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Authors: George H. White

Tags: #Ciencia ficción

La horda amarilla (8 page)

BOOK: La horda amarilla
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—Comprendido. Creo que tendremos que trasladarnos allá y ayudar a contener al enemigo.

—Ese astuto Tarjas-Kan nos ha jugado otra de sus tretas. Nos obliga a acudir a toda prisa hasta Alaska, nos da allí la gran batalla y luego dirige el ataque contra nuestro propio corazón.

—¿Quién es ese Tarjas-Kan? —preguntó Ángel.

—Es el caudillo amarillo, el emperador de todos los imperios asiáticos. Hace cincuenta años trepó hasta el mando supremo del Asia por el medio expeditivo de ir cortando cabezas. El pueblo asiático le mira con terror y adoración. Algunos le consideran el Anticristo, cuya aparición, según los Evangelios, precederá al fin del mundo.

—Bueno, ya me hablará más tarde de él. Corra ahora a comunicar al Estado Mayor General norteamericano que tomamos parte en la guerra. No olvide de advertir a sus superiores que, si bien vamos a ayudarles cuanto podamos, nos reservamos el derecho de actuar dónde y cuándo consideremos conveniente. Aceptaremos el consejo del Estado Mayor, pero en último extremo decidiremos por cuenta propia lo que debemos de hacer.

—Al Estado Mayor no va a gustarle esta modalidad de aliado.

—Puede elegir entre ésa o ninguna —cortó secamente Ángel.

La coronela hizo una mueca y se encaminó hacia donde estaban Richard Balmer y el profesor Stefansson ante la emisora de radio. Se hallaban todos en la sala de control, reunidos en torno al tornavoz de un aparato de radio.

—¡Atención, radioescuchas norteamericanos! —Bramó una voz jubilosa del aparato de radio—. La Federación Ibérica recibió esta mañana, a las diez horas, una nota de Tarjas-Kan, donde el caudillo asiático prometía la paz al bloque hispano si este se mantenía dentro de la más estricta neutralidad. La Federación Ibérica acaba de responder a la falaz nota de Tarjas-Kan lanzando un ataque fulminante sobre la antigua Europa Central y rebasando con incontenible ímpetu la frontera de los Pirineos. La vieja estratagema de Tarjas-Kan: «divide y vencerás», no ha surtido efecto esta vez. La Federación Ibérica sabe que, vencidos los Estados Unidos, los ejércitos del Imperio Asiático se lanzarían a continuación sobre España y los países del otro lado del Atlántico. Consciente de que en esta colosal partida se juega la cristiandad valores tan diferentes como el ser o dejar de ser, el presidente de la Federación Ibérica no ha vacilado en dar la orden de asalto a sus ejércitos al tiempo que anunciaba solemnemente la Cruzada contra el Anticristo Tarjas-Kan.

Ina Peattie, con el rostro vuelto hacia el español, le sonrió como diciendo: "Somos aliados y estamos embarcados en la misma balsa. Unidos venceremos. “Luego se inclinó sobre el micrófono y transmitió al Estado Mayor General el recado de Miguel Ángel Aznar. Estuvo un largo rato hablando y luego volvió a reunirse con el Estado Mayor del auto planeta Rayo.

—¿Qué ha contestado el Estado Mayor General? —preguntó Thomas.

—Ha insistido en que deben ustedes someterse a las órdenes del Estado Mayor. Al decirles yo que la condición de total autonomía era indispensable han respondido que hicieran «lo que les diera la realísima gana». Se ve que no estiman de gran peso la cooperación de ustedes, pero es que yo no me he atrevido a darles la lista de los elementos de combate del Rayo por temor a que el enemigo estuviera a la escucha y tomara buena nota de lo que hablábamos.

—¿Les ha descrito el emblema de nuestros aparatos? ¿Y nuestra identificación electrónica?

—Sí. Me han contestado que la harán saber a todos los pilotos norteamericanos para que no disparen contra ustedes.

—Con eso basta. Profesor Eicken, ¿ha llamado a los comandantes de navío?

—Ahora bajan —anunció Edgar Ley señalando hacia los ascensores.

En efecto, cuarenta hombres de piel azul, vestidos con una especie de malla metálica y llevando bajo el brazo sus escafandras de acero, entraron capitaneados por Arxis y formaron en círculo alrededor de Miguel Ángel Aznar y de la gran mesa central, sobre la que el español había extendido un mapa de América del Norte.

Con el extremo de un lapicero, Ángel fue señalando sobre el mapa la zona de operaciones entre los grandes lagos americanos y la bahía de Hudson, en cuyo extremo inferior se abría la bahía James, donde habían establecido su cabeza de puente los ejércitos invasores. A continuación hizo que Richard Balmer reprodujera en un aparato de radio-radar la contraseña de los aparatos norteamericanos.

—Cada uno de vosotros mandará un destructor con tripulación de hombres mecánicos, a los que indicaréis la contraseña que acabo de reproducir. Yo asumiré el mando de los destructores. Volaremos formando un círculo cerrado con quinientos metros de separación entre cada aparato. George irá al mando de una escuadrilla de aparatos de caza que cubrirá el techo por arriba y Thomas comandará una segunda escuadrilla por debajo de nosotros. Altura de vuelo, seiscientas millas. Velocidad, cuatro millas por segundo. Las demás órdenes os las daré personalmente por radio. En caso de que mi aparato fuera derribado, el capitán Arxis asumirá el mando de los destructores. Todas las ventajas están de nuestra parte, porque los cañones de nuestros cazas tienen el mismo alcance que los bombarderos pesados enemigos y los cañones de nuestros destructores estarán disparando contra los cruceros enemigos cuando todavía estemos fuera del alcance de éstos. Nada más. Ahora subamos al hangar.

Los saissais desfilaron hacia los ascensores. Ángel quedó rezagado para recomendar a Richard Balmer que no dejara de estar en contacto con la flota de combate y tranquilizar a Bárbara. Esta, sin embargo, le siguió hasta el piso superior del auto planeta. En la enorme plaza, entre los cuatro esbeltos «rascacielos», estaban correctamente formados ciento ochenta hombres mecánicos. George Paiton les repetía en lengua Saissai las órdenes dadas por Ángel y con un receptor portable reproducía el pitido que había de servirles para identificar a los aviones aliados, contra quienes no debían de disparar.

Ina Peattie tocó ligeramente en el brazo a Ángel y preguntó:

—¿Qué hace míster Paiton?

—Ya lo ve. Da instrucciones grabando en esos cerebros electrónicos las señales de identificación.

—¿Serán capaces de comprender lo que les dicen?

—¡Ya lo creo! Todavía retendrán en su memoria esos sonidos cuando usted y yo los hayamos olvidado. Y no hay cuidado de que se equivoquen ni las confundan con otras parecidas. Piensan y actúan con la rapidez del rayo y con la serenidad y exactitud que sólo cabe en una máquina.

—Me gustaría verlos en combate. ¿Puedo acompañar a las escuadras de caza?

—Si quiere tomar parte en el combate lo hará desde mi destructor, donde el riesgo es menor y donde podrá sernos de más utilidad aconsejándome.

George acababa de dar sus instrucciones. A continuación tomó una lista y fue gritando números. Cada «robot» salía de la fila y marchaba hacia los ascensores que conducían al anillo inferior del auto planeta, donde estaban las «zapatillas volantes». Una vez abajo, cada «robot» ocuparía sin vacilación el aparato que, por número, le correspondía tripular. En el entretanto, Ángel se despidió de su intranquila esposa asegurándole que apenas si iba a correr riesgo, la besó en la mejilla e hizo una seña a Ina Peattie para que le siguiera.

Cruzaron la plaza, donde ya quedaban muy pocos «robots», y se encaminaron hacia uno de los esbeltos destructores de setenta metros de largo. Los comandantes de los otros aparatos iban de un lado a otro en busca de sus destructores.

Una vez arriba, Ángel cerró la portezuela echando los sólidos cerrojos de seguridad e hizo seña a la coronela para que le acompañara a lo largo de un angosto corredor hasta la cabina de mando. Esta, al igual de los antiguos submarinos terrestres, estaba situada en una torrecilla que sobresalía sobre el casco del navío. Sentados en los dos sillones de los pilotos había dos hombres mecánicos. Miguel Ángel fue derecho hasta un cuadro de interruptores. Primero empujó el que ponía en marcha los generadores atómicos y a continuación el que interrumpía la emisión de ondas eléctricas. Inmediatamente los muñecos de acero se movieron casi imperceptiblemente, indicando con ello que acababan de captar las ondas y estaban «vivos».

El español empezó a dictar secas órdenes como si fuera el capitán de un antiguo barco de guerra. Los dos pilotos obedecían cada orden con rapidez y precisión maravillosa. El destructor evolucionó sobre las ruedas de su tren de aterrizaje escamoteable y entró dócilmente en una de las cuatro cámaras neumáticas que en direcciones opuestas rodeaban el anillo del auto planeta.

En dos minutos estuvieron fuera, esperando a quinientos metros de distancia que salieran los demás navíos de la escuadra. Estos estaban despegando con ritmo y rapidez. Del anillo inferior, que rodeaba al auto planeta por debajo del grande, salían como disparadas por catapulta un chorro continuo de aquellas aerodinámicas y originales «zapatillas volantes» que tanto admiraban a la coronela Ina Peattie.

Doce minutos invirtieron en despegar todos los aparatos y entrar en formación dibujando una gran rueda de destructores con un enjambre de cazas por arriba y otro igual por debajo.

Del Rayo llegó la voz de Richard Balmer anunciando:

—¡Listos! ¡Todos fuera! ¡Buena suerte!

—¡Adelante! —ordenó Ángel por el micrófono.

La escuadra se puso en movimiento formando un bloque y se lanzó en picado hacia el Norte. Miguel Ángel hizo una seña a Ina Peattie para que le siguiera y fue a ocupar un puesto junto a la mesa circular de metro y medio de diámetro que se alzaba en el centro de la cabina.

—Naturalmente —dijo el español—. No habrá posibilidad de localizar al enemigo por radar.

—No. Hace siglos que se inventó la forma de hacer a los aviones «transparentes» electrónicamente. Desde entonces venimos desarrollando una apasionada batalla para localizar al enemigo por medio de las ondas y hacernos nosotros «invisibles». Hemos llegado a un equilibrio tan perfecto que en la actualidad tenemos que acudir a los primitivos sistemas ópticos. Hemos desarrollado la técnica visual hasta un grado extraordinario y cada uno de nuestros aparatos va provisto de un telémetro de quinientos aumentos.

—Nuestros, telescopios les aventajan en el doble —aseguró Ángel. Y tomando unos auriculares se los encasquetó invitando a la coronela a hacer lo mismo con otro par que le ofreció. El español llamó al resto de la formación anunciando—: Los aparatos del enemigo también son electrónicamente invisibles. Para localizarlos hemos de utilizar los telémetros. Corto.

Acto seguido alzó la mano hasta una especie de proyector suspendido sobre la mesa y tiró de un cordón. Se oyó un «clic» metálico y el proyector arrojó un haz de brillante luz sobre la mesa. Luego apagó las luces del interior de la cabina, con lo cual las imágenes proyectadas sobre la mesa adquirieron extraordinaria nitidez. El tablero de la mesa estaba cuadriculado por finos trazos oscuros numerados. Según Ángel explicó a Ina Peattie, este retículo servía para dirigir el tiro de los proyectores de rayos «Z» y de los cañones que disparaban misiles atómicos.

Lo primero que vieron por aquella gran pupila luminosa fue el combado horizonte cubierto de densas nubes y la lámina azul del lago Erie. Ángel apretó un botón y empezaron a desfilar sobre la mesa las imágenes que rodeaban al destructor. Los destructores de retaguardia se vetan tan próximos que su emblema —un rayo y una flecha cruzados— no cabían dentro del tablero de la mesa. Por encima del aparato más rezagado pudieron ver una densa formación de aparatos norteamericanos que acudía al campo de batalla.

Al volar sobre el lago Erie vieron a una formación de cinco mil aparatos o quizás más que se elevaba ganando altura y situándose a la izquierda de los destructores. Los que venían detrás les alcanzaron y fueron a situarse a la derecha, formando así una línea compacta que cubría la bóveda cenital de extremo a extremo del horizonte.

Unos doce mil aviones, entre bombarderos acorazados y cazas volaban hacia el Norte en busca del odiado enemigo, y todavía se les unieron unos mil aviones más al sobrevolar el lago Hurón. Hasta los auriculares que oprimían los oídos de Miguel Ángel llegaba el incesante pitido del Morse, y la cháchara de los comandantes de escuadrilla comentando la presencia, entre ellos, de aquella formación de extraños aparatos.

Los extraños aparatos eran, naturalmente, los destructores tipo Diana y las pintorescas «zapatillas volantes» del auto planeta Rayo. En realidad, las ciento ochenta «zapatillas» y los cuarenta y dos destructores eran apenas una mota entre aquella imponente masa de trece mil o catorce mil aviones americanos. Por arriba, por abajo, a la derecha y la izquierda, en cuanto alcanzaba la vista, sólo se veían puntos plateados brillando al sol de la tarde.

Acababan dé dejar a sus espaldas el lago Hurón y ya se apreciaban considerablemente cerca las gigantescas columnas de humo, cuando sobre el horizonte asomó una densa formación de aparatos enemigos. Eran como puntos relampagueando al sol.

—¡Son los asiáticos! —exclamó Ina Peattie.

Los insignificantes puntos pronto fueron las proas afiladas de unos aviones. Eran tantos que Miguel Ángel sintió helársele la sangre en las venas. Todo el cielo aparecía cubierto por aquellos aviones que se acercaban con asombrosa rapidez. Se oyó la señal de alarma de la formación americana:

—¡Enemigo a la vista por proa!

La charla de los comandantes se interrumpió de golpe. Ángel se precipitó hacia el cuadro de mandos contiguo y pulsó los botones que ponían en acción a los artilleros automáticos. Aunque el enemigo se encontraba todavía fuera del alcance de los cañones «Z» americanos, acababan de entrar en el radio de acción de los cañones de los destructores tipo Diana. Los artilleros automáticos dé proa resolvieron en un segundo el cálculo matemático de la distancia y la situación del enemigo y empezaron a disparar.

El enemigo se encontraba en este momento a quinientas millas de distancia, pero sobre la mesa aparecía como a media milla. Por lo tanto, le fue permitido a Ina Peattie apreciar con toda precisión el destructor efecto de los disparos propios contra la formación amarilla. Primero se iluminaban con un vivo destello azul, luego ya no volvían a verse. Parecía como si una esponja invisible pasara sobre la mesa borrando al enemigo con rapidez maravillosa.

Era fácil de comprender que los demás destructores habían abierto a su vez el fuego, pues la hecatombe de aparatos derribados no podía atribuirse exclusivamente al destructor España, que era el que ocupaba Miguel Ángel Aznar. Este comprendió inmediatamente lo que iba a ocurrir.

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