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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (5 page)

BOOK: La horda amarilla
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—Gracias por sus atenciones, mariscal —interrumpió Ángel—. Sin embargo, nos gustaría corretear por la ciudad. ¿Todavía se bebe cerveza?

—Cerveza magnífica, puedo asegurárselo a usted rió el joven mariscal. Y como sin darle importancia añadió —: Respecto a ese extraño planeta artificial que les ha traído… ¿no habría modo de apearlo de las nubes y hacerle tomar tierra?

—¿Por la fuerza quiere decir? —preguntó a su vez Ángel con tonillo ligeramente irónico.

—¡No, por Dios! Quiero decir…

—Sé lo que usted quiere decir, mariscal. Nuestro auto planeta puede bajar a la Tierra y bajará… cuando yo vaya allá personalmente a ordenarlo. Entre tanto convendría advertir a sus pilotos que no intentaran acercarse demasiado al auto planeta y mucho menos posarse sobre su anillo. He dejado órdenes de que se dispare contra todo avión que moleste al Rayo.

—Me pone usted en un conflicto, míster Aznar. Su auto planeta está en cielo americano, dentro de nuestra jurisdicción. He recibido orden del Estado Mayor General para buscar el medio de hacerle bajar.

—Lo siento por usted, mariscal. Nuestro Rayo es un mundo independiente, de nuestra única y exclusiva propiedad. Convendrá que lo haga saber usted a su Estado Mayor General. Estamos aquí como visitantes pacíficos. Si no se nos admite pueden decirlo y nos marcharemos con nuestro mundo a otra parte…

—¡Oh, no! ¡Nada de eso! —Protestó el mariscal—. Tenemos mucho gusto en tenerles entre nosotros. Precisamente el ministro de Defensa me ha rogado que les dé a ustedes la bienvenida en su nombre y en el del Gobierno de los Estados Unidos.

—Transmita usted nuestras gracias al ministro y a su Gobierno —repuso Harry Tierney.

—Podrán dárselas ustedes mismos. Creo que estará esperándoles en el hotel Central o que irá a visitarles esta misma noche —dijo el mariscal con visible contrariedad—. Y no les entretengo más. Pueden ustedes marcharse.

Nuestros amigos salieron del barracón. El mariscal les acompañó hasta uno de los ocho o diez automóviles que esperaban fuera. Eran coches eléctricos. En la Tierra, como en Ragol, la tracción mecánica corría a cargo de la electricidad que cada vehículo recibía por una antena convertida en ondas radio-eléctricas. Los automóviles parecían construidos de materiales plásticos y llevaban el emblema de las fuerzas aéreas norteamericanas en las portezuelas.

Se repartieron en dos coches y la caravana emprendió la marcha por una amplia y lisa autopista hacia la ciudad. Los precedían dos coches provistos de sirena con dos motoristas y les seguían todos los de más automóviles repletos de hombres vestidos de paisano.

—Coronel Peattie —dijo Ángel volviéndose hacia la joven—. Usted parece una buena muchacha. Díganos, ¿por qué tanta escolta? ¿Son policías todos esos hombres?

—Sí, son policías. Nos escoltan para que nadie les moleste ni hable con ustedes, ya oyeron cómo lo decía el mariscal Davies.

—¿Quiere decir que, prácticamente, somos sus prisioneros?

—En cierto modo… sí. La razón es obvia; el Estado Mayor General está profundamente interesado en el auto planeta de ustedes.

—Ya lo he advertido. Y siento desilusionarles a ustedes, coronel. No es posible construir otro auto planeta sin los maravillosos minerales de Ragol. Pueden mirar y remirar cuanto quieran a nuestro destructor. No le arrancarán su secreto porque no lo hay. Toda la fuerza y el poder de nuestros aparatos aéreos reside en el material de que están construidos.

—No tiene por qué esforzarse en hacérmelo comprender, míster Aznar. No soy yo quien da las órdenes aquí, sino el Estado Mayor General.

Miguel Ángel miró por la ventanilla porque acababan de entrar en la ciudad. Para entonces ya se había puesto el sol y empezaban a brillar los focos eléctricos. Hacía calor. Los pacíficos ciudadanos tomaban el fresco paseando a lo largo de los jardines y miraban con curiosidad el veloz paso de la caravana de automóviles que hacían sonar sus sirenas. Sobre los caballones de la ciudad podían verse gran número de terrazas donde la gente bailaba al son de invisibles orquestas o apuraba lentamente sus vasos de cerveza alrededor de los veladores. Era una versión totalmente distinta de la que nuestros amigos conservaban acerca del Paraíso, pero también aquí se respiraba la paz y el bienestar junto con la atmósfera del atardecer saturada del efluvio de los pinos y las flores.

Viendo a aquella gente divirtiéndose, Bárbara sintió la necesidad de apearse y apurar un vaso de cerveza.

—¿Puede hacerse? —preguntó míster Stefansson a Ina Peattie.

Ina tomó un radioteléfono y ordenó a los demás coches que se detuvieran. Echaron pie a tierra, ascendieron rodeados de policías por una de las escalinatas y se encaminaron hacia el bar de la terraza.

Los policías formaron un compacto cordón alrededor de nuestros amigos mientras éstos eran servidos por la amable Ina.

No había camareros allí. Uno tomaba su vaso de un montón limpio, iba al grifo que deseaba y se ponía lo que apetecía. Luego dejaba el vaso sucio en otro sitio, de donde lo tomaba una máquina para lavarlo con un líquido desinfectante y depositarlo ya limpio en el otro montón.

—Se está bien aquí —suspiró Bárbara respirando a pleno pulmón el aire embalsamado del anochecer.

—Sí —refunfuñó su marido mirando a la gente que bailaba antes y que ahora esperaba inmóvil a que les dejaran continuar—. Pero vámonos de aquí. Estamos molestando a esta gente y no me gusta que me miren como un bicho raro.

Bajaron las escaleras, subieron otra vez a los coches y reanudaron su veloz carrera a lo largo de una de las amplias avenidas. Un momento después se detenían ante una de aquellas sólidas y grises caperuzas de acero, entraban en ella y tomaban un ascensor que les dejaba en el trigésimo cuarto piso del hotel Central.

Capítulo 4.
¡Guerra!

L
as habitaciones que habían sido reservadas a nuestros amigos eran pequeñas, pero confortables. En ellas no faltaba ninguna comodidad ni detalle de buen gusto. Los camareros y las doncellas del hotel apenas si existían, pero había algunas muestras de ellos y vestían todos los tradicionales uniformes y los arcaicos fracs. El coronel Ina Peattie explicó a sus nuevos amigos que la servidumbre del hotel estaba integrada por individuos del Servicio Obligatorio del Trabajo y dependían, como todos los servicios, del Gobierno.

—En las casas particulares no hay criados —anunció—. Cada cual atiende a sus propias necesidades, las que no les resuelven las máquinas. La calefacción la proporciona el municipio, así como el aire acondicionado y la luz. Hay lavaderos para la ropa y cada cual lleva la suya hasta un punto designado, donde no tienen más que echarla al montón y volver por ella al cabo de una hora. Una máquina ha mirado sus marcas y se la entrega limpia, planchada y desinfectada. Máquinas tan útiles como éstas las encontrarán ustedes a diestra y siniestra, los almacenes proporcionan gratuitamente los alimentos, las ropas para vestir o para la cama, las bebidas con un porcentaje mínimo de alcohol, los medicamentos más usuales, libros, revistas, cigarrillos o relojes… En fin, todo cuanto se necesita para vivir cómodamente y no esté racionado.

—¿También se regalan automóviles? —preguntó George.

—Los automóviles y helicópteros sólo pueden utilizarse un número limitado de veces y son de propiedad del municipio.

Nuestros amigos se ocuparon en distribuirse a su gusto las habitaciones. Acababan de hacerlo cuando la coronela Ina Peattie entró en el departamento de Miguel Ángel y Bárbara anunciando que había llegado el ministro de Defensa acompañado de un general de tres estrellas. Les esperaban en el saloncillo de míster Louis Frederick Stefansson.

Dejando a su esposa en el departamento, Miguel Ángel: se trasladó al de míster Stefansson, donde le presentaron al ministro y al general Perry. Ya estaban allí míster Erich von Eicken, Harry Tierney y George Paiton. Los demás; miembros del grupo habían bajado al último piso para tomar un aperitivo con los policías que les escoltaban.

El ministro invitó a nuestros amigos a tomar asiento, hízolo él a su vez y empezó a hablar:

—Todos ustedes son norteamericanos, ¿verdad?

—Excepto míster Aznar, mi hija y yo —repuso von Eicken—. Mi hija y yo tomamos la nacionalidad americana en mil novecientos cuarenta y ocho; pero míster Aznar es español. Nosotros somos de origen alemán, y los demás americanos.

—Como es natural no quedan documentos comprobatorios de aquella época —dijo el ministro—. ¿Desean nacionalizarse ahora americanos?

—No tenemos prisa en hacerlo, señor ministro —aseguró el español.

—Tienen que hacerlo. No pueden ir por el mundo sin nacionalidad.

—¿Es tan importante?

—Mucho.

—Tenemos nuestro propio mundo allá arriba —sonrió Ángel señalando hacia el techo—. Con él podemos ir a cualquier parte. Tal vez nos convenga más irnos de este mundo que amenaza ruina y buscar otro planeta habitable donde podamos vivir en paz y sin la amenaza de una próxima destrucción.

—Precisamente he venido a hablar acerca de ese extraño mundo propiedad de ustedes. Según los cálculos de nuestros astrónomos ese pequeño planeta, para sostenerse a la altura que está, debería dar una vuelta completa a la Tierra en algo más de cuatro horas. Su posición fija en el firmamento sobre los Estados Unidos indica de por sí que no está sometido a la fuerza de atracción de la Tierra. Esto es algo nunca visto en el mundo. Hace siglos que bregamos por encontrar un material que no se deje atraer por la gravitación de las masas. ¿Cómo lo consiguieron ustedes?

Míster von Eicken explicó al ministro y al general Perry lo que anteriormente relataran a Ina Peattie. Esto es, que aquel mineral maravilloso sólo podría hallarse en el planeta Ragol o en algún otro de constitución semejante. Que no fueron ellos quienes lo descubrieron, sino los hombres de raza azul que habitan el lejano Ragol, y que Ragol era un planeta que gravitaba a enormes distancias del sistema planetario solar y era muy difícil encontrarlo de nuevo.

—¿No creen en la posibilidad de elaborar un material semejante analizando el que sostiene a su auto planeta, profesor Eicken? —Preguntó el ministro—. Me refiero a elaborarlo con productos de este planeta, naturalmente.

—Es muy improbable.

—Pero no imposible, ¿verdad? —preguntó el ministro con ansiedad.

—La experiencia me ha demostrado que nada hay imposible en la naturaleza —repuso el sabio alemán con cautela.

—¿Estarían ustedes dispuestos a trabajar para los Estados Unidos en la búsqueda de una aleación que reuniera las mismas propiedades que la del auto planeta? Les ofrecemos toda clase de facilidades, pondremos a sus órdenes a todo un ejército de sabios y los mejores laboratorios del mundo. Tendrán ustedes todo cuanto puedan ambicionar.

Nada necesitamos ni nada queremos, excepto poder vivir en paz.

—¡Paz! —exclamó el general Perry—. ¿Ha dicho PAZ?

Pues bien, amigos míos, la paz del mundo depende tal vez de lo que ustedes quieran o puedan hacer. Si nosotros fuéramos capaces de arrancarle el secreto de su auto planeta, si los Estados Unidos tuvieran una poderosa flota aérea compuesta de acorazados superpesados como ese maravilloso auto planeta, el Imperio Asiático sería derrotado y fraccionado de modo que nunca más pudiera hacer armas contra el mundo Occidental. Solamente así sería posible la paz.

—¿Por qué? —Preguntó míster Stefansson—. ¿Tan importante es para las guerras actuales disponer de aparatos que se sostengan en el aire como nuestro Rayo? —Se lo voy a decir a usted en dos palabras— dijo el militar con la cara roja de excitación—. Apenas salieron ustedes de la base Este, nuestros técnicos, que ya estaban preparados, se arrojaron sobre el destructor que les apeó de las nubes y examinaron a conciencia el aparato.

—Me figuré que lo harían —dijo el sabio con una sonrisa de conejo.

—Ustedes no se molestaron en cerrar la escotilla de su aeronave, de modo que nuestros técnicos pudieron entrar en la cámara de derrota y curiosear a placer. Hicieron dos descubrimientos sorprendentes. Primero: el casco de su aeronave está hecho de un metal increíblemente pesado y tenaz. Inducido por una corriente eléctrica, ese metal parece poseer la curiosa propiedad de repeler la fuerza de atracción de la Tierra. A mayor intensidad de la corriente eléctrica empieza por hacerse cada vez más ligero, y acaba elevándose en el aire como un globo lleno de helio o de hidrógeno. Más sorprendente, o casi tan sorprendente, resultó comprobar que, sometido a los Rayos «Z», el casco de su aeronave conservaba su cohesión.

Míster Louis Frederick Stefansson sostuvo la mirada del general sin pestañear.

—¿Qué clase de rayos son ésos?

—Se trata de un arma evolucionada a partir del rayo láser. Como usted debe saber, el rayo láser es un chorro de fotones excitados eléctricamente, que desarrollan un gran poder de penetración lumínico, al propio tiempo que desarrollan calor. Cuando un rayo «Z» toca un metal, somete a éste a un bombardeo muy intenso de electrones, que actúan a modo de un martillo golpeando el metal varios millones de veces por segundo. El metal bajo los rayos «Z» se calienta, pero este calores un efecto secundario de la tremenda vibración a que está siendo sometido. En realidad lo que hacen los rayos «Z» es romper la cohesión de la materia, dispersando sus átomos antes de que la pieza de metal llegue a fundirse. Esta es el arma de combate actualmente utilizada en los combates aéreos. Un arma terrible y a la que, no obstante, su aeronave de ustedes es invulnerable.

—Conocemos los rayos Z —aseguró el profesor—. Nosotros los conocemos por «rayos ígneos» y los llevamos tanto en el auto planeta como en los destructores y los cazas de combate.

Si usted conoce la propiedad de los rayos «Z», tanto mejor. Sabrá así que una coraza que resista durante diez minutos la caricia de los rayos «Z» es en la práctica una coraza invencible. Con la velocidad que desarrollan los actuales aviones, un aparato raramente se encuentra más de diez segundos al alcance de un proyector «Z». Sabrá también que el alcance y la fuerza de penetración de los rayos «Z» dependen de la potencia del generador eléctrico que los produzca. Una batería de rayos «Z» situada en tierra alcanza hasta quinientas millas o más, según el tamaño y potencia de la pila atómica que la alimente. Esta propiedad de los rayos «Z» a dispersarse a cierta distancia, hace que los aparatos aéreos no puedan llevar consigo proyectores o cañones «Z» de mucho alcance. La imposibilidad reside en el tamaño y peso de los generadores atómicos. Todavía nuestros aparatos luchan con el tremendo inconveniente de la fuerza de atracción de la Tierra para elevarse. Cuanto más grande es un bombardero, más voluminosos y pesados son sus motores, pues ha de desarrollar una colosal potencia para vencer la fuerza de gravedad al elevarse y luego no menos fuerza para aterrizar. Esto limita la potencia de las pilas atómicas. Una batería de rayos «Z» montada sobre un bombardero pesado no alcanza más de ciento cincuenta millas.

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