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Authors: Daniel Goleman

Tags: #Ciencia, Psicología

La inteligencia emocional (17 page)

BOOK: La inteligencia emocional
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Asimismo, cuando las palabras problemáticas se presentaban de tal modo que eran captadas fundamentalmente por el hemisferio cerebral derecho, se producía una demora en la respuesta de las personas impasibles. En cambio, no había ningún intervalo apreciable en la velocidad de asociación frente a las palabras neutras, y el retraso sólo aparecía cuando las palabras se presentaban ante el hemisferio derecho, pero no ante el izquierdo. Dicho de otro modo, la impasibilidad parece originarse en un mecanismo neural que lentifica o interfiere con el flujo de información perturbadora. Ello significaría que tales personas no están fingiendo una falta de conciencia ante la angustia que puedan sentir, sino que es su mismo cerebro el que les mantiene alejados de esta clase de información. Para ser más exactos, el barniz de sentimientos positivos que encubre las percepciones amenazantes bien podría originarse en la actividad del lóbulo prefrontal izquierdo. Para mayor sorpresa, cuando Davidson cuantificó los niveles de actividad de los lóbulos prefrontales, quedó patente un marcado predominio de la actividad del lóbulo izquierdo (el centro del bienestar) y un descenso en la actividad del lóbulo derecho (el centro del malestar).

Según me comentaba Davidson, estas personas «se ven a sí mismas desde una perspectiva positiva, con un estado de ánimo teñido de optimismo, niegan que el estrés les cause ningún trastorno y muestran una pauta de activación frontal del lóbulo izquierdo cuando están descansando, lo que suele estar ligado a la aparición de sentimientos positivos. Este tipo de actividad cerebral podría ser la clave que explicara su pretendido optimismo a pesar de la existencia de una excitación fisiológica subyacente muy semejante a la angustia». Davidson sostiene que, en términos de actividad cerebral, el intento de experimentar continuamente los acontecimientos perturbadores bajo una luz positiva exige un gasto enorme de energía. Así pues, el aumento de la activación fisiológica podría estar originado en el sostenido intento por parte del circuito neurológico, tanto de mantener los sentimientos positivos a cualquier precio como de suprimir o inhibir cualquier clase de sentimientos negativos.

La impasibilidad, en suma, constituye un intento de negación optimista, una especie de disociación positiva y, muy posiblemente, la clave que explicaría el mecanismo neurológico que interviene en estados disociativos más graves, como los que suelen existir en los desórdenes de estrés postraumático. Pero, según Davidson, cuando se trata simplemente de conseguir una cierta estabilidad, «parece una estrategia positiva para la autorregulación emocional», el coste adicional para la conciencia de uno mismo resulta todavía desconocido.

6. LA APTITUD MAESTRA

Una sola vez en la vida me he visto paralizado por el miedo.

Fue con ocasión del examen de cálculo del primer curso de universidad, un examen para el que no me había preparado lo suficiente. Todavía recuerdo el momento en que entré en el aula con una intensa sensación de fatalidad y culpa. Había estado en aquella sala muchas veces pero aquella mañana no vi nada más allá de las ventanas y tampoco puedo decir que prestara la menor atención al aula. Mientras caminaba hacia una silla situada junto a la puerta, mi vista permanecía clavada en el suelo, y cuando abrí las tapas azules del libro de examen, la ansiedad atenazaba el fondo de mi estómago y escuché con toda nitidez el sonido de los latidos de mi corazón.

Bastó con echar un rápido vistazo a las preguntas del examen para darme cuenta de que no tenía la menor alternativa. Durante una hora permanecí con la vista clavada en aquella página mientras mi mente no dejaba de dar vueltas a las consecuencias de mi negligencia. Los mismos pensamientos se repetían una y otra vez, como si se tratara de un interminable tiovivo de miedo y temblor. Yo estaba completamente inmóvil, como un animal paralizado por el curare. Lo que más me sorprendió de aquel angustioso lapso fue lo encogida que se hallaba mi mente. Durante aquella hora no hice el menor intento de pergeñar algo que se asemejara a una respuesta, ni siquiera ensoñaba, simplemente me hallaba atenazado por el miedo, esperando que mi tormento llegara a su fin.
[1]

El protagonista de este relato de terror soy yo mismo y ésta ha sido la prueba más palpable que he tenido hasta el momento del impacto devastador que causa la tensión emocional sobre la lucidez mental. Hoy en día sigo considerando aquel suplicio como el testimonio más rotundo del poder del cerebro emocional para sofocar, e incluso llegar a paralizar, al cerebro pensante.

Los maestros saben perfectamente que los problemas emocionales de sus discípulos entorpecen el funcionamiento de la mente. En este sentido, los estudiantes que se hallan atrapados por el enojo, la ansiedad o la depresión tienen dificultades para aprender porque no perciben adecuadamente la información y. en consecuencia, no pueden procesarla correctamente. Como ya hemos visto en el capítulo las emociones negativas intensas absorben toda la atención del individuo, obstaculizando cualquier intento de atender a otra cosa. De hecho, uno de los signos de que los sentimientos han derivado hacia el campo de lo patológico es que son tan obsesivos que sabotean todo intento de prestar atención a la tarea que se esté llevando a cabo. Cualquier persona que haya atravesado por un doloroso divorcio (y cualquier niño cuyos padres se hallen en este proceso) sabe lo difícil que resulta mantener la atención en las rutinas relativamente triviales del trabajo y la escuela, y cualquier persona que haya padecido una depresión clínica sabe también que, en tal caso, los pensamientos autocompasivos, la desesperación, la impotencia y el desaliento son tan intensos que impiden cualquier otra actividad.

Cuando las emociones dificultan la concentración, se dificulta el funcionamiento de la capacidad cognitiva que los científicos denominan «memoria de trabajo», la capacidad de mantener en la mente toda la información relevante para la tarea que se esté llevando a cabo. El contenido concreto de la memoria de trabajo puede ser algo tan simple como los dígitos de un número de teléfono o tan intrincado como la trama de una novela. La memoria de trabajo es la función ejecutiva por excelencia de la vida mental, la que hace posible cualquier otra actividad intelectual, desde pronunciar una frase hasta formular una compleja proposición lógica. Y la región cerebral encargada de procesar la memoria de trabajo es el córtex prefrontal, la misma región, recordemos, en donde se entrecruzan los sentimientos y las emociones. Es por ello por lo que la tensión emocional compromete el buen funcionamiento de la memoria de trabajo a través de las conexiones límbicas que convergen en el córtex prefrontal, dificultando así —como yo mismo descubrí durante aquel angustioso examen de cálculo— toda posibilidad de pensar con claridad.

Consideremos ahora, por otra parte, el importante papel que desempeña la motivación positiva — ligada a sentimientos tales como el entusiasmo, la perseverancia y la confianza— sobre el rendimiento. Según los estudios que se han llevado a cabo en este dominio, los atletas olímpicos, los compositores de fama mundial y los grandes maestros del ajedrez comparten una elevada motivación y una rigurosa rutina de entrenamiento (que, en el caso de las auténticas «estrellas», suele comenzar en la misma infancia). El promedio de tiempo dedicado al entrenamiento por los atletas de doce años del equipo chino que participó en las olimpiadas de 1992 era el mismo que el invertido por los integrantes del equipo americano durante los primeros veinte años de su vida (de hecho, muchos de los chinos habían comenzado a entrenarse a la edad de cuatro años). Del mismo modo, los mejores virtuosos de violín del siglo veinte comenzaron su aprendizaje alrededor de los cinco años de edad y los campeones mundiales de ajedrez lo hicieron cerca de los siete años (mientras que aquellos que adquirieron un prestigio de ámbito exclusivamente nacional habían comenzado a eso de los diez años de edad). Se diría que el hecho de comenzar antes permite un margen de tiempo mucho mayor: los alumnos más aventajados de violín de la mejor academia de música de Berlín —todos ellos de poco más de veinte años— habrán invertido unas diez mil horas de práctica en toda su vida, mientras que aquéllos que ocupan un segundo o tercer lugar sólo habrán promediado un total de unas siete mil quinientas horas.

Lo que parece diferenciar a quienes se encuentran en la cúspide de su carrera de aquéllos otros que, teniendo una capacidad similar, no alcanzan esa cota, radica en la práctica ardua y rutinaria seguida a lo largo de años y años. Y esta perseverancia depende fundamentalmente de factores emocionales, como el entusiasmo y la tenacidad frente a todo tipo de contratiempos.

El nivel sobresaliente logrado por los estudiantes asiáticos en el mundo académico y profesional de los Estados Unidos demuestra que, al margen de las capacidades innatas, la recompensa añadida del éxito en la vida depende de la motivación. Una revisión completa de los datos existentes sobre este sugiere que los alumnos americanos de origen asiático suelen tener un CI promedio superior en unos tres puntos al de los blancos. Por su parte, los médicos y abogados de origen asioamericano se comportaron, grupalmente considerados, como si su CI fuera muy superior (el equivalente a un CI de 110 para los de origen japonés y de un 120 para los de origen chino) al de los blancos. La razón parece estribar en que, en los primeros años de escuela, los niños asiáticos estudian más que los blancos. Sanford Dorenbush, un sociólogo de Stanford que ha investigado a más de diez mil estudiantes de instituto, descubrió que los asioamericanos invierten casi un 40% más de tiempo en sus deberes que el resto de los estudiantes. «La mayoría de padres americanos blancos parecen dispuestos a admitir que sus hijos tengan asignaturas más flojas y a subrayar, en cambio, las más fuertes, pero la actitud que sostienen los padres asiáticos es la de que “si no te lo sabes estudiarás esta noche y si aun así tampoco te lo sabes mañana, te levantarás temprano y seguirás estudiando”. Ellos consideran que, con el esfuerzo adecuado, todo el mundo puede tener un buen rendimiento escolar».

En resumen, una fuerte ética cultural de trabajo se traduce en una mayor motivación, celo y perseverancia, un auténtico acicate emocional.

Así pues, las emociones dificultan o favorecen nuestra capacidad de pensar, de planificar, de acometer el adiestramiento necesario para alcanzar un objetivo a largo plazo, de solucionar problemas, etcétera, y, en este mismo sentido, establecen los límites de nuestras capacidades mentales innatas y determinan así los logros que podremos alcanzar en nuestra vida. Y en la medida en que estemos motivados por el entusiasmo y el gusto en lo que hacemos —o incluso por un grado óptimo de ansiedad— se convierten en excelentes estímulos para el logro. Es por ello por lo que la inteligencia emocional constituye una aptitud maestra, una facultad que influye profundamente sobre todas nuestras otras facultades ya sea favoreciéndolas o dificultándolas.

EL CONTROL DE LOS IMPULSOS: EL TEST DE LAS GOLOSINAS

Imagine que tiene cuatro años de edad y que alguien le hace la siguiente propuesta: «ahora debo marcharme y regresaré en unos veinte minutos. Si lo deseas puedes tomar una golosina pero, si esperas a que vuelva, te daré dos». Para un niño de cuatro años de edad éste es un verdadero desafío, un microcosmos de la eterna lucha entre el impulso y su represión, entre el id y el ego, entre el deseo y el autocontrol, entre la gratificación y su demora. Y sea cual fuere la decisión que tome el niño, constituye un test que no sólo refleja su carácter sino que también permite determinar la trayectoria probable que seguirá a lo largo de su vida.

Tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. Ese es el fundamento mismo de cualquier autocontrol emocional, puesto que toda emoción, por su misma naturaleza, implica un impulso para actuar (recordemos que el mismo significado etimológico de la palabra emoción, es del de «mover»). Es muy posible —aunque tal interpretación pueda parecer por ahora meramente especulativa— que la capacidad de resistir al impulso, la capacidad de reprimir el movimiento incipiente, se traduzca, al nivel de función cerebral, en una inhibición de las señales límbicas que se dirigen al córtex motor.

En cualquier caso, Walter Misehel llevó a cabo, en la década de los sesenta, una investigación con preescolares de cuatro años de edad —a quienes se les planteaba la cuestión con la que iniciábamos esta sección —que ha terminado demostrando la extraordinaria importancia de la capacidad de refrenar las emociones y demorar los impulsos. Esta investigación, que se realizó en el campus de la Universidad de Stanford con hijos de profesores, empleados y licenciados, prosiguió cuando los niños terminaron la enseñanza secundaria. Algunos de los niños de cuatro años de edad fueron capaces de esperar lo que seguramente les pareció una verdadera eternidad hasta que volviera el experimentador. Y fueron muchos los métodos que utilizaron para alcanzar su propósito y recibir las dos golosinas como recompensa: taparse el rostro para no ver la tentación, mirar al suelo, hablar consigo mismos, cantar, jugar con sus manos y sus pies e incluso intentar dormir. Pero otros, más impulsivos, cogieron la golosina a los pocos segundos de que el experimentador abandonara la habitación.

El poder diagnóstico de la forma en que los niños manejaban sus impulsos quedó claro doce o catorce años más tarde, cuando la investigación rastreó lo que había sido de aquellos niños, ahora adolescentes. La diferencia emocional y social existente entre quienes se apresuraron a coger la golosina y aquéllos otros que demoraron la gratificación fue contundente. Los que a los cuatro años de edad habían resistido a la tentación eran socialmente más competentes, mostraban una mayor eficacia personal, eran más emprendedores y más capaces de afrontar las frustraciones de la vida. Se trataba de adolescentes poco proclives a desmoralizarse, estancarse o experimentar algún tipo de regresión ante las situaciones tensas, adolescentes que no se desconcertaban ni se quedaban sin respuesta cuando se les presionaba, adolescentes que no huían de los riesgos sino que los afrontaban e incluso los buscaban, adolescentes que confiaban en sí mismos y en los que también confiaban sus compañeros, adolescentes honrados y responsables que tomaban la iniciativa y se zambullían en todo tipo de proyectos. Y, más de una década después, seguían siendo capaces de demorar la gratificación en la búsqueda de sus objetivos.

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