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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (10 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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Cuando la puerta se abrió, la luz inundó el rellano de la escalera. Faber sacó el estilete de su manga. El viejo salió del cuarto de baño y atravesó el lugar dejando la luz encendida. Al llegar a su puerta masculló algo entre dientes y se volvió.

«Ahora me ve», pensó Faber apretando el puño de su arma. El viejo entreabrió los ojos con la mirada dirigida al suelo y sólo la levantó cuando llegó al interruptor de la luz. En ese momento Faber casi le asesina, pero el hombre tanteó en busca del interruptor y Faber advirtió que estaba tan adormilado que era prácticamente un sonámbulo.

La luz se apagó, el viejo se fue a tientas y se metió de nuevo en cama, y Faber volvió a respirar.

Sólo había una puerta al final del segundo tramo de escalones. Faber trató de abrirla suavemente, pero estaba errada con llave.

Sacó otra herramienta del bolsillo de su chaqueta. El ruido del depósito del cuarto de baño que se llenaba le cubría el ruido mientras él sacaba la cerradura. Abrió la puerta y se quedó escuchando.

Podía oír una respiración profunda, regular. Entró. El sonido venía del rincón opuesto. No podía ver nada. Atravesó la habitación oscura muy despacio, tanteando el aire ante él a cada paso, hasta que estuvo al lado de la cama.

Tenía la linterna en su mano izquierda, el estilete suelto en la manga y la mano derecha libre. Encendió la linterna y agarró con fuerza por la garganta al hombre que dormía.

Los ojos del agente se abrieron de golpe, pero no pudo articular sonido alguno. Faber se subió a la cama y se sentó encima de él. Luego murmuró: «Uno Reyes trece» y aflojó el puño.

El agente escudriñó la luz de la linterna, tratando de ver la cara de Faber. Se frotó el cuello donde el puño de éste había apretado.

—¡Quédese quieto! —Faber le enfocó la luz directamente a los ojos mientras con la otra mano sacaba el estilete.

—¿No me va a permitir que me levante?

—Lo prefiero en la cama, donde no podrá seguir haciendo daño.

—¿Daño? ¿Qué daño?

—Cuando estuvo en Leicester Square usted era vigilado. Permitió que yo le siguiera hasta aquí, y ellos tienen esta casa bajo observación. ¿Cómo puedo tener confianza en nada que usted haga?

—¡Qué barbaridad! Lo lamento.

—¿Por qué le mandaron a usted?

—El mensaje debía ser entregado personalmente. Las órdenes venían de arriba, desde la cúspide —el agente quedó en silencio.

—Y bien, ¿cuáles son las órdenes?

—Debo asegurarme de que usted es… usted.

—No veo cómo puede asegurarse.

—Déjeme que le mire la cara.

Faber dudó, y luego proyectó la luz de la linterna un instante sobre su propia cara.

—¿Satisfecho?

—Die Nadel.— ¿Y usted quién es?

—Mayor Friedrich Kaldor, señor.

—Yo debería llamarlo señor.

—No, de ningún modo, señor. Se le ascendió dos veces en su ausencia. Ahora es usted teniente coronel.

—¿No tiene nada mejor que hacer en Hamburgo? —No le produce satisfacción.

—Lo que me produciría satisfacción sería volver y poner al mayor Von Braun a limpiar las letrinas.

—¿Puedo levantarme, señor?

—Por cierto que no. ¿Qué le parece si el mayor Kaldor está en la prisión de Wandsworth y usted es un sustituto que está esperando poder hacer una señal a sus amigos apostados de guardia en la casa vecina…? Ahora veamos, ¿cuáles son esas órdenes de arriba?

—Bueno, señor, creemos que habrá una invasión a Francia este año.

—Brillante, brillante, ¿qué más?

—Se cree que el general Patton está reuniendo al Primer Cuerpo de Ejército de los Estados Unidos en un lugar de Inglaterra conocido como East Anglia. Si ese ejército es la fuerza invasora, se infiere que atacarán a través del Paso de Calais.

—El razonamiento parece sensato. Pero no he visto signos de que exista el tal ejército de Patton.

—En las más altas esferas de Berlín existen ciertas dudas. Pero el astrólogo del Führer…

—¿Cómo?

—Sí, señor, tiene un astrólogo que le aconseja defender Normandía.

—Dios mío. ¿Hasta tal punto las cosas andan mal por ahí?

—También recibe muchas opiniones de gente que sólo tiene que ver con la tierra; personalmente, creo que el astrólogo es una excusa que le viene bien cuando considera que los generales están equivocados pero no puede atacar sus argumentaciones.

Faber suspiró. Y pensar que había temido recibir semejantes noticias.

—Prosiga.

—Su misión es valorar la fuerza de FUSAG: la cantidad de tropa, artillería, apoyo aéreo…

—Sé cómo está compuesta una fuerza.

—Naturalmente —hizo una pausa—. Recibí instrucciones de subrayar la importancia de la misión, señor.

—Y ya lo ha hecho. ¿Así que las cosas andan mal hasta ese punto en Berlín? —el agente dudó.

—No, señor, la moral está alta, la producción de material bélico aumenta de mes en mes, la gente menosprecia los bombardeos de la RAF…

—No se esfuerce, para la propaganda me basta con mi radio.

El hombre más joven guardó silencio.

—¿Tiene algo más que decirme? —preguntó Faber—. Quiero decir oficialmente.

—Sí; mientras dure la misión tiene asignado un refugio especial.

—Así que consideran que eso es importante.

—Habrá un submarino en el mar del Norte, a doce kilómetros al este de una ciudad llamada Aberdeen. No tiene más que transmitir con su frecuencia de onda acostumbrada y saldrán a la superficie. En cuanto usted o yo comuniquemos a Hamburgo que ya le he pasado las órdenes, quedará abierta la ruta. El submarino estará ahí todos los viernes y lunes a las seis de la tarde, y se quedará hasta las seis de la mañana.

—Aberdeen es una ciudad grande. ¿Tiene un buen código de referencias?

—Sí —el agente repitió los números y Faber los memorizó.

¿Eso es todo, mayor?

—Sí, señor.

—¿Qué piensa hacer con respecto al caballero del MI5 apostado en el edificio de enfrente?

—Tendré que despistarle —dijo el agente encogiéndose de hombros.

Faber pensó que eso no servía.

—¿Cuáles son sus órdenes para después de haberme visto? ¿Tiene un refugio?

—No. Se supone que iré a una ciudad llamada Weymouth, donde escamotearé una lancha para regresar a Francia.

«Eso no era en absoluto un plan», pensó Faber. En consecuencia Canaris sabía cómo se desarrollaría la cosa. Perfectamente.

—¿Y si los ingleses le detienen y le torturan?

—Tengo la píldora para suicidarme.

—¿Y la usará?

—Es lo más probable.

Faber le miró, diciendo: —Creo que podría hacerlo.

Colocó la mano izquierda sobre el pecho del agente e hizo presión sobre él como si estuvieran a punto de levantarse de la cama. De ese modo pudo notar con toda exactitud dónde acababa la caja torácica y comenzaba el abdomen. Introdujo la punta del estilete justo debajo de las costillas y empujó hacia arriba para llegar al corazón.

Los ojos del agente se abrieron desmesuradamente por un instante. Un sonido afluyó a su garganta, pero no llegó a ser emitido. Su cuerpo se convulsionó espasmódicamente. Faber hundió un poco más el estilete. Los ojos se cerraron y el cuerpo quedó inerte.

—Habías visto mi cara —dijo Faber.

8

—Creo que le hemos perdido el rastro —dijo Percival Godliman. Fredericks Bloggs asintió con la cabeza y agregó—: La culpa es mía.

Godliman pensó que el hombre parecía deshecho. Y tenía ese aspecto desde hacía casi un año, desde el día en que sacaron los restos destrozados de su mujer de debajo de los escombros de una casa bombardeada de Hoxton.

—No me interesa atribuir culpabilidades —dijo Godliman—. El asunto es que algo sucedió en Leicester Square durante los pocos segundos que perdió de vista a Blondie.

—¿Usted cree que se realizó el contacto?

—Posiblemente.

—Cuando le volvimos a localizar en Stockwell, pensé que ya había dado por concluido su día.

—De haber sido así, hubiera pospuesto la cita para ayer o de nuevo para hoy—. Godliman hacía construcciones con fósforos sobre su escritorio; se trataba de una costumbre que había adoptado mientras pensaba—. ¿Aún no se advierte movimiento alguno en la casa?

—Nada. Hace cuarenta y ocho horas que está ahí metido —repitió Bloggs—. Y todo es culpa mía.

—No se repita, hombre —dijo Godliman—. Yo decidí que le dejáramos marchar para que nos condujera a otro, y pese a todo creo que lo que hicimos está bien.

Bloggs permanecía inmóvil, con la expresión absorta y las manos en los bolsillos de su impermeable.

—Si se ha realizado el contacto no deberíamos retrasar la detención de Blondie, para así descubrir cuál era su misión.

—De esa manera nos perdemos la oportunidad de seguirle y desembocar en alguien más importante.

—Usted decide.

Godliman había construido una iglesia con sus fósforos y se quedó con la vista fija en ella. Luego tomó una moneda de su bolsillo y la arrojó al aire.

—Cruz —dijo. Déle otras veinticuatro horas.

El dueño era un irlandés maduro, republicano, de Lisdoonvarna, County Clare, que abrigaba la secreta esperanza de que los alemanes ganaran la guerra y liberaran para siempre a la isla Emerald de la opresión inglesa. Renqueaba con su artritis por todo el viejo caserón cobrando los alquileres de la semana mientras pensaba cuánto ganaría si le permitiesen elevar los precios a su verdadero valor de mercado. No era un hombre rico; sólo poseía dos casas, ésta y la otra más pequeña en la cual vivía. Estaba siempre de mal humor.

Llamó a la puerta del viejo del primer piso. Este inquilino siempre se alegraba de verle. Probablemente, se alegraba de ver a cualquiera. Le dijo:

—Hola, señor Riley, ¿quiere tomar una taza de té? —Hoy no tengo tiempo.

—Bueno, si es así… —el viejo le entregó el dinero—. Supongo que habrá visto la ventana de la cocina.

—No; no he entrado todavía.

—¡Ah! Bien, hay un cristal quitado. Yo lo tapé con la cortina de oscurecer, pero naturalmente entra el viento.

—¿Quién lo rompió? —preguntó el dueño de la pensión.

—Es gracioso que no esté roto. Simplemente estaba ahí sobre la hierba. Supongo que la masilla estaría floja y el cristal se ha salido. Lo colocaré yo mismo si usted me consigue un poco más de masilla.

«Pedazo de estúpido», pensó el dueño. Y prosiguió en voz alta:

—Supongo que no se le ha ocurrido que quizá le podrían haber entrado a robar.

—No lo había pensado —respondió el viejo, sorprendido.

—¿No le falta a nadie nada de valor?

—No me han dicho nada.

—Muy bien. Cuando baje echaré una mirada —dijo el dueño dirigiéndose a la puerta.

El viejo le siguió.

—No creo que el nuevo esté en su habitación —dijo—. No se oye un solo ruido desde hace un par de días. El dueño comenzó a olisquear.

—¿Ha estado cocinando en su habitación?

—No sé qué decirle, señor Riley.

Los dos se dirigieron escaleras arriba.

—De estar ahí, parece muy tranquilo —dijo el viejo.

—Cocine lo que cocine, tendrá que dejar de hacerlo. Huele muy mal.

El dueño llamó a la puerta. No hubo respuesta. Abrió y entró, con el viejo siempre detrás de él.

—Bien, bien, bien —dijo enfáticamente el viejo sargento—. Creo que tiene un muerto. —Se quedó de pie en la puerta, inspeccionando la habitación—. ¿Ha tocado algo, Paddy?

—No —replicó el dueño—. Mi nombre es señor Riley. El policía no se dio por enterado y prosiguió: —No lleva muerto mucho tiempo. He visto casos que olían peor.

Su inspección comprendió la vieja cómoda, la maleta sobre la mesita baja, la desteñida alfombra cuadrada, las cortinas mugrientas de la ventana y la desvencijada cama de la esquina. No había señales de lucha.

Se arrimó a la cama. La cara del joven tenía expresión de paz, con las manos cruzadas sobre el pecho.

—Si no fuera tan joven diría que se trata de un ataque al corazón. —No había ningún frasco de somníferos vacío que indicara un suicidio. Cogió la cartera de cuero que se encontraba sobre la cómoda e inspeccionó su contenido. Había una cédula de identidad, una libreta de racionamiento y cantidad de anotaciones—. Sus papeles están en orden; no le quitaron nada.

—Está aquí desde hace una semana más o menos —dijo el dueño—. Se puede decir que no sé nada de él. Vino del norte de Gales para trabajar en una fábrica.

—Bien —dijo el policía—. Si hubiera sido todo lo saludable que indica su aspecto, hubiera estado en el Ejército. —Abrió la maleta—. ¡Al diablo! ¿Qué es todo esto que hay aquí?

El viejo y el dueño habían ido entrando poco a poco en la habitación. El dueño dijo:

—Es una radio.

—Se está desangrando —comentó el viejo.

—¡Que nadie toque ese cuerpo!— ordenó el sargento. —Le han hundido un cuchillo en las entrañas —siguió insistiendo el viejo.

El sargento levantó cautelosamente una de las manos muertas del pecho para dejar al descubierto una pequeña mancha de sangre seca.

—Sí, ha sangrado —dijo—. ¿Dónde está el teléfono más próximo?

—Cinco puertas más abajo —le respondió el dueño. —Cierren esta puerta con llave y no entren hasta que yo vuelva.

El sargento abandonó la casa y llamó a la puerta del vecino que tenía teléfono. Abrió una mujer.

—Buenos días, señora. ¿Puedo usar su teléfono?

—Pase —dijo ella, conduciéndole hasta el teléfono, que estaba en el vestíbulo, sobre un soporte—. ¿Ha sucedido algo interesante?

—Ha muerto un inquilino en una pensión que queda algo más arriba —le respondió mientras marcaba el número correspondiente.

—¿Asesinado? —preguntó ella con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Eso lo podrán decir los expertos. ¿Oiga? Con el inspector Jones, por favor. Habla Canter. —Miró a la mujer—. ¿Puedo pedirle que se retire a la cocina mientras hablo con mi superior?

Ella se fue defraudada.

—Hola, jefe. El cadáver tiene una herida de cuchillo y una maleta con un radiotransmisor.

—Repítame la dirección otra vez, sargento.

El sargento Canter se la dio.

—Sí, es el que ellos han estado siguiendo. Es un asunto del MI5, sargento. Vaya hasta el número 42 y comunique al equipo de observación lo que usted ha encontrado. Yo me comunicaré con su jefe. Adiós.

Canter le dio las gracias a la mujer y atravesó la calzada. Estaba bastante ansioso. Aquél era tan sólo su segundo caso de asesinato en treinta y un años como policía municipal, y resultaba que implicaba espionaje. Todavía podían ascenderle a inspector.

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