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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (12 page)

BOOK: La horda amarilla
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Los únicos que en todos los aspectos llevaban alguna pequeña ventaja eran el auto planeta Rayo y sus aparatos. Él telescopio vigía del Rayo tenía casi el doble de alcance que los montados sobre los bombarderos españoles. Sus proyectores o cañones «Z» eran mortales a quinientas millas de distancia. Su coraza era refractaria al descomunal calor que desarrollaban los rayos Z. Por éste motivo el auto planeta iba en vanguardia, conduciendo a través de la noche aquella manada de lobos sidéreos.

Para alcanzar Asia, la formación oblicuó hacia el Mediterráneo, cruzando sobre Italia y avistando por la derecha algunos aviones vigías. Los ojos electrónicos dieron inmediatamente la alarma. Desde la sala de control pudieron ver en la pantalla de televisión las imágenes que les remitía el telescopio.

—Son aviones de la Unión Africana —aseguró Ina Peattie.

—Creo que deberíamos derribarlos —dijo Ángel.

El general Cervera se opuso:

—¡Por Dios! No podemos agredir a unos aviones neutrales y que, por añadidura, se encuentran dentro de su jurisdicción.

—¿Y si esos aparatos negros dieran nuestra situación a los asiáticos?

—Ni aún así podríamos atacarles. La Unión Africana se encuentra entre dos fuegos. Una ruptura con la raza negra podría provocar la guerra. La Unión Africana vencería entonces su vacilación y se pondría del lado del Imperio Asiático. Además, no hay necesidad de llegar a tales extremos. El telescopio del Rayo tiene mayor alcance que los de esos centinelas y ellos todavía no nos han visto.

—Pero verán sin duda a la formación que viene pisándonos los talones —murmuró Miguel Ángel—. Será inevitable a menos que avisemos al Aircomando que se aparte hacia la izquierda, y entonces sería lo mismo, porque si utilizamos la radio, los aviones de la Unión Africana también nos descubrirán captando nuestra llamada.

Cervera miró con el ceño fruncido a los lejanos aviones.

—Sea lo que Dios quiera —rezongó—. No podemos atacar a esos vigías. Esperemos que se mantengan dentro de su más estricta neutralidad y no nos delaten a la aviación amarilla.

El Aircomando dejó atrás y a la derecha a los aparatos africanos y entró en Asia por Siria. Apenas lo hubo hecho sonaron los timbres de alarma del ojo electrónico y en la pantalla de televisión aparecieron dos pequeñísimos objetos bañados con la luz de la luna.

—¡Aviones asiáticos! —murmuró Ina Peattie.

Todavía estaban fuera del alcance de los cañones «Z» del auto planeta, pero lo estuvieron al cabo de unos pocos segundos. Ángel pulsó un botón colorado sin apartar los ojos de la pantalla. Instantáneamente los dos aviones desaparecieron en medio de una explosión.

—Espero que no hubiera cerca más aviones amarillos —dijo el joven español—. Si alguien viera caer destruidos a esos aparatos deduciría que alguien los había derribado.

Con el paso franco, el Aircomando atravesó el Irán y subió hacia el Norte tocando en su parte inferior el mar Caspio. Allí destruyeron seis aparatos enemigos más sin darles tiempo a ver nada. El general Cervera se restregó las manos con satisfacción.

—Esto va bien —aseguró—. Mientras podamos ir limpiando el cielo de enemigos antes de que ellos nos vean con sus telescopios, nadie nos descubrirá.

—Esos aviones de la Unión Africana… —murmuró míster Stefansson preocupado—. Me da en la nariz que nos han visto.

La formación seguía los pasos del Rayo al sobrevolar el Turkestán, después de haber eludido las grandes bases aéreas asiáticas del lago Aral. George Paiton, sentado ante la enorme máquina calculadora que iba vomitando cifras y más cifras, trazaba el rumbo guiándose por la observación de las estrellas. Richard Balmer y Harry Tierney permanecían ante los aparatos de radio con los auriculares puestos y los ojos fijos en las pantallas que les indicarían con una ráfaga de líneas sinuosas que alguien estaba utilizando la radio o el radar en las inmediaciones de dos mil millas a la redonda.

El general Cervera rompió el zumbido de las máquinas electrónicas diciendo: —Es muy extraño que no hayamos vuelto a encontrar al enemigo—.

—¡Atención! —llamó Harry señalando a las pantallas de cristal negro, surcadas de líneas ondulantes de luz Blanca—. Alguien está utilizando la radio.

Dio vuelta a un botón. Instantáneamente se oyó una voz excitada que gritaba en español:

—¡Atención, Rayo! ¡Atención, Rayo!

—¡Maldito sea quien esté utilizando la radio! —bramó Cervera abalanzándose hacia los aparatos. Y gritó ante el micrófono—: ¡Cierre inmediatamente, estúpido! ¡Cierre!

—¡Atención, Rayo! —insistió la voz—. ¡Hace dos minutos que nos están atacando los aviones enemigos!

Ángel empuñó los mandos de la televisión y enfocó la lente del gran telescopio hacia atrás. El cielo negro estaba salpicado del relampagueo de las explosiones de los aviones españoles. Era como si varias baterías antiaéreas estuvieran cañoneando a la formación. Esto parecía, pero la realidad era más desagradable aún. Cada explosión significaba el fin de un avión amigo.

—¡Estamos descubiertos! —rugió Cervera.

—Me figuraba que los centinelas africanos nos harían traición —aseguró míster Stefansson.

La batalla aérea tomaba incremento por segundos. Cervera preguntó qué ocurría. La respuesta se la dio cierto comandante López:

—Nos atacaron por la espalda cuando no teníamos ojos más que para mirar hacia adelante y los costados. Creí al principio que se trataba de una patrulla en servicio de vigilancia. En realidad son varios miles de aparatos los que nos atacan. ¿Hay alguna nueva orden, general?

—Ninguna. Sigan combatiendo y aumenten la velocidad. Ocurra lo que ocurra tenemos que llegar a nuestro objetivo, ¿comprendido?

—A la orden, mi general. Cierro.

Toda la formación aumentó su velocidad a diez millas por segundo. Los aparatos amarillos fueron quedándose rezagados. Pero nuevas escuadrillas de intercepción les salían al paso por el frente y por ambos flancos. Los cañones «Z» del auto planeta entraron en actividad. Abatían aparatos asiáticos a derecha e izquierda como monigotes. Era como un gigante lanzado a la carrera. Nadie podía oponérsele. Los Rayos «Z» dirigidos contra él no le hacían la menor mella. Los del Rayo, en cambio, bastaba que tocaran un segundo al enemigo para destruirlo convertido en polvo. Las «zapatillas volantes» y los destructores del auto planeta habían pasado a retaguardia y se defendían como perros furiosos de la acometida no menos furiosa de los aviones amarillos. El cielo negro estaba salpicado de fogonazos azules.

El auto planeta subió como una centella hacia el Nordeste arrastrando consigo a todos sus aviones de acompañamiento y estuvo en un momento sobre Jakutsk. Había llegado con media hora de anticipación y todavía era noche oscura. A sus pies, los proyectores de rayos «Z» trataban en vano de alcanzar a los aparatos iberos. Diez mil aviones amarillos subieron de golpe para rodear a los españoles y mezclarse con ellos en una feroz y enconada batalla aérea. Un combate aéreo nocturno era mil veces más espantoso y traicionero que uno diurno. Una vez rotas las formaciones era prácticamente imposible ver al enemigo con más de tres segundos de anticipación. Las máquinas se retorcían en el espacio buscándose unas a otras y chocando entre sí con violencia. Los rayos «Z», como luz del sol, no podían verse allí donde no existía atmósfera para reflejarse. Uno asestaba sus rayos guiándose por el instinto y recibía una descarga de rayos «Z» cuando menos lo esperaba. Se peleaba bajo la luz de la luna. Los aviones eran como bólidos seguidos de una raya de luz; pero como todos arrojaban los mismos chorros de chispas por sus tubos de propulsión, aquella luz no bastaba para la identificación. El ojo humano y el instinto de los pilotos eran los únicos capaces de distinguir entre aquella confusión al enemigo que se ansiaba abatir, y así y todo se calculaba para los combates nocturnos que el diez por cien de los aviones destruidos sucumbían bajo el disparo de las armas de sus propios bandos. Una formación de bombarderos atómicos era aún más peligrosa en la subestratosfera. Por lo regular, la destrucción de un bombardero llevaba parejas consigo la explosión de las bombas atómicas que transportaba. Cuando ocurría esto quedaba limpio de aparatos un extenso sector. Fue por esto por lo que los bombarderos se apresuraron a arrojar sus bombas sobre Jakutsk. Ni una sola llegó a su destino. Todas estallaron a una altura que oscilaba entre las trescientas y las cuatrocientas millas de altura sobre tierra. La luz que despidieron fue mil veces más intensa que el mejor día de sol. Toda la tierra que se dominaba desde setecientas millas de altura pareció envuelta en un resplandor blanco azuloso. Ningún ojo humano hubiera resistido aquel resplandor sin cegarse.

En la cabina de control del auto planeta, nuestros amigos se miraron unos a otros con desolación.

—¿Lo ven ustedes? —preguntó Cervera—. Si hay en todo el mundo una ciudad bien protegida es Jakutsk. La barrera de rayos «Z» ha hecho estallar nuestras bombas mucho antes de que llegaran hasta su objetivo.

Miguel Ángel se precipitó hacia el aparato de radio y se puso en comunicación con el capitán Arxis:

—Conduce las «zapatillas» contra las defensas antiaéreas de la ciudad y apagad los proyectores de rayos «Z» —ordenó.

El Rayo pudo muy bien haber bajado a pesar de las defensas antiaéreas, pero Miguel Ángel quería haber barrido de la ciudad todo atisbo de vida para cuando bajaran a colocar los torpedos. No podía hacerse esto mientras hubiera defensores sobre Jakutsk, pues éstos les recibirían con fuego de armas atómicas.

Las doscientas «zapatillas volantes» abandonaron el combate, donde tan estupendamente estaban comportándose, y se lanzaron en picada contra las defensas antiaéreas disparando sus cañones atómicos y sus propios rayos «Z». Desde el auto planeta fueron perfectamente visibles, a pesar de la considerable distancia, los impactos de las granadas atómicas. Toda la margen del lago parecía una hoguera, de la que brotaban nuevas llamaradas iluminando una considerable extensión de territorio. Los haces de rayos «Z» empezaron a apagarse en gavillas enteras.

—Me gustaría ver la cara de Tarjas-Kan en estos instantes —dijo Harry Tierney.

—Tarjas-Kan todavía se siente seguro —murmuró el general.

En las alturas el combate continuaba empeñado, feroz, durísimo. Nuevos escuadrones de caza asiáticos se habían agregado a la pelea con efectos parecidos a los de un incendio que se intenta apagar con gasolina. Según la cuenta de los contadores automáticos, el Rayo llevaba destruidos dos mil ochocientos sesenta aviones, todos enemigos.

Jakutsk quedó envuelta en densas nubes de humo. Por las bases de estas columnas crepitaba un fuego intenso, cegador. Las baterías antiaéreas estaban casi todas aniquiladas. Ángel ordenó a las «zapatillas» que se elevaran, y el general Cervera mandó a los bombarderos españoles que atacaran la ciudad. Una lluvia de bombas atómicas cayó sobre Jakutsk, sin que esta vez estallaran en el camino más de diez. Nuevamente quedó el espacio inflamado de deslumbrante luz. Las bombas atómicas, al hacer explosión, semejaron grandes lagos de llamas ensanchándose con velocidad de espanto.

—Podemos comenzar a prepararnos —dijo Miguel Ángel observando el horroroso efecto de las bombas.

Harry Tierney abandonó su asiento y se puso en pie. El, Thomas Dyer, George Paiton y Miguel Ángel Aznar iban a tripular los cuatro primeros destructores que descenderían hasta las inmediaciones de Jakutsk para lanzar los torpedos terrestres.

—¡Déjeme que vaya con usted! —suplicó Ina Peattie, tirando de la manga del español—. Bien, vamos allá.

Uno de los dos ascensores les dejó sobre el piso superior del auto planeta. Miguel Ángel se encaminó hacia el destructor España y ayudó a subir a Ina Peattie, quien cerró herméticamente la puerta tras sí. Dos minutos después dejaban a sus espaldas al auto planeta y picaban hacia Jakutsk, iluminado plenamente por el fulgor del colosal incendio que había seguido a la explosión de las bombas atómicas.

El piloto electrónico, cumpliendo las órdenes de Miguel Ángel, les llevó hasta el extremo de la ciudad subterránea, que limitaba con las ensangrentadas aguas del lago Jege. Los torpedos serían soltados sobre las aguas. Ellos bajarían al fondo del lago, se clavarían en el suelo y buscarían por sí solos la ciudad subterránea. Los planos habían demostrado que por el lado del lago el terreno era mucho más blando. Además, el lago era el único lugar donde no había fuego que les molestara en la delicada operación de lanzamiento.

Las llamas teñían de púrpura hasta los confines del horizonte e iluminaban plenamente la cara de Ángel cuando el España pasó rozando las olas del agitado lago a muy poca velocidad. También les permitían ver con toda precisión la montaña que iba a servirles de guía para situar a la ciudad. El piloto mecánico enfiló la proa del bombardero cohete hacia la montaña.

—¡Ahora! —dijo Miguel Ángel apretando un botón. No oyeron la zambullida de los torpedos en el lago porque la cabina herméticamente cerrada no dejaba entrar el más grande de los ruidos exteriores, pero una voz metálica anunció en saissai:

—¡Los torpedos han salido!

—¡Comandante a piloto! ¡Elevarse!

El España se encabritó y salió despedido hacia el cielo a gran velocidad. Al alcanzar las cien millas de altura se vio rodeado por un enjambre de cazas del Imperio Asiático. El timbre anunció que estaban bajo el fuego de los rayos «Z». Al mismo tiempo empezaron a dejarse oír los zumbadores, indicando así que los cañones del destructor estaban dando buena cuenta del enemigo.

Cuando llegaron a las trescientas millas ya no quedaba ni rastro de caza asiática. Poco después se veían envueltos nuevamente en lo más duro del combate aéreo. A derecha e izquierda caían abatidos los aviones, a veces en racimos de dos o tres.

En tornó al auto planeta no se veía un solo enemigo. Los cañones «Z» del Rayo habían limpiado una extensa zona a su alrededor. Los aviadores amarillos parecían haber comprendido lo peligroso que resultaba para ellos acercarse demasiado y huían del auto planeta. El destructor se preparó para posarse sobre el anillo grande.

En este momento llegó procedente de la tierra un fulgor lívido que bañó el interior de la cabina del España de deslumbrante luz. Los torpedos terrestres estaban haciendo explosión, levantando a la guarida de Tarjas-Kan en vilo. Todas las furias del averno parecían haberse dado cita en Jakutsk, desencadenando una hecatombe de fuego. Al mismo tiempo, los bombarderos españoles dejaban caer una lluvia de gelatinas venenosas. Un cráter inmenso y llameante se abrió donde estaba la ciudad subterránea, y las aguas del lago se lanzaron impetuosamente por las profundas grietas que se abrían en el suelo. La avalancha de agua inundó la ciudad subterránea con hervor horripilante. —¡Lo hemos conseguido! —Chilló la coronela Ina Peattie, arrojándose al cuello de Miguel Ángel—. ¡Hemos destruido a Jakutsk y a Tarjas-Kan con todo su poder!

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