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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (25 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—¿Pavos? —pregunta ella.

—Ya sabes —responde él—. Los de fuera. ¿Tú cómo los llamas?

Es un nombre curioso. Nunca había oído llamarlos así.

—Ah.

Dirk parece desinflado, y Temple lamenta haber dicho algo. Pero a continuación le irrita tener que lamentarse con respecto a aquel chico de la gran hebilla de plata.

Pero él se rehace, revistiéndose de optimismo y alegría, y le coge la mano y camina con ella por los nueve edificios de Longview, Texas.

A Temple le empieza a sudar la palma de la mano, e intenta soltarse, pero Dirk no le deja. Él sonríe y le habla y mira al frente, como si confiara en que una vez casados él tendrá una vida entera para mirarla.

—¿Qué te gusta hacer? —le pregunta él.

—¿Qué quieres decir?

—Temple, es frustrante el modo en que me preguntas siempre lo que quiero decir.

Lanza un suspiro y le sonríe, como reafirmando su paciencia.

—Por ejemplo —explica él—, a mí me gusta escuchar música. Y me gusta leer libros, y me gusta escribir historias, y tenemos una guitarra en la que a veces me gusta tocar. ¿A ti qué te gusta hacer?

La mayor parte de las cosas que le gusta hacer a ella tienen que ver con el objetivo de seguir viva en el mundo, y esas cosas no parecen encontrarse al mismo nivel que tocar la guitarra. Intenta pensar en una respuesta conveniente a esa pregunta, pero no lo consigue.

—Lo mismo —dice—. A mí me gusta lo mismo.

—Tenemos mucho en común —comenta él.

—Sí. Mira, tengo que irme.

—Vale.

Sin soltarle la mano, él se coloca frente a ella.

—He disfrutado mucho de nuestra salida juntos —comenta.

—Sí, yo también. Gracias por la coca-cola.

—Y me encantaría volver a hacerlo.

—Eso estaría bien, pero no me voy a quedar en Longview. Por supuesto que es un lugar bonito y todo eso, pero Maury y yo tenemos que irnos.

Él aguanta, aceptando la noticia como un hombre.

—No te olvidaré —dice.

—Sí, vale…

Dirk la besa, y resulta extraño, es como besar a un niño en los labios. La boca de él no se conecta con la suya como debiera, y cuando él se retira, Temple tiene que limpiarse la saliva de su labio inferior. Se acuerda de James Grierson: sus besos sabían a güisqui, y resultaban firmes y auténticos.

Dice adiós a Dirk y lleva a Maury de regreso al tren, donde encuentra a Lee, que la está esperando.

—¿Dónde has estado? —le pregunta.

—He salido con un chico.

—¿Has salido con un chico? —Empieza a reírse con ganas—. O sea, que a la princesa guerrera de las inmensidades le gusta a un chico.

—No es divertido.

Pero sí que es divertido, y ella se ríe con él, los dos aguantándose la barriga y alborotando el silencio bajo los últimos rayos del sol poniente.

Wilson presenta a Temple a un hombre llamado Joe, quien, según sus propias palabras, está conforme con prestarle un coche a ella con la condición de que lo devuelva en su camino de regreso hacia el norte. Le dice que Point Comfort está al sur de Houston, no demasiado cerca, más o menos a un día de coche, dependiendo de las carreteras. Le da indicaciones, desplegando un gran mapa sobre una mesa y trazando la ruta con el dedo. Temple presta atención a los números de las autovías: la 259 a Nacogdoches, donde tendrá que coger la 59, y por ella llegará casi hasta allí. En un lugar llamado Edna, tendrá que tomar la 111 hasta la 1.593.

—¿No vas a tomar nota de nada de esto? —le pregunta Joe.

—Tengo buena memoria: 259, 59, 111, 1.593.

—Bueno, por lo menos quédate con el mapa.

Él traza la ruta con un rotulador amarillo y pliega el mapa en un rectángulo muy bien hecho, y se lo entrega junto con unos sándwiches preparados por la mujer que lleva la cafetería y algunas prendas ofrecidas por el comité de bienvenida del pueblo.

Más tarde, Lee la encuentra sentada en el banco de una acera, junto a una de las fortificaciones, donde están sentados dos hombres en sillas plegables con reflectores que iluminan la noche hasta una pequeña distancia.

Se sienta a su lado.

—¿Cuándo vas a salir? —le pregunta.

—Por la mañana. Joe dice que si la carretera está bien, podré llegar al anochecer.

—Ajá. Y esas personas a las que les llevas a Maury, ¿qué pasa si no las encuentras?

—No lo sé. Supongo que lo traeré aquí o lo llevaré a Dallas. Hay mucha gente que puede recogerlo.

—¿Y después?

Temple se encoge de hombros.

—Creo que andaré por ahí. Para ver algo.

—Escucha —le dice Lee volviéndose hacia ella—. Supongo que no me dejarás que vaya contigo hacia el sur…

—Supones correctamente.

—¿Y eso?

—Si te mueres, será otro peso que tenga que llevar encima.

—Temple, llevo años viviendo de la tierra. No me voy a morir.

—Antes o después lo harás. Y no quiero que estés junto a mí cuando eso ocurra.

—Tienes el corazón muy duro, muchacha.

—En realidad, no.

—Lo sé.

Temple nota su mirada puesta en ella, y no quiere encontrarla. Mira a la calle. Hay algo en el asfalto que lo hace brillar bajo la luz de las farolas.

—Te propongo otra cosa —le dice él—. ¿Y si te olvidas de Point Comfort? Ven conmigo a California. Cogeremos el tren para Dallas… y desde allí seguiremos los tres hacia el oeste. Según he oído, tienen ciudades enteras protegidas. Uno puede caminar en línea recta durante una hora sin encontrar ninguna fortificación: es la civilización restaurada.

—¿Y qué me dices de las cataratas del Niágara? ¿Están dentro de la fortificación?

Lee se recuesta contra el respaldo del banco, derrotado.

—Uno se hace mayor, Temple. El ancho mundo es una bonita aventura durante un tiempo, es verdad, pero llega un día en que despiertas y sólo quieres tomarte una taza de café sin pensar en la vida y la muerte.

—Sí, vale, pero todavía no me ha llegado el momento.

—Maldita sea, muchacha, ¿qué es lo que te ha sucedido a ti? Tú tienes cosas que contar. Y podrías contármelas a mí.

—Tal vez —repone ella—. Pero tampoco me ha llegado el momento para eso.

En la carretera que lleva al sur, Maury va en silencio. Juguetea con los dedos y mira por la ventanilla, sin fijar los ojos en nada en particular. Por la mañana, una lluvia ligera vuelve gris el cielo, cayendo en pintitas sobre el parabrisas, pero cuando están a una hora de Longview, la lluvia amaina y el cielo se abre en nubes que parecen montones de trapos en medio del azul brillante.

A su alrededor se extiende un llano desierto salpicado de hierba seca y matas espinosas. A la orilla de la carretera, hay coches abandonados en los arcenes o medio volcados en las cunetas. Temple atisba el interior de todos ellos al pasar, buscando posibles supervivientes que se hubieran refugiado allí, y alegrándose de no encontrar ninguno. Junto a las ruedas de algunos de los coches hay cadáveres, la mayor parte ya reducidos al esqueleto, despojados de carne y piel, nada más que huesos blancos, pulidos por las tormentas de arena. Otros, no descubiertos por las babosas o encerrados detrás de puertas que éstas no han logrado abrir, están inmaculados, con la piel curtida, marrón, encogida y tiesa pegada a los huesos de los dedos y la cara.

Por lo demás, nada. Temple detiene el coche, apaga el motor, y baja los cristales de las ventanillas para escuchar. Árido y desolado, el paisaje no le dice nada. Aquel es un mundo de sordera. Sus pensamientos vagan hacia parajes tristes. Piensa en Dios y en los ángeles que habrán de decidir si ella entra o no en el cielo. Piensa en todos sus crímenes, en toda la sangre que ha derramado sobre la Tierra. Piensa en los hermanos Todd, a uno de los cuales le robó el aliento estrangulándole la tráquea con las manos, mientras que al otro lo dejó morir a manos de otros cuando podría haberlo salvado. Piensa en Ruby y en sus preciosos vestidos y en el esmalte rosa de uñas que ya ha desaparecido completamente, y en los Grierson, que también tenían cosas bonitas, como tocadiscos y pianos y maquetas de barcos y relojes de pared y mesas de mármol pulido e infusiones heladas con las hojas metidas dentro del vaso. Pero pensar en los Grierson la lleva a pensar también en aquellos hombres solitarios que han quedado atrapados en aquella gran mansión: en el apesadumbrado James Grierson y en Richard Grierson, cuyo horizonte se encuentra siempre al otro lado de unas vallas que no se atreven a cruzar; y en el patriarca de ojos claros enjaulado en el sótano, ignorante de lo que era. También a él le robó la vida.

Ciertamente, sus manos deben de ser manos de muerte a juzgar por toda la vida que han extinguido.

Y piensa en un hombre gigante de hierro, y en un niño llamado Malcolm, que tal vez fuera su verdadero hermano de sangre, y en la forma de su cuerpo lacio sostenido en sus brazos, tan liviano como si estuviera hecho de hilo.

Sabe que se encuentra a las afueras de Nacogdoches cuando empieza a ver señales que indican la carretera 59. Allí, sobre el fondo de las ruinas de una feria ambulante abandonada, descubre a una anciana que recoge higos chumbos.

Temple sale del coche y se acerca a la mujer, que no parece darse cuenta de su presencia.

—¿Está usted bien, señora?


Mis hijos tendrán hambre
.
[1]

La anciana continúa cogiendo las flores del cactus, juntándolas en un delantal que le rodea la cintura.

—Yo no hablo más que inglés. ¿No habla usted inglés?


Mis hijos necesitarán comida para cuando regresen.
[2]

—¿Vive por aquí?

Entonces la anciana parece darse cuenta por primera vez de la presencia de Temple.

—Venga. Usted también come…

Le hace gestos a Temple para que la siga. Temple va a buscar a Maury al coche, y los dos siguen a la anciana hasta la recia y alta valla que rodea la vieja feria ambulante. Siguen a lo largo de la valla hasta que llegan a una puerta cerrada con una cadena y un candado. La anciana saca una llave de un bolsillo de la falda, abre la puerta y los invita a pasar dentro. A continuación los conduce a través de extrañas máquinas de colores, averiados cachivaches de largo cuello, filas de bombillas de colores, desgarrados asientos de vinilo y vías que se retuercen.

Le gustaría estudiar detenidamente las máquinas. Se las imagina en movimiento, rechinando sus destellos como dinosaurios horteras.

La anciana los conduce a un lugar cubierto por una gran marquesina de madera que da sombra a unas cuantas mesas
depic-nic
. En el centro de la zona hay un hoyo para hacer fuego, con una placa casera encima y una cazuela ennegrecida.


Siéntese
—dice la mujer—.
Siéntese
.
[3]

—¿Vive usted aquí? —le pregunta Temple—. Al lado hay una caravana con la puerta entornada. ¿Es ahí donde duerme?

Temple aguarda una respuesta, pero como no recibe ninguna, se encoge de hombros.

—Supongo que será bastante seguro —dice Temple—. Hasta ahora le ha ido bien, ¿no?

La anciana hace algo con las flores de cactus y las pone en la cazuela, que ya está hirviendo con otros ingredientes, y lo remueve todo con una cuchara de madera. A poca distancia del fuego, Temple ve dos indicios de sepultura: simplemente dos cruces de madera con fotografías de dos hombres jóvenes clavadas en ellas.


La guerra se llevó a muchos hombres buenos. La luz del día dura demasiado tiempo
.
[4]

—No comprendo lo que dice —le explica Temple. Se señala el oído y niega con la cabeza—. No entiendo lo que dice.

La anciana respira los vapores que suben de la cazuela y a continuación sirve un poco de sopa en un cuenco de plástico y se lo entrega a Temple con una vieja cuchara de metal. Ella lo prueba y le sabe bueno, le sabe a lo que le sabría el desierto si los lugares tuvieran aromas, que los tienen, y se la toma toda, así como la mayor parte de la de Maury, ya que él se muestra reacio a hacer otra cosa que explorar con los dedos las texturas del lugar, la pintura que se pela de las caras de payasos de fibra de vidrio, la madera que se astilla en las plataformas, el óxido que recubre ruedas y engranajes, las banderas de plástico que ondean con ímpetu al aire caliente.

Le da las gracias a la anciana, aunque ella no le presta atención, y se limita a recoger los cuencos amontonándolos a un lado. Después se sienta en el suelo con las piernas cruzadas y comienza a canturrear algo que suena a plegaria o ensalmo:

Soy una sepultura…

doy a luz a los muertos>.

Acojo a los muertos…

Soy una sepultura.

La anciana repite esas palabras una y otra vez, sin cambiar nunca la voz incesante y monótona. El rotundo borde de la sombra que proyecta el voladizo se aleja, como si la noche creciera a trozos, sembrada por los de las sombras del día. La voz se apaga de repente, cortada como si alguien hubiera desenchufado la corriente, y la mujer saca una bufanda increíblemente larga de un arcón de madera y empieza a tejer con dos agujas allí donde termina. La bufanda repta, llena del polvo de arrastrarse por el suelo, irregular en su arlequinado surtido de hilos. El otro extremo está enterrado tras ella en algún punto del arcón.

Temple aguarda, pero la mujer no dice nada más, y la sombra sigue avanzando a rastras.

Maury se encuentra lejos, mirando los ojos de un dragón pintado.

Temple habla. Le explica a la mujer que ha recorrido un largo camino, y que pese a conocer todos los nombres de los lugares por los que ha pasado, se sigue sintiendo perdida, aunque sabe que eso es imposible, porque Dios es un dios mañoso, y estés donde estés, ése será el lugar en que quiere Él que te encuentres. Le explica a la mujer que ha hecho cosas malas, cosas que a Dios no le habrán gustado, y que a veces se pregunta si no estará Dios enfadado con ella, y si ella podría conocer la diferencia entre una bendición y un castigo porque el mundo es maravilloso aunque tengas el estómago vacío y el cabello apelmazado de sangre reseca.

Le explica a la mujer que se ha pasado viajando toda la parte de su vida que vale la pena recordar, y que tiene la mente llena ya casi hasta los topes, de gente y vistas y palabras y pecados y redenciones.

Le explica que las personas que son malas como ella tienen una capacidad especial de asombro ante la belleza del mundo, seguramente porque la belleza y el mal se encuentran en los lados opuestos de un muro, como amantes que no pueden llegar a tocarse nunca.

BOOK: La ira de los ángeles
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