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Authors: Alden Bell

Tags: #Terror

La ira de los ángeles (11 page)

BOOK: La ira de los ángeles
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—¡Eeeh!, saluda James.

Es evidente que se trata del mayor de los dos, no por ninguna señal física, sino más bien como resultado del peso espiritual que parece cargar sobre los hombros. Es de piel más pálida que su hermano, pero es hombre oscuro en esos aspectos en que su hermano resulta claro. Tiene los ojos hundidos y cansados, desprovistos de toda la superficial dignidad que presenta la mirada de Richard. Sin embargo, su gravedad no carece de atractivo: es el tipo de hombre que provoca curiosidad y preocupación en lo más hondo de Temple.

—Sarah Mary —dice la señora Grierson—, ¿quieres bendecir la mesa?

—Eeeh… mejor no. Nunca encuentro las palabras adecuadas.

Así que lo hace Richard en su lugar:

—Regocijémonos en el Señor, oremos a Él sin descanso, demos gracias a Dios por todas las cosas, pues ésta es Su voluntad.

—Amén —dice la señora Grierson, y Temple añade otro amén por su cuenta.

—Y alabemos a Jesús por no haberla palmado todavía —dice James Grierson. A continuación mira a su hermano y añade—: los que no lo hemos hecho.

—¡James…! —advierte la señora Grierson.

La comida es la más rica que jamás haya probado Temple: pollo a la sal con bolitas de masa, cazuela de maíz inflado, judías verdes con champiñones y cebollitas crujientes por encima, pan de maíz, y de postre un pastel de melocotón que le provoca ganas de pasar el dedo por todo el plato para no dejar ni una brizna en él.

—Entonces, Sarah Mary —dice James, alargando el nombre como si no le gustara—, ¿de dónde eres?

—Es de Statenville, James —responde por ella la señora Grierson.

—¿En serio? —le pregunta—. ¿Te gusta Statenville?

—Está bien, me parece.

—No sabía que quedaran supervivientes en esa ciudad.

—Hay unos pocos.

—Debe de ser horrible estar ahí fuera —interviene Richard—. Una chica de tu edad expuesta a tal monstruosidad. A esas
cosas

Se estremece.

—No son tan malos —responde ella—. Sólo hacen lo que se supone que tienen que hacer. Como todo el mundo.

—¿Se supone que tienen que sacarle las tripas a los niños? —pregunta James a bote pronto—. ¿Se supone que tienen que jugar al tira y afloja con los intestinos de hombres temerosos de Dios?

—¡James! —advierte la señora Grierson—, ¡no te lo voy a repetir!

—¿Se supone que tienen que devorar poblaciones enteras?

—¡Es suficiente, James! Me niego a oír cosas tan horribles en la mesa!

—Te niegas —dice James mirando a su abuela y riéndose—. Te niegas…

Entonces corre la silla para atrás, tira la servilleta en el plato y sale de la estancia.

La señora Grierson observa cómo se va, recobra la calma, y a continuación sonríe a Temple con mucha dignidad.

—Te ruego que disculpes el comportamiento de mi nieto —le dice.

—No hay nada que disculpar —responde Temple—. A veces uno tiene que romperse en trozos para volver a recomponerse.

—La vida lo ha tratado con dureza —explica la señora Grierson.

—Estuvo en el ejército —añade Richard.

—Tengo que irme de este sitio, bobo. Podemos quedarnos unos días más para perder de vista al amigo Moses, pero no quiero pasarme la vida encerrada tras una alambrada eléctrica.

Temple lo mira. Él está sentado en el borde de la cama, donde ella le dijo que se quedara. Proyecta las yemas de los dedos en el aire, como si hubiera algo en ese aire y él le prestara toda su atención.

—Es un enigma lo que tú ves en este mundo, bobo.

Temple medita.

—Sin embargo, éste no es un lugar del todo malo para ti. Dales unos días para que se encariñen contigo, y te habremos conseguido un nuevo hogar: tendrás un montón de gente para prepararte la cena y cuidar de que no te hagas daño.

Temple asiente con la cabeza y descorre la cortina para mirar por la ventana.

—Están un poco majaras, desde luego. Pero es el sitio más bonito que tú y yo veremos en toda nuestra vida.

Después, cuando se pone el sol, Temple sale de la casa para acercarse al coche y coger la daga de los gurkhas, porque no consigue dormir bien si no la tiene a mano. El coche está aparcado tras la casa, donde la colina continúa ascendiendo hasta convertirse en parte del denso bosque. Desde donde se encuentra, distingue a duras penas un sendero que serpentea por entre los árboles, y al pie de ese sendero la débil silueta del hombre.

—¿Estás mirando algo? —le pregunta lo bastante alto para que le oiga quienquiera que sea.

Pero la silueta no responde, sino que se vuelve y asciende por el camino hasta desaparecer en el intenso follaje.

Ella se vuelve para observar la casa. Las ventanas iluminadas la saludan con ese tipo de seguridad que otorgan los ambientes previsibles. Entonces ella lanza un suspiro y se mira los zapatos que le ha regalado la señora Grierson. Combinan muy bien con el vestido de tafetán, pero no aguantarán una caminata por el bosque.

—Qué pena, son unos zapatos preciosos.

No hay luna, y Temple sigue el sendero subiendo por entre los árboles, guiándose más por el tacto que por la vista, blandiendo por delante de ella la daga de los gurkhas. Le preocupa menos la posibilidad de tropezar que la de darse de bruces contra la alambrada eléctrica que traza el contorno de la propiedad.

El sendero serpentea de un lado para otro por la ladera de la colina. De vez en cuando le parece que oye pasos que no son los suyos. Si suenan detrás o delante de ella, eso no lo sabe, pero sí que dejan de oírse en cuanto ella se detiene a escuchar.

En una oscuridad total como aquella, no tiene intención de sorprender a nadie con su presencia, así que grita:

—¿Por qué no sales, seas quien seas, y nos damos juntos un paseo de medianoche? No quisiera hacerte un tajo por mero accidente.

No hay respuesta, y ella mira hacia atrás, hacia la casa. Ha quedado oculta tras los árboles, pero Temple distingue su tenue resplandor en la parte inferior del cielo. Continúa ascendiendo la colina.

No tarda en salir a un claro que hay en la cima, desde el cual tiene una excelente vista. La ciudad infestada de pellejos se halla a sus pies, iluminada tan sólo por unas lucecitas que brillan en la atmósfera nocturna. En esas zonas iluminadas puede distinguir las babosas que se tropiezan unas con otras, apretadas y diminutas en la distancia. Lo único que se oye es el susurro de las hojas, en una tranquilidad que contrasta con el denso cuadro de horror que se ofrece allí abajo.

Alguien debe ir a menudo a aquel claro, pues hay en él un banco, así como una pequeña mesa de hierro pintada de blanco y un vaso encima. En el suelo cerca del banco se encuentran dos botellas vacías. Soldados muertos, solía llamarlas el tío Jackson.

—Te estoy apuntando a la cabeza con una pistola —le dice una voz por detrás—. No te vuelvas.

Temple se vuelve: es James Grierson.

—Te dije que no te volvieras.

—Te oí perfectamente.

—¿Piensas que no voy a disparar contra ti?

Nunca he visto que nadie dispare contra otro sin tener una razón, buena o mala.

—Me parece que en eso te equivocas, pequeña. Por si no lo has notado, la razón es algo muy escaso en este mundo.

—Entonces más vale que me mates al primer disparo, porque si te alcanzo con esta daga, te haré un destrozo permanente.

La mira desde el otro lado del cañón de la pistola, con una expresión de ponderación en el rostro, como si estuviera sopesando qué papel darle en una obra de teatro, en vez de si disparar contra ella o no. Entonces baja la pistola. En la otra mano tiene una botella: se la lleva a la boca, y bebe.

—Es una noche hermosa —comenta él—. Sin asomo de luz, y con las bestias del infierno allá abajo. ¿Qué te parece si te sientas conmigo a tomar algo?

Parece haberse olvidado de la pistola.

—De acuerdo —responde ella—. Ésa me parece una actitud más civilizada.

James se sienta en el banco y deja la pistola en la mesa. Temple se sienta al otro extremo del banco, y ambos contemplan la ciudad. James le pasa la botella. Temple bebe de ella y se la devuelve.

—Es un buen wisky.

—Bourbon Hirsch de dieciséis años: sencillamente el mejor.

Beben.

Miran a lo lejos. Él señala hacia abajo, donde se encuentra la ciudad:

—Una plaga de babosas ha caído sobre nosotros. Un azote del mal que burbujea desde el infierno.

Se ríe, pero ella no sabe si es porque está bromeando, o porque no lo está haciendo.

—Yo no sé nada del mal —dice Temple—. Los pellejos no son más que animales, eso es todo. El mal es algo de la mente. Nosotros los humanos estamos bien servidos de él.

—¿Crees que eso es verdad? ¿Tú eres mala, Sarah Mary?

—No soy buena.

James Grierson la mira de modo duro y penetrante. James tiene una piel pálida que casi brilla en la negra noche. Da la impresión de ser alguien capaz de abofetearte o de besarte, y que no podrías decir cuál de las dos cosas se dispone a hacer. Al fin y al cabo, las dos significarían lo mismo.

—Tú eres un soldado —le dice él—. Como yo. Has hecho cosas de las que no te sientes orgullosa. Llevas dentro de ti una vergüenza feroz, pequeña. Noto esa vergüenza: te arde en las entrañas como un reactor. ¿Es ése el motivo de que te muevas tan rápido y con tanta dureza?

Temple contempla la ciudad de las babosas. Siente los ojos de él puestos en ella, y no le gusta pensar en lo que están viendo.

—¿Has estado en el ejército?

—Sí —le contesta él antes de echar un trago.

—¿Cuánto tiempo?

—Dos años. Estuve destinado en Hattiesburg. Intentábamos recuperar la ciudad.

—No sería una tarea fácil.

—Habíamos montado emisoras de rescate, transmisores de radio. Trabajábamos levantando cercas defensivas. Pero ellos no paraban de avanzar.

—A las babosas les gusta estar donde hay acción, comenta ella.

—Pensábamos que resistiríamos. Los matábamos y quemábamos los restos. Las mujeres atendían la hoguera, y olía a cadáveres quemados día y noche. Nos repartíamos la tarea: primero una descarga de balas, y a continuación actuaban los equipos de limpieza. Pero después había más. Seguían viniendo. No se podía imaginar uno que hubiera tantos muertos.

—¿Y después…?

—Fue demasiado. Se nos acababa la munición, todo el mundo estaba agotado. Una niña cayó en el fuego, y su madre intentó sacarla. Murieron las dos y hubo que quemarlas. Lo peor era el estado de ánimo: no se puede luchar contra un enemigo como ése, porque no hay manera de vencerlo.

—¿De modo que abandonasteis?

—Retrocedimos. Nos fuimos a puestos más seguros. Nos dieron la opción de volver a casa, y yo la acepté.

—Te fuiste a cuidar a tu familia.

Él levanta al cielo la botella.

—La dinastía Grierson se aferra a su gloriosa historia. Cierra los ojos a la modernidad en todas sus formas.

Él se inclina hacia ella y le apunta a la cara con la botella:

—He estado más cerca de los muertos vivientes en esta casa que cuando me encargaba de apilarlos en una hoguera de cinco metros de altura.

Le pasa la botella y se recuesta contra el respaldo del banco. Temple bebe.

—Tu familia hace lo que sabe hacer, eso es todo.

—Como las babosas, ¿verdad?

—Supongo que no es la primera vez que se hace esa comparación.

Él vuelve a mirarla, y ella siente que se le tensa la piel.

—¿De dónde eres exactamente, Sarah Mary Williams? Y no me digas que de Statenville. He estado en Statenville: es una ciudad fantasma.

—He estado un tiempo en el sur. Encontré un sitio muy majo, pero me fui porque los pellejos estaban logrando entrar. Antes de eso me moví mucho: Alabama, Mississipí, Texas… En una ocasión llegué tan al norte como Kansas City.

—¿Y tus padres?

—¿Qué pasa con ellos?

—¿Dónde están?

—Es algo que me cabrea. Supongo que tendré padres, pero o bien se fugaron por ahí, o murieron antes de que pudieran dejarme ningún recuerdo.

—¿Y qué me dices de…?

Señala la casa.

—¿Es tu hermano de verdad?, le pregunta.

—¿Él…? No, no… No es más que un bobo que recogí hace poco. No habla mucho, pero obedece realmente bien. Me imagino que podría levantar un buen peso, con lo grandote que es. Sería un buen trabajador si alguien necesitara uno.

—¿O sea, que no tienes ningún familiar?

Temple se encoge de hombros y aspira hondo, pasándose el dorso de la mano por la nariz.

—No realmente. En otro tiempo tuve un niño a mi lado: Malcolm. Es posible que fuera mi hermano, pero no lo sé de cierto porque todos los papeles del orfanato se quemaron. Y estaba el tío Jackson, pero a ése lo llamábamos tío sin que lo fuera. No era nuestro tío de verdad ni nada parecido.

—¿Qué les sucedió?

—Al tío Jackson lo agarraron.

Ocurrió en la cresta de la colina, donde el tío Jackson iba a cazar conejos. Estaba agachado en un barranco, apuntando con mucho cuidado, cuando sintió unas manos sobre él, y unos dientes que se hincaban en la carne del antebrazo. Dijo que no había visto acercarse la cosa. Que debía de haber estado allí, entre las hojas, durante quién sabe cuánto tiempo, esperando que llegara algo de comida: como una planta carnívora o algo así.

Temple lo encontró después, lo vio cuando regresaba a la cabaña:


Vas a tener que hacerme un favor, pequeña. No va a ser agradable. ¿Estás preparada para hacerlo?

Temple asintió con la cabeza.

Él la llevó hasta un árbol caído, se arremangó, extendió el brazo y le dijo que le atara bien fuerte el cinturón por encima del codo. Temple lo hizo. Entonces él le dijo que empleara su daga de los gurkhas para cortarle el brazo:


Sólo un golpe rápido. ¿Crees que podrás hacerlo?


Te va a doler mucho, ¿no?


No dolerá tanto como la alternativa, pequeña. Ahora, vamos. Puede que sólo tengas trece años, pero tienes un brazo tan bueno para cortar como nunca he visto. ¿Podrás hacerlo?

Temple asintió con la cabeza.

El tío Jackson se metió en la boca el extremo suelto del cinturón para no gritar mientras ella lo hacía.

Ella bajó la daga con rapidez y firmeza, tal como él le había enseñado.

Después de eso él apenas podía caminar, así que Temple lo cogió del brazo que le quedaba, lo llevó a la cabaña y le hizo acostarse en su catre.

BOOK: La ira de los ángeles
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