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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

La Iguana (17 page)

BOOK: La Iguana
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Años rumiando su soledad y su angustia en la proa de un barco, soportando los embates del mar, la lluvia, el viento o un sol implacable, a la espera siempre de una voz amiga, un gesto amable o un atisbo de justicia por parte de quienes se negaban a aceptar que no tenía la culpa de haber nacido contrahecho. Y años de compartir esa misma soledad con las bestias de un peñasco rocoso.

Y ahora, súbitamente, descubría que todo era sencillo, y había bastado con intercambiar el papel de víctima por el de verdugo.

A la crueldad había que responder con sadismo; a la injusticia con tiranía, y a los azotes con asesinatos. El resultado a la vista estaba: había pasado de ser
la Iguana Oberlus
, un monstruoso arponero, hijo del Averno, a Oberlus, rey de Hood, y tal vez, algún día, rey de Las Galápagos.

Ya no necesitaba excusarse por su aspecto y su presencia, ni pasar las noches en vela ofreciendo sacrificios a Elegbá para que le cambiase las facciones. La puta diosa negra podía pudrirse en sus hediondos pantanos dahomeyanos, porque ya él, Oberlus, jamás pediría nada a nadie. Ni siquiera a los dioses.

Lo que deseaba, lo tomaba por la fuerza, y a quien se le oponía, lo aniquilaba.

Y así el mundo entendía.

Tumbado en su roca, paseaba el catalejo sobre la isla y distinguía a sus súbditos, doblado el espinazo, afanados en trabajar doce horas diarias sin pronunciar palabra ni dejar escapar una queja. Disciplinados y sumisos, ni siquiera se atrevían a alzar el rostro hacia donde él se encontraba por miedo a que pudiera estar enfocándoles en ese instante. Incluso para hacer sus necesidades tenían que darse prisa y mantenerse bien visibles, porque sabían que —de ocultarse— su «rey» era muy capaz de descender de su trono y azotarles.

Cada tres días revisaba con sumo cuidado sus cadenas, advirtiéndoles que, quien pretendiera librarse de ellas, estaba condenado a una pena que iba, desde perder un pie, a la ejecución inmediata.

Y sabían que lo haría.

Su crueldad y su indiferencia ante el dolor ajeno había alcanzado las más altas cotas de lo infrahumano, y podía asegurarse que —sin disfrutar por ello— tampoco experimentaba el más leve síntoma de compasión cuando aplicaba, o hacía aplicar, aquellos refinados castigos a los que tan a menudo echaba mano para mantener la disciplina.

Esa disciplina era lo único que parecía importarle, y se comportaba como una máquina de guerra que lo arrasara todo a su paso con tal de alcanzar sus objetivos.

Aquellos hombres, aquellas bestias, o aquellas cosas, que poco le importaba la diferencia, eran «suyas», y únicamente tenían razón de ser en cuanto a que le fueran o no de utilidad.

De igual modo, la mujer que mantenía encerrada en la cueva constituía tan sólo un objeto para su disfrute personal —como
El Quijote o La Odisea
—, y así como a nadie se le ocurriría escandalizarse en exceso porque alguien arrancase una página a un libro, tampoco él se escandalizaría si un día se le antojaba arrancarle un dedo a su cautiva.

Le gustaba morderla y golpearla, en todas partes excepto en el rostro y contemplaba satisfecho las huellas de sus dientes o sus manos, no por sadismo, sino por el hecho de que encontrar las marcas sobre su cuerpo confirmaba la indiscutibilidad de su propiedad sobre ella.

Carmen de Ibarra, por su parte, soportaba estoicamente tales castigos, las continuas violaciones e incluso que la sodomizara manteniéndole la cabeza clavada contra el suelo, como si con ello estuviera pagando una larga lista de cuentas pendientes.

A menudo perdía el conocimiento por el dolor o por el asco que sentía, aunque, a decir verdad, la mayor parte del tiempo permanecía como sonámbula, fuera de la realidad o, más exactamente aún, confundiendo la realidad con la fantasía.

Pero un día, cumplida ya la tercera semana de cautiverio, se sorprendió a sí misma, y sorprendió a su violador con un largo y desesperado alarido, que no era de dolor, ni aun siquiera de asco, sino el grito incontenible que acompañaba al más profundo, intenso, desconcertante y prolongado orgasmo que había experimentado a todo lo largo de su vida.

Fue como si un rayo le hubiese penetrado de improviso por la base del cráneo para descender ardiente como plomo derretido a todo lo largo de su columna vertebral, abrasarle los riñones, estallar durante un tiempo inconcebiblemente largo en la vagina, y escapar luego por el inmenso pene que la penetraba una y otra vez, incansable; un pene que más se le antojaba un gran hierro al rojo, que la parte viva dc un ser humano.

Gamboa, João Bautista de Gamboa y Costa, ex primer piloto del Río Branco, consideró que había llegado el momento de moverse.

Sin razón aparente, y desde el día en que encontrándose atado y amordazado en el fondo de una cueva, le alarmó el repetido retumbar de los cañones, su captor,
la Iguana Oberlus
, parecía haber aflojado de forma notable su férrea vigilancia.

Pasaba ahora mucho menos tiempo en lo alto de la roca del acantilado, y por dos veces, se había retrasado en su rito de inspeccionar las cadenas cada tercer día.

Incluso el mestizo Mendoza parecía mostrarse consciente de tal cambio en el comportamiento de su amo, y aunque continuaba sin confiarse, manteniéndose siempre a la distancia reglamentada y procurando no cruzar con el portugués más palabras que las estrictamente necesarias, había «algo» indefinible en su actitud y en el ambiente del islote en general, que alentaba Gamboa.

El chileno odiaba a Oberlus y tenía tantas o más ganas que el piloto de saberle muerto, pero éste no se decidía a confiar en él, ni aun a hacerle partícipe de sus intenciones.

En realidad, no deseaba su ayuda, y le bastaba con que, llegado el momento, se mantuviera al margen de la contienda, sin tomar partido.

Dejó pasar por tanto otra semana; comprobó que
la Iguana
continuaba pasando más tiempo en su escondite que en la roca, y una tarde en la que negras nubes que llegaban del oeste hacían presagiar una ruidosa noche de tormenta, decidió actuar.

La niebla cubrió la isla media hora antes de anochecer, y con las primeras sombras, una cortina de agua, acompañada de relámpagos y retumbar de truenos se abatió sobre él.

La llegada de las tinieblas le sorprendió sentado sobre la roca que había elegido, golpeando con grandes piedras que había seleccionado y amontonado día a día, pacientemente, la gruesa cadena que unía sus pies.

Llovió torrencialmente, con estruendo, empapándole y mezclándose con el sudor que corría a chorros por su espalda, y aunque de tanto en tanto se detenía a escuchar, abrigaba la casi absoluta certeza de que, con aquel endiablado tiempo, ni siquiera el hijo del demonio se decidiría a abandonar su acogedor refugio.

Pero a las cuatro horas de luchar, golpe tras golpe, machacando la cadena, le asaltó el desaliento. Seis piedras había partido ya, hechas añicos, y las manos le sangraban, destrozadas, pero el eslabón que había elegido, del grosor de un dedo de la mano, apenas si presentaba un leve aplastamiento.

El hierro se había calentado, pero aun así, nada hacía presagiar que el metal acabara por ceder pese a que insistiera en el esfuerzo.

Decidió tomarse un descanso y fue entonces cuando advirtió que estaba tiritando, y el agua le había calado hasta los huesos. Se dejó resbalar, hasta quedar sentado en la tierra empapada, con la espalda apoyada en la roca, recostó en ella la cabeza, y por unos instantes permitió que gruesas lágrimas inundaran sus ojos compadeciéndose de sí mismo.

Había contravenido la ley. Había atentado contra la integridad de su cadena intentando cortarla, y le constaba que el castigo sería brutal, ya que su verdugo aguardaba desde mucho tiempo atrás a que diera un paso en falso para dejar caer sobre su cabeza todo el rigor de «su» justicia.

Desde que descargara el primer golpe no existía posibilidad alguna de volver atrás, y sus opciones se limitaban a acabar con la bestia o dejarse aniquilar por ella. Se concedió, por tanto, media hora de reposo, y reanudo la tarea pese a que los brazos le dolían terriblemente y el simple hecho de alzar una piedra de no más de dos kilos se le antojaba un esfuerzo sobre humano…

La abatía una y otra vez, con obsesiva insistencia, casi como un autómata, mordiéndose los labios para contener sus ansias de gritar de dolor, porque las manos, despellejadas, convertidas en auténticas llagas sanguinolentas, parecían negarse a continuar obedeciendo a unos dedos entumecidos y tumefactos, incapaces de sujetar nada con firmeza.

Hora tras hora, golpe tras golpe hasta quedar dormido bajo la lluvia, y despertar de nuevo, sobresaltado por un trueno o por su propio pánico, para girar la vista a su alrededor en espera de la temida y odiada presencia de su captor.

Luego, cuando no faltarían más de tres horas para el amanecer la noche quedó en calma, y advirtió, espantado, que los golpes resonaban estruendosos en el silencio del islote, cuyas rocas parecían devolver, centuplicados, sus mil ecos.

Pero el eslabón aparecía a esas alturas terriblemente machacado y sabía que no podía detenerse. Se rasgó el pantalón y se envolvió las manos con los jirones, reanudando sus esfuerzos pese a que cada brazo le pesaba como si fuera de plomo.

Y rompió sus cadenas.

Desconfiaba de conseguirlo y continuaba intentándolo por pura inercia, cuando, de improviso, advirtió que había cedido, y comprobó, asombrado, que el eslabón se partía en dos y podía avanzar ahora sin tener que hacerlo casi a saltos o sin miedo a caer de bruces en cuanto intentara un paso demasiado largo.

Se tomó un corto descanso para disfrutar de aquél, su primer triunfo en mucho tiempo, y luego, pesadamente, se encaminó al escondite en el que había ido ocultando parte de los víveres que le correspondían y un hacha rudimentaria fabricada con el mango de un viejo azadón, gruesas tiras de piel de iguana, y una ancha y pesada piedra que había ido afilando pacientemente durante horas robadas al sueño.

Utilizó otras tiras de piel, sobrantes, para sujetarse los restos de las cadenas a los tobillos evitando que tintineasen o le molestasen al andar, y se deslizó por último, sigilosamente, hacia la costa de poniente, la más agreste de la isla.

Bebió de un charco hasta saciarse, llenó hasta los bordes una diminuta calabaza seca, que era el único objeto que Oberlus les permitía poseer, se introdujo en el mar, y vadeando con el agua al pecho, tropezando y cayendo, pero esforzándose por no soltar nunca ni el hacha ni la calabaza, avanzó muy despacio hacia el sudoeste, hacia el pie del acantilado.

Pronto comenzaría a amanecer.

Una hora más tarde
la Iguana Oberlus
abrió los ojos, abandonó el jergón en que dormía, en el fondo de la cueva, a poco más de dos metros del punto límite a que llegaba la cadena de
Niña Carmen
, y la contempló, desnuda como estaba, abierta de piernas y aún dormida, exactamente en la misma posición en que la dejó la noche antes, cuando concluyó de hacerle el amor.

Sin permitirle siquiera abrir los ojos la poseyó de nuevo, ella tuvo su orgasmo entre sueños y se quedó muy quieta, mientras Oberlus se introducía en unos rojos pantalones demasiado anchos, cruzaba al cinto sus dos pesados pistolones, y salía tomando el catalejo y el machete.

Trepó a la cima, se instaló en su atalaya, y oteó el mar, cerciorándose de que no se distinguía señal alguna de navío en el horizonte.

Ya no aguardaba, ansioso, la presencia de una vela en la distancia. Ahora no necesitaba más que lo que tenía, y hubiera deseado que ningún otro barco recalase jamás en «sus aguas». Cinco súbditos, una mujer, y abundante existencia de víveres, pólvora, ron y libros era cuanto precisaba para sentirse feliz y satisfecho, y odiaba la idea de tener que convocar una vez más a sus esclavos, amordazarlos, esconderlos y pasar luego largas horas inquieto por la posibilidad de que los intrusos descubrieran que en algunas zonas de la isla existían bancales de cultivo, árboles frutales, aljibes y huellas inequívocas de que aquella roca en apariencia solitaria estaba poblada por seres humanos.

Despejado el horizonte, dedicó la atención a sus cautivos que tenían la obligación de estar trabajando desde el alba, y advirtió al instante, la desaparición del piloto portugués.

Lo buscó con el catalejo, a todo lo largo y lo ancho de la zona que le había asignado, pero no necesitó mucho tiempo par convencerse de que, lo que siempre había supuesto, acababa d ocurrir.

No le tomaba por sorpresa, y casi le alegraba el hecho de que a fin se hubiera decidido a dar el paso, porque le hubiera molestado equivocarse con respecto a Gamboa, su mentalidad, y su futuro forma de actuar.

Se cercioro de que los otros cautivos se mantenían en sus puestos, tranquilos y ajenos a la desaparición de su compañero comprobó que las pistolas estaban cargadas, empuñó decidido el afilado machete y emprendió el descenso, colina abajo, espantando a su paso a las colonias de albatros gigantes.

Cauteloso, atento a las emboscadas o a cualquier tipo de trampa, inspeccionó con suma atención la parcela de la isla de la que faltaba Gamboa, y descubrió la roca que utilizara como yunque, las destrozadas piedras el roto eslabón.

No necesitó mucho más para hacerse una idea de lo que había ocurrido. Su enemigo disfrutaba ahora de una cierta libertad de movimientos, probablemente se había agenciado algún tipo de arma, y se escondía en cualquier rincón del islote, dispuesto a caer sorpresivamente sobre él.

También podría ocurrir, y en eso estribaba quizás el mayor riesgo, que la intención del portugués fuera la de mantenerse oculto hasta la llegada de un barco, mostrarse sólo entonces y conseguir, con ayuda de su tripulación, dar una batida, descubrir su escondite y destruirle.

No le quedaba por tanto más remedio que buscarle dondequiera que se ocultase y acabar con él.

Su primer paso fue ocultar convenientemente maniatados a los restantes cautivos, y aunque en aquella ocasión no los amordazó, advertencia fue suficientemente explícita:

—No estaré lejos… —dijo—. Y si os oigo, vendré y os cortaré dos dedos a cada uno, sin importarme quién haya gritado…

Camufló con el cuidado de siempre la puerta de la cueva que comenzó, paciente y metódico, la búsqueda del piloto portugués.

Gamboa, João Bautista de Gamboa y Costa, ex primer piloto del
Río Branco
, encontró refugio bajo el saliente de una laja de roca, donde, acostado y pegado a ella, resultaba por completo invisible desde tierra, incluso para quien pasara a un metro sobre su cabeza.

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