no dejaba de asaltarlo tenaz como un ariete de asedio, y con la misma persistencia él se esforzaba por ahuyentarla. Necesitaba tener la mente despejada. Al menos, el masaje que Menéstor le dio en los hombros después del baño le había aliviado mucho el dolor de cabeza.
—El muchacho se está agarrando una buena melopea —comentó Claudio Nerón.
—Ya me he percatado —respondió César.
Prefería no volver a mirar al triclinio que ocupaban los dos hermanos —César sospechaba que no era el único lugar donde se tumbaban juntos—, pero ya había comprobado antes que Ptolomeo no hacía más que levantar la copa reclamando que se la rellenaran. Si se emborrachaba así con catorce años, ¿qué dejaría para cuando cumpliera treinta o cuarenta? Más allá, en otro diván que compartía con una prima sumamente fea, el Ptolomeo más joven se aplicaba a las viandas con tanto entusiasmo como su hermano al vino. Tendido de costado, a César le recordaba a una enorme ballena que había encontrado varada y agonizante en una playa de Britania.
En Egipto quizá estuviesen pasando hambre, pero en la cena no faltaba de nada. En la mesa dispuesta ante el triclinio de César los criados no paraban de plantar y retirar bandejas con todo tipo de pescados, mariscos y carnes tanto de ganado como de aves de caza. Él apenas probaba bocado. En más de una ocasión le recordó a Claudio Nerón que contuviera su gula y, sobre todo, que catara el vino lo menos posible.
—Aunque toda esta gente no se dé cuenta —le recordó—, nosotros estamos de servicio.
Los invitados habían llegado perfectamente arreglados, con trajes y vestidos inmaculados en los que abundaban la seda india, la púrpura de Tiro y las lentejuelas y recamados de oro. Pero a estas alturas del convite, entre los giros y revolcones en los triclinios, las carcajadas y los bailes, las túnicas empezaban a verse arrugadas y en algunos casos tan arremangadas que mostraban hasta las rodillas y los muslos de algún comensal. Conforme el vino corría, las coronas de mirto y laurel que adornaban las cabezas se torcían cada vez más y aparecían manchas de vino e incluso de vómito en aquellas prendas tan lujosas y elegantes.
«Cuanto más borrachos estén, mejor para nosotros», pensó César.
—¿Qué está ocurriendo allí?
Al oír la aguda voz de Teódoto, que señalaba con gesto de pasmo hacia el puerto, César miró en esa dirección.
—Ya ha empezado —murmuró, y tirando de la túnica de Claudio Nerón le dijo—: Vamos, levántate.
Mientras se incorporaba, dirigió otra mirada al triclinio vacío de Cleopatra. ¿Por qué demonios no aparecía? No había contado con su ausencia. «De todos modos, si se ha quedado en sus aposentos no tiene por qué correr peligro», quiso tranquilizarse.
Se acercó a la puerta oeste de la carpa. Los sirvientes habían separado más los faldones para que los curiosos que se habían levantado como César pudieran ver mejor lo que ocurría.
—¡Es un incendio! —exclamó Teódoto.
El fuego que había llamado la atención del maestro de retórica se había producido a unos doscientos metros de allí, en los muelles del Arsenal.
—¡Los barcos! —exclamó alguien—. ¡Están ardiendo los barcos!
Alumbradas por las llamas crecientes, decenas de siluetas oscuras corrían por los embarcaderos y arrojaban sobre las naves amarradas antorchas que de lejos parecían diminutas luciérnagas revoloteando por el aire. César esbozó una sonrisa, satisfecho por la coordinación que estaban demostrando sus hombres. Recurriendo a los planos y las instrucciones de Zenódoto, había enviado a tres cohortes de la VI legión en secreto por los conductos que recorrían el subsuelo de la ciudad. Sus instrucciones eran dividirse, salir por las bocas de registro repartidas entre el Arsenal y el Emporio y prender fuego a todos los barcos de guerra atracados al este del Heptastadion.
—¿Y si el incendio se propaga también a las naves de carga? —le había preguntado Esceva.
—Que se propague —respondió César—. Cuanto más caos y destrucción creéis, mejor.
Las llamaradas subían cada vez más altas, enroscándose sobre mástiles, cordajes y velas. El viento, que llevaba soplando con fuerza todo el día, colaboraba con los hombres de César en su tarea incendiaria, prolongando las lenguas de fuego y haciendo saltar chispas y brasas de un barco a otro. Pronto toda la línea de muelles hasta el Heptastadion se convirtió en una enorme serpiente de llamas que alumbraba la noche y se reflejaba en las oscuras aguas del puerto.
—¿Qué está pasando aquí?
César se volvió. Detrás de él, Potino lo miraba con gesto indignado.
—No me lo preguntes a mí. Es vuestro puerto —respondió César con tono sarcástico—. ¿Una ciudad tan avanzada como ésta no tiene un cuerpo de extinción de incendios?
—Claro que lo tiene. Pero esto no es un accidente, sino algo provocado. ¡Por ti! ¡Eres un vil traidor!
César, que no soportaba a aquel personaje, decidió dejarse de fingimientos y lo agarró del cuello de la túnica.
—¿Y lo dices tú, medio hombre? En lugar de licenciar al ejército de Aquilas, os lo habéis traído a la ciudad. ¿Cuándo pensabais atacarme?
—¡No sé de qué me estás hablando!
—Y tú no sabes con quién estás hablando.
César lo empujó, asqueado, y el eunuco chocó contra un diván donde una pareja muy borracha se dedicaba a hacerse arrumacos, ajena al incendio. Mientras tanto, la mayoría de los invitados habían salido de la tienda para contemplar mejor lo que ocurría.
Al ver que entre ellos se acercaba Ptolomeo, agarrado del brazo de su hermana para no caerse en sus tambaleos, César hizo una seña a sus hombres, que habían levantado los faldones de la carpa para entrar por el lado sur. Los legionarios desenvainaron sus espadas y atravesaron la tienda corriendo, derribando a su paso triclinios, mesas y pebeteros y empujando por igual a sirvientes e invitados.
Antes de que nadie pudiera reaccionar, Ptolomeo y Arsínoe se vieron rodeados por un corro de soldados romanos. Al otro lado de la tienda, los guardias reales se dieron cuenta de lo que pasaba y trataron de acudir en auxilio de ambos hermanos.
Durante unos instantes pareció que iba a producirse un combate parejo entre legionarios y guardias, cincuenta contra cincuenta. Pero entonces se oyó en el exterior de la tienda la aguda llamada de una trompeta, seguida por gritos de guerra y tamboreo de pasos a la carrera.
—¡Una coordinación perfecta! —exclamó Claudio Nerón.
Por la tarde, César había escondido a quinientos legionarios de la XXVII en el muelle donde reparaban la Anfítrite. Ahora esos hombres surgieron de entre las sombras, atravesando el palmeral que delimitaba el jardín de Apolo por el norte. Ellos venían en la oscuridad, mientras que los guardias reales apostados junto a las antorchas les ofrecían un blanco fácil. Una andanada de jabalinas voló por el aire. Apenas un segundo después César oyó el sordo impacto de las puntas de acero clavándose en las corazas de lino, acompañado por gritos y gruñidos de rabia y dolor.
La mayoría de los guardias que seguían fuera de la tienda cayeron abatidos por esa primera descarga. Los que ya se encontraban dentro dispuestos a romper el círculo de legionarios que rodeaba a su rey se detuvieron, desconcertados.
—¡Ptolomeo! —exclamó César—. ¡Ordena a tus guardias que tiren las armas ahora mismo si no quieres verlos masacrados!
El joven miraba a todas partes, sin comprender. Teniendo en cuenta su estatura, lo único que debía ver a su alrededor eran cotas de malla y yelmos romanos, y para colmo estaba demasiado bebido para reaccionar. Fue Potino quien, captando la situación, gritó con voz chillona:
—¡Tirad las armas!
Al ver que por la entrada de la tienda aparecían nuevos enemigos, los guardias supervivientes comprendieron que se hallaban acorralados y en inferioridad numérica, tiraron las armas al suelo y levantaron los brazos. César ordenó a sus hombres que los capturaran y los encerraran sin causarles daño.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —preguntó Arsínoe, que había dejado de sonreír hacía un buen rato.
—Os vamos a confinar en palacio por vuestra propia seguridad —respondió César—. No te preocupes, princesa. No os ocurrirá nada malo.
Un soldado la agarró del codo para llevársela de allí. Ella sacudió el brazo con violencia para zafarse, se acercó a César y le susurró al oído:
—¿Qué has hecho, insensato? Te has dejado engañar por Cleopatra.
César se limitó a sonreír, e incluso se permitió tomarle la mano y besársela. Después le encomendó a Claudio Nerón que se encargara personalmente de llevarlos a ella y sus hermanos al palacio.
—Pero no se te ocurra quedarte a solas con Arsínoe —añadió en voz baja—. Esa mujer es más peligrosa que la esfinge de Tebas y las sirenas de Antemusa juntas.
Mientras el incendio seguía devastando los muelles, César regresó al palacio, donde se apresuró a ponerse la armadura. Aparte de los treinta guardias supervivientes, llevaban prisioneros a los invitados que no habían sabido aprovechar los primeros momentos de confusión para escapar. Puesto que todos pertenecían a familias importantes de la ciudad, César esperaba utilizarlos como rehenes.
César comprobó con satisfacción que el resto de los guardias reales habían sido desarmados y apresados. En aquel momento, todos sus soldados estaban en acción, unos incendiando los barcos y otros afianzando el control del palacio y apoderándose de los accesos al distrito Alfa. Al mismo tiempo, doscientos jinetes germanos al mando de Saxnot debían de estar a punto de llegar mientras los demás se quedaban en el campamento despiertos y con las armas prestas por lo que pudiera suceder. Pero no sólo habían entrado en liza los cuatro mil hombres de guerra. También las tripulaciones de los barcos habían recibido órdenes y, si todo marchaba según lo previsto, ya estarían llevándolas a cabo.
Antes de verificarlo, César se dirigió al ala norte del palacio, donde se encontraban los aposentos de Cleopatra. En el patio, delante de su puerta, montaban guardia Furio y sus hombres. El optio se cuadró ante César.
—¡A tus órdenes, César! ¡Sin novedad!
—¿Sin novedad? —repitió César, irónico—. La reina no ha asistido al banquete. ¿No te parece eso digno de novedad?
—Yo...
—Déjalo, optio. Ya sé que es la forma de hablar castrense.
Llamó con los nudillos, primero con suavidad y después más fuerte. Al no obtener respuesta, acabó aporreando la puerta con el puño cerrado.
—¿Estás seguro de que la reina sigue dentro? —le preguntó a Furio.
—Sí, César. Llevamos aquí horas sin movernos. Ella nos dijo que pensaba asistir al banquete, pero que iba a llegar tarde porque...
—Eso da igual. Lo que quiero ahora es que abráis.
Rufino, uno de los soldados de Furio, derribó la puerta a golpes de pilum. Una vez dentro, César registró todas las estancias mientras llamaba a Cleopatra a grandes voces.
Al llegar a la alcoba, comprobó que alguien había movido la cama y vio un agujero que conducía a un pasadizo subterráneo.