La isla de las tormentas (7 page)

Read La isla de las tormentas Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

BOOK: La isla de las tormentas
10.83Mb size Format: txt, pdf, ePub

Esta casa está construida de grandes piedras grises y pizarra, del color del océano. Tiene ventanas pequeñas y puertas muy seguras, y en el extremo una chimenea que mira hacia el pinar. Está ubicada en la cumbre de la montaña, en el extremo este de la isla, cerca de la parte redondeada del mango del bastón roto. Corona la montaña, desafiando al viento y la lluvia, no por bravuconería, sino para que desde ahí el hombre pueda ver a las ovejas.

Unos quince kilómetros más abajo, en el lado opuesto de la isla, hay otra casa de esa especie de playa; pero nadie vive ahí. En una época hubo otro hombre. Creyó ser más fuerte que la isla; pensó que podía cultivar avena y patatas, y criar unas cuantas vacas. Durante tres años luchó contra el viento, el frío y la tierra antes de admitir que estaba equivocado. Cuando se fue nadie quiso su casa.

Es un lugar duro, y sólo las cosas duras y resistentes sobreviven aquí: la roca dura, la hierba dura, las ovejas resistentes, las aves salvajes, las casas toscas y los hombres fuertes.

Para definir un lugar como éste se inventó la palabra «siniestro».

—La llaman la Isla de las Tormentas —dijo Alfred Rose—. Creo que os va a gustar.

David y Lucy Rose, sentados en la proa del bote pesquero, miraban por encima del mar picado. Era un hermoso día de noviembre, frío y algo ventoso, pero diáfano y seco. Un sol débil relumbraba sobre las olas más pequeñas.

—La compré en 1926 —continuó papá Rose—, cuando pensamos que estallaría una revolución y que necesitaríamos un lugar donde ocultarnos de la clase obrera. Se trata del lugar apropiado para pasar una estupenda convalecencia.

Lucy pensó que estaba expresándose con un sospechoso entusiasmo, pero tuvo que admitir que parecía un lugar encantador: al aire libre, natural y fresco. Y aquel traslado tenía sentido. Debían alejarse de sus padres y hacer un nuevo intento de pareja que acaba de casarse; y, en cambio, no tenía sentido trasladarse a una ciudad para ser bombardeados, sobre todo porque ninguno de los dos estaba en condiciones de prestar ayuda. Entonces el padre de David había revelado que él poseía una isla frente a la costa de Escocia, y parecía demasiado bueno para que fuera cierto.

—También las ovejas son mías —dijo papá Rose—. Los esquiladores vienen de Londres todas las primaveras, y la lana produce lo bastante como para pagar su sueldo a Tom McAvity. El viejo Tom es el pastor.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Lucy.

—Oh, Dios, debe de tener… ¿unos setenta?

—Entonces supongo que es un excéntrico —el bote se metió en la bahía, y Lucy pudo ver dos pequeñas figuras en el peñasco: un hombre y un perro.

—¿Excéntrico? No más de lo que serías tú si hubieras vivido sola durante veinte años. Habla con su perro.

Lucy se volvió hacia el marinero que pilotaba el bote y le preguntó:

—¿Con qué frecuencia viene usted?

—Una vez cada quince días, señora. Le traigo a Tom lasprovisiones, que no son muchas, y su correspondencia, que es menor todavía. Si usted me da su lista un lunes, y si puedo comprar lo que me encargue en Aberdeen, se lo traeré el lunes siguiente.

Apagó el motor y le tiró una cuerda a Tom. El perro ladraba y corría haciendo círculos, pues también él estaba excitado. Lucy puso un pie sobre el reborde de la embarcación y saltó fuera del bote, sobre el malecón.

Tom le estrechó la mano; tenía la cara correosa y una gran pipa con tapa. Era más bajo que ella, pero más ancho, y su aspecto era ridículamente saludable. Llevaba puesta la chaqueta más peluda que ella hubiera visto jamás y un suéter que debió de haber tejido alguna hermana vieja de algún lugar, más una gorra a cuadros y botas del Ejército. Su nariz era enorme, colorada y surcada de vasos sanguíneos. «Encantado», dijo cortésmente, como si ella fuera el noveno visitante del día en lugar de ser la primera cara humana que veía en catorce días.

—Aquí tienes, Tom —dijo el patrón del bote—. No conseguí huevos esta vez, pero había una carta de Devon.

—Debe ser de mi sobrina.

Lucy pensó que eso explicaba el suéter.

David aún continuaba en el bote. El piloto estaba ubicado detrás de él y le preguntó:

—¿Está preparado?

Tom y papá Rose se inclinaron sobre el bote para ayudar, y los tres levantaron a David en su silla de ruedas y lo dejaron en el malecón.

—Si no me voy ahora, tendré que esperar una quincena para tomar el próximo autobús —dijo papá Rose con una sonrisa—. Ya veréis que la casa está bien instalada, con todas las cosas arregladas. Tom os indicará dónde se encuentra todo —besó a Lucy, le dio un apretón a David en el hombro y estrechó la mano de Tom—. Bueno, pasad unos meses de descanso, juntos, reponeos totalmente y luego volved; os aguardan importantes trabajos de guerra.

Lucy sabía que no volverían hasta que no terminara la guerra. Pero no se lo había comentado a nadie todavía.

Papá volvió a entrar en el bote, y éste viró en un círculo cerrado. Lucy agitó su mano hasta que desapareció en la curva rodeando la isla.

Tom empujó la silla de ruedas, por lo que Lucy recogió las provisiones. Entre la parte de playa del malecón y la cumbre de la escarpada isla había un largo, dificultoso camino en forma de rampa. A Lucy le hubiera resultado muy difícil empujar la silla hasta arriba, pero aparentemente Tom lo hacía sin esforzarse.

La cabaña era perfecta.

Era pequeña y gris, y resguardada del viento por una especie de promontorio. Todo lo que fuera madera estaba recién pintado, y junto a los peldaños de la entrada crecía un rosal silvestre. Espirales de humo surgían de la chimenea y eran dispersadas por el viento. Las pequeñas ventanas daban sobre la bahía. Lucy dijo:

—¡Me encanta!

El interior había sido pintado, ventilado y limpiado; sobre el suelo de piedra había gruesas alfombras. Tenía cuatro habitaciones. Abajo había una cocina modernizada y un salón con hogar de piedra; arriba dos dormitorios. Un extremo de la casa había sido cuidadosamente remodelado para introducir cañerías y accesorios modernos, y poder construir otro cuarto de baño arriba, además de ampliar la cocina.

Sus ropas ya estaban colocadas en los armarios. Las toallas colgaban de las barras del cuarto de baño y había comida en la cocina.

Tom dijo:

—En el granero hay algo que tengo que enseñarle.

Era un cobertizo y no un granero. Estaba oculto detrás de la casa, y en su interior se veía un flamante jeep.

—El señor Rose dice que ha sido especialmente adaptado para que pueda manejarlo el joven señor Rose —dijo Tom—. Tiene las marchas, el embrague y el freno dispuestos para ser accionados con las manos. Eso dijo él —parecía estar repitiendo algo aprendido de memoria, como loro, como si no tuviera idea de qué podrían ser marchas, arranque, freno.

—¿No te parece magnífico, David? —preguntó Lucy.

—Sí, ¿pero adónde podremos ir con él?

—Siempre será bien venido cuando quiera compartir conmigo una pipa o unos tragos de whisky. Tenía muchos deseos de volver a tener vecinos.

—Muchas gracias —respondió Lucy.

—Aquí está el generador de electricidad —dijo Tom, volviéndose y señalando—. Yo tengo uno exactamente igual. Ponen el combustible aquí. Así obtienen corriente alterna.

—No es común; los generadores pequeños por lo general producen corriente continua —dijo David.

—No sé cuál será la diferencia, pero he oído decir que ésta es más segura.

—Es verdad. Una descarga de ésta puede arrojarle a uno hasta el otro extremo, pero la corriente continua mata. Volvieron a entrar en la cabaña y Tom dijo:

—Bueno, ustedes querrán instalarse y yo debo cuidar a las ovejas, de modo que les deseo que pasen un buen día. ¡Oh!, quería decirles que para cualquier emergencia yo puedo comunicarme con Londres por radio.

—¿Tiene transmisor? —preguntó David sorprendido.

—Sí —dijo Tom con orgullo—. Pertenezco al Royal Observer Corps y mi función es detectar aviones enemigos.

—¿Alguna vez ha detectado uno? —preguntó David. Lucy le echó una mirada furibunda, desaprobando el sarcasmo en el tono de voz de David, pero Tom no pareció notarlo y replicó:

—Aún no.

—Es una gran diversión.

Cuando Tom se fue, Lucy dijo:

—Él también quiere colaborar.

—Muchos de nosotros queremos poder aportar nuestra pequeña contribución —dijo David.

Ése era el problema, reflexionó Lucy mientras llevaba a su marido inválido hacia el interior de su nueva casa.

Cuando a Lucy le pidieron que visitara a la psicóloga del hospital, inmediatamente dio por sentado que David tenía afectado el cerebro. No era así, según la psicóloga.

—Todo lo que pasa es que le quedará una horrible cicatriz sobre el lado izquierdo —dijo ella—. Sin embargo la pérdida de sus dos piernas es un trauma, y no puede preverse cómo llegará a afectar su mente. ¿Tenía muchos deseos de llegar a ser piloto?

—Tenía mucho miedo —pensó Lucy en voz alta—, pero al mismo tiempo lo deseaba mucho.

—Bueno, necesitará todo el ánimo y respaldo que usted pueda brindarle. Y también mucha paciencia. Puede preverse que se volverá resentido y de mal carácter durante un tiempo. Necesita amor y descanso.

Sin embargo, durante los primeros meses que pasaron en la isla, él no pareció necesitar nada de eso. No le hizo el amor a ella, quizá porque esperaba a que sus heridas estuvieran totalmente cicatrizadas. Pero tampoco descansaba. Se sumergió en el asunto de la cría de ovejas, recorriendo la isla con el jeep y la silla de ruedas que llevaba en la parte de atrás. Puso cercas de alambre para contrarrestar el peligro de los acantilados más escarpados, mató las águilas, ayudó a Tom a entrenar un nuevo perro cuando Betsy comenzó a volverse ciega, y quemó el brezal; y en la primavera salió todas las noches para ayudar a parir a las ovejas. Un día derribó un gran pino viejo cerca de la cabaña de Tom, y se pasó una quincena desgajándolo, partiéndolo para convertirlo en leños manejables y acarrearlos a la casa para destinarlos a la chimenea. Realmente, disfrutaba mucho con las ásperas tareas manuales. Aprendió a acomodarse bien en la silla para tener un punto de apoyo mientras blandía el hacha o el mazo. Se fabricó un par de garrotes y se ejercitaba con ellos durante horas cuando Tom no podía hallarle tarea alguna. En consecuencia, los músculos de sus brazos y de la espalda se desarrollaron en forma casi grotesca, como los de esos hombres que ganan campeonatos de musculatura.

Lucy no se sentía desgraciada. Había temido que él pudiera sentarse junto al fuego todo el día y meditar sobre su mala suerte. La forma en que trabajaba podía llegar a preocupar un poco, dado su carácter obsesivo, pero al menos no se dedicaba a vegetar.

Le contó del niño durante la Navidad.

Por la mañana ella le regaló una sierra de motor accionado con combustible y él a ella una pieza de seda. Tom vino a cenar, y se comieron un ganso silvestre cazado por él. Después del té, David llevó al pastor a su casa, y cuando estuvo de regreso, Lucy abrió una botella de brandy. Después le dijo:

—Tengo otro regalo para ti, pero no podrás abrirlo hasta mayo.

—No sé de qué diablos estás hablando —dijo él riéndose—. ¿Cuánto brandy has tomado mientras yo estuve ausente?

—Voy a tener un hijo.

Él se quedó mirándola, y toda la risa se le desdibujó de la cara.

—¡Santo Dios, era lo único que nos faltaba!

—¡David!

—Pero, por todos los diablos… ¿cuándo sucedió?

—No es muy difícil adivinarlo, ¿no? —dijo ella—. Debió ser una semana antes de nuestra boda. Es un milagro que haya sobrevivido al accidente.

—¿Has visto a algún médico?

—¿Cómo iba a hacerlo?

—¿Y entonces cómo puedes estar segura?

—Oh, David, no te pongas tan pesado. Estoy segura porque no tengo la regla y me duelen los pezones, vomito por las mañanas y mi cintura tiene unos diez centímetros más que antes. Si alguna vez me miraras te habrías dado cuenta.

—Está bien.

—¿Qué te pasa? ¡Se supone que deberías estar encantado!

—¡Naturalmente! ¡Quizá tengamos un hijo con el que podré salir a caminar y jugar al fútbol, y que crecerá queriendo ser como su padre, un héroe de la guerra, un monigote sin piernas!

—Oh, David, David —murmuró ella, arrodillándose ante su silla de ruedas—. David, no pienses así. Te respetará, te tomará como ejemplo porque supiste volver a organizar tu vida, y porque puedes hacer el trabajo de dos hombres juntos desde tu silla de ruedas, y porque has llevado tu invalidez con coraje y jovialidad y…

—No seas tan malditamente condescendiente —replicó—. Suena a sermón parroquial.

—Bueno, no actúes como si yo tuviera la culpa. Creo que los hombres también pueden tomar precauciones, ¿no? —dijo ella poniéndose de pie.

—¡No contra camiones invisibles durante un oscurecimiento!

Había sido una discusión sin sentido y ambos lo sabían, de modo que Lucy no dijo nada. Ahora toda la idea de celebrar la Navidad parecía totalmente superflua: los trozos de papel de colores en las paredes, y el árbol en el rincón, y los restos del ganso que esperaban en la cocina para ser tirados, nada de todo aquello tenía vinculación alguna con su vida. Comenzó a preguntarse qué estaba haciendo en aquella isla desolada con un hombre que parecía no quererla, teniendo un hijo que él no deseaba. Por qué no habría de… por qué no… bueno, podría… Luego se dio cuenta de que no tenía ningún lugar a donde ir, nada que hacer con su vida, ninguna otra identidad que adoptar como no fuera la de ser la señora David Rose. En un momento dado David dijo:

—Bueno, me voy a la cama.

Él mismo dirigió la silla hacia el salón, se arrastró fuera de ella y subió de espaldas las escaleras. Ella le oyó arrastrarse por el suelo, oyó crujir el somier cuando él se impulsó sobre la cama, oyó las ropas que iban a dar contra el rincón del cuarto a medida que él se desnudaba, y luego oyó el chirrido final de los muelles, señal que él se estiraba y se cubría con las mantas.

Y aún no podía llorar. Miró la botella do coñac y pensó: «Si ahora me la bebo toda y me doy un baño, quizá por la mañana habré dejado de estar embarazada.»

Pensó acerca de eso durante largo tiempo, hasta que llegó a la conclusión de que la vida sin David, la isla y el niño sería aún peor, porque estaría vacía.

Por lo tanto, no lloró, y no se tomó el coñac, y no dejó la isla; en cambio, subió las escaleras, se metió en la cama y se quedó despierta junto a su marido, escuchando el viento y tratando de no pensar, hasta que las gaviotas comenzaron a hacerse oír, y el amanecer gris y lluvioso se hizo sentir sobre el mar del Norte y llenó la pequeña habitación con una luz fría y pálida, y entonces por fin se quedó dormida.

Other books

The Secret Heiress by Judith Gould
Die Again Tomorrow by Kira Peikoff
Cowboy from the Future by Cassandra Gannon
Snowed by Pamela Burford
Falling by Kailin Gow
Inherit the Mob by Zev Chafets