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Authors: Ken Follett

Tags: #Espionaje, Belica, Intriga

La isla de las tormentas (13 page)

BOOK: La isla de las tormentas
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—Es una mujer con pantalones.

—¡Dios santo, por cierto! —El comandante dio media vuelta—. En estos días no se puede saber. ¡Qué cosa, las mujeres con pantalones!

Bloggs se presentó, diciendo:

—Hemos reabierto el caso de un asesinato que se cometió en 1940. Creo que usted vivió aquí en la misma época que el sospechoso principal, un tal Henry Faber.

—¡Por cierto! ¿Qué puedo hacer para prestar mi colaboración?

—¿Se acuerda usted bien de él?

—Perfectamente. Un tipo alto, de pelo negro, tranquilo, educado. Descuidado en su manera de vestir, hasta tal punto que si uno era del tipo de gente que juzga por las apariencias, podría equivocarse con él. A mí no me disgustaba; no me hubiera negado a trabar una relación más estrecha con él, pero él no se prestaba. Supongo que tendría más o menos su edad.

Bloggs reprimió una sonrisa. Estaba acostumbrado a que le atribuyeran más años por el hecho de ser policía.

—Yo estoy seguro de que él no lo hizo —agregó el comandante—. Sé algo acerca de los distintos temperamentos. No se puede mandar un barco sin saber un poco. Y si ese hombre era un maníaco sexual, yo soy Hermann Goering.

Súbitamente, Bloggs vinculó la rubia con pantalones y el error sobre su propia edad, y la conclusión le deprimió. Dijo:

—Debo observarle la conveniencia de pedir siempre a

la Policía su documento de identidad como tal.

El comandante quedó ligeramente desconcertado. —Muy bien. Veámoslo, entonces.

Bloggs abrió su cartera y la dobló dejando a la vista el retrato de Christine.

—Aquí está.

El comandante lo estudió un momento y luego dijo: —Se parece mucho.

Bloggs suspiró. El viejo estaba casi ciego.

—Bueno, es todo por ahora —dijo poniéndose de pie—. Gracias.

—Cuando necesite cualquier cosa de mí estoy a su disposición. No valgo mucho para Inglaterra en estos días. Y hay que ser bastante inútil para no estar siquiera en la Home Guard, usted lo comprenderá.

—Hasta pronto —dijo Bloggs, y salió de la habitación. La mujer se encontraba en el vestíbulo de la planta baja. Le entregó una carta a Bloggs.

—La dirección del muchacho es un apartado de correos —dijo ella—. Su nombre es Parkin…, no me cabe duda de que podrá localizarlo.

—Usted sabía que el comandante no me sería de utilidad —dijo Bloggs.

—Supongo que no. Pero un visitante le compensa el día. —Ella le abrió la puerta.

Siguiendo un impulso, Bloggs le preguntó:

—¿Quiere usted almorzar conmigo?

—Mi esposo se encuentra aún en la isla de Man —dijo ella con el rostro ensombrecido.

—Lo lamento…, creí que…

—Está bien, me siento halagada.

—Quería convencerla de que no somos la Gestapo. —Ya sé que no lo son. Simplemente, una mujer sola se vuelve amargada.

—Yo perdí a mi esposa en un bombardeo —dijo Bloggs.

—Entonces usted sabe cómo se llega a odiar.

—Sí —dijo Bloggs—. Se llega a odiar. —Bajó los escalones. La puerta se cerró tras él. Había comenzado a llover…

Entonces también llovía. Bloggs llegó tarde a su casa, pues había estado revisando material nuevo con Godliman. Ahora se daba prisa para poder llegar y estar media hora con Christine antes de que ella saliera con la ambulancia. Ya era de noche y el ataque aéreo había comenzado. Las cosas que Christine vio esa noche eran tan tremendas que había dejado de comentarlas.

Bloggs estaba orgulloso de ella. Los que trabajaban con Christine decían que era mejor que dos hombres. Ella se lanzaba a través del Londres oscurecido, conduciendo como una veterana, girando sobre ruedas al llegar a las esquinas, silbando y bromeando mientras la ciudad ardía a su alrededor. Decían que era temeraria. Bloggs sabía la verdad; estaba aterrorizada, pero no lo hubiera dejado traslucir. Él lo sabía porque vio sus ojos una mañana cuando se levantó mientras ella iba a acostarse y estaba con la guardia baja, pues seguían unas horas de alivio. Él sabía que no era temeraria, sino sólo valiente, y estaba orgulloso.

Cuando bajó del autobús llovía más fuerte. Se encajó bien el sombrero y se levantó el cuello. En el estanco se detuvo a comprar cigarrillos para Christine, que recientemente había comenzado a fumar, como muchas otras mujeres. El dependiente sólo le daba cinco cigarrillos por el racionamiento, y él los colocaba en la pitillera «Woolworth» de baquelita.

Un policía le detuvo y le exigió su documento de identidad; otros dos minutos desperdiciados. Pasó una ambulancia parecida a la que conducía Christine; también un camión de fruta pintado de gris.

A medida que se aproximaba a su casa comenzó a sentirse intranquilo. Las explosiones se oían cerca. Y podía oír claramente el avión. El East End tendría otra noche movida; él dormiría en el refugio Morrison. Había uno grande, muy cerca; apresuró el paso. También comería en el refugio.

Dio vuelta a la esquina de su casa, vio las ambulancias y los bomberos, y comenzó a correr.

La bomba había caído sobre la acera de su casa, más o menos en la mitad de la manzana, parecía cerca de su casa. «Dios mío, que no nos haya tocado a nosotros…»

Había dado directamente sobre el techo y la casa había quedado literalmente planchada. Corrió hacia donde se hallaba amontonada la gente, los vecinos y los bomberos. «¿Mi mujer está bien? ¿Está afuera? ¿Está ahí dentro?»

Uno de los bomberos le miró y le dijo:

—Nadie ha salido de ahí, compañero.

Los que efectuaban la labor de rescate estaban levantando las piedras y la mampostería. Súbitamente uno de ellos gritó:

—¡Aquí! —Luego dijo—: ¡Dios mío, es la Temeraria Bloggs!

Frederick se abalanzó hacia el lugar donde estaba el hombre. Christine estaba bajo un gran desprendimiento de cascotes. Su cara era visible; tenía los ojos cerrados.

El miembro del grupo de rescate gritó:

—La grúa, muchachos, es urgente.

Christine emitió un gemido y se movió.

—¡Está viva! —dijo Bloggs. Se arrodilló a su lado y le sacó la mano de debajo de los escombros.

—¡No puede mover eso! —le dijo el miembro del grupo de rescate.

Levantaron los escombros.

—Se va a matar —dijo el hombre, y se inclinó para ayudarle.

Cuando llegaron a setenta centímetros del suelo estaban metidos dentro y sostenían el peso con los hombros. Ahora el peso no estaba sobre Christine. Un tercer hombre vino a hacer fuerza y luego un cuarto y todos hacían fuerza juntos.

Bloggs dijo:

—La voy a sacar.

Se deslizó bajo la rampa de ladrillo y cogió a su esposa entre sus brazos.

—¡Diablos, está cediendo! —gritó uno.

Bloggs logró escabullirse de ahí abajo con Christine apretada contra su pecho. En cuanto él estuvo afuera, los del grupo de rescate se hicieron a un lado y dejaron caer el bloque de mampostería, que cayó a tierra con gran estruendo, y cuando Bloggs se dio cuenta de que eso había caído sobre Christine, supo que ella moriría.

La llevó hasta la ambulancia, que partió inmediatamente. Ella abrió una vez más los ojos antes de morir y dijo:

—Tendrás que ganar la guerra sin mí, querido.

Más de un año después, mientras caminaba bajando la loma de Highgate hacia el cuenco de Londres, con la lluvia mezclada con las lágrimas que le corrían por la cara, pensó que la mujer de la casa del espía había dicho una gran verdad: «Logran que uno odie.»

En la guerra los muchachos se vuelven hombres, y los hombres se vuelven soldados y los soldados llegan a ascender de jerarquía; y por esa razón Billy Parkin, de dieciocho años, que provenía de una pensión en Highgate ycuyo destino natural hubiera sido ser aprendiz de la curtiduría de su padre en Scarborough, tenía para el Ejército veintiún años y había ascendido a sargento. Su misión consistía en conducir su escuadrón de vanguardia a través de un bosque caluroso y seco, hasta una aldea encalada de Italia.

Los italianos se habían entregado, pero los alemanes no, y eran los alemanes los que estaban defendiendo Italia contra la invasión combinada de las fuerzas angloamericanas. Los aliados se dirigían a Roma, y eso, para el escuadrón del sargento Parkin, significaba recorrer un largo camino.

Terminaron de cruzar el bosque en la cumbre de un monte, y se echaron al suelo para contemplar el pueblo situado abajo. Parkin sacó sus prismáticos y dijo:

—Qué no daría yo por una puerca taza de un puerco té. —Ahora bebía, filmaba cigarrillos, se liaba con mujeres y su vocabulario era como el de todos los soldados en cualquier parte del mundo. Ya no asistía a las reuniones dominicales de la parroquia.

Algunos de aquellos pueblos estaban defendidos, y otros no. Parkin reconoció que era una buena táctica, pues no se sabía nunca cuál no estaba defendido, de modo que había que avanzar con suma cautela, y la cautela requería tiempo.

La falda del monte brindaba poco refugio, apenas unos cuantos arbustos, y el pueblo comenzaba al pie del mismo. Había unas pocas casas blancas, y un puente de madera por debajo del cual pasaba un río; más allá venían más casas en torno a una pequeña plaza con su correspondiente alcaldía y el reloj de la torre, desde la cual se divisaba perfectamente el puente. Si el enemigo llegaba allí, ellos podrían refugiarse muy bien en la alcaldía. Unas pocas siluetas trabajaban en los campos circundantes. Sabía Dios quiénes serían. Quizá fueran auténticos campesinos, o miembros de una de las tantas facciones: fascistas, mafiosos, corsos, partisanos, comunistas…, o incluso alemanes. Nunca se sabía de qué lado estaban hasta que no empezaban los tiros.

—Adelante, cabo —dijo Parkin.

El cabo Watkins volvió a meterse en el bosque y reapareció pocos minutos después en la polvorienta carretera que conducía al pueblo; iba ataviado con un sombrero de civil y una mugrienta manta vieja sobre el uniforme, caminaba con paso vacilante y llevaba sobre los hombros un atado que podría haber sido cualquier cosa, desde un mon

tón de cebollas hasta un conejo muerto. Llegó hasta la entrada del pueblo y se perdió en la oscuridad de una de las casas bajas.

Pasado un momento salió y, arrimándose contra la pared del lado que no podía ser divisado desde la aldea, miró hacia los soldados apostados en la cima y por tres veces hizo señas con el brazo en alto: uno, dos, tres.

El escuadrón comenzó a marchar hacia abajo por la falda de la montaña en dirección de la aldea.

—Todas las casas están vacías, sargento —dijo Watkins. Parkin asintió. Eso no significaba nada.

Se desplazaron a través de las casas hasta la orilla del río. Entonces Parkin dijo:

—Es tu turno, Smiler. Te toca atravesar el Mississippi, vamos.

El asistente Smiler Hudson apiló cuidadosamente su equipo, se quitó el casco, las botas y la camisa, y se deslizó hacia la estrecha corriente de agua. Emergió en el lado opuesto, trepó a la orilla y desapareció entre las casas. Esta vez la señal se hizo esperar más; la inspección debía cubrir un área mayor. Finalmente, Hudson inició el retorno a través del puente de madera.

—Si están aquí, se han escondido —dijo.

Recuperó su equipo, y los hombres del escuadrón cruzaron el puente para entrar en la aldea, manteniéndose luego pegados a las paredes mientras se encaminaban a la plaza. Un pájaro salió volando de un techo y sobresaltó a Parkin. A medida que pasaban los hombres abrían puertas a patadas. No había un alma.

Permanecieron al borde de la plaza. Parkin señaló con la cabeza la alcaldía diciendo:

—¿Has entrado ahí, Smiler?

—Sí, señor.

—Entonces todo indica que el lugar es nuestro. —Así es, señor.

Parkin se adelantó para cruzar la plaza, y entonces sucedió. Estampidos de rifles y ametralladoras les rodearon. Watkins, que iba adelante, soltó un grito de dolor y se agarró la pierna. Parkin le levantó en vilo. Un tiro le arrancó el casco de metal. Corrió hasta la casa más próxima, aseguró la puerta y se dejó caer al suelo.

El tiroteo se interrumpió. Parkin se atrevió a mirar afuera. En la plaza había un hombre herido: Hudson. Se movió y sonó un tiro aislado. Ya no se movió más.

—Hijos de puta —dijo Parkin.Watkins hacía algo con su pierna mientras maldecía. —¿Aún tienes ahí la bala? —preguntó Parkin.

—¡Ay! —gritó Watkins con una sonrisa dolorida y manteniendo algo en alto—. Ya no. —Parkin volvió a mirar afuera—. Están en la torre del reloj. Nadie hubiera creído que había sitio ahí. No pueden ser muchos.

—Pero pueden tirar bien.

—Sí. Nos tienen inmovilizados. —Parkin frunció el ceño—. ¿Tenemos fuegos de artificio?

—Sí.

—A ver, echemos una mirada. —Parkin abrió la mochila de Watkins y sacó la dinamita—. Bueno, prepárame una mecha de diez segundos.

Los otros estaban en la casa de enfrente. Parkins les gritó:

—¡Escuchad!

Apareció una cara ante la puerta.

—¿Sargento?

—Voy a tirar un tomate. Cuando pegue el grito abridme.

—¡De acuerdo!

Parkin encendió un cigarrillo. Watkins le entregó un cartucho de dinamita. Parkin gritó: «¡Fuego!» Encendió la mecha con el cigarrillo, salió a la calle, echó el brazo hacia atrás y arrojó el cartucho hacia la torre del reloj, escabulléndose hacia adentro con el ruido de los disparos de sus propios hombres en los oídos. Una bala dio en el marco de madera y una astilla le rebotó bajo el mentón. Oyó la explosión de la dinamita.

Antes de que pudiera mirar, alguien desde la acera de enfrente, gritó:

—¡Estupendo, en el blanco!

Parkin dio un paso afuera. La vieja torre del reloj se había desplomado. Se oía un sonido incongruente a medida que el polvo se depositaba sobre las ruinas.

—¿Has jugado alguna vez al críquet? —preguntó Watkins—. Ha sido un lanzamiento genial.

Parkin caminó hacia el centro de la plaza. Los restos humanos desperdigados permitían deducir que se trataba de unos tres alemanes.

—De todos modos la torre estaba bastante deteriorada —dijo él—. Seguramente se hubiera caído igual si todos juntos hubiéramos estornudado junto a ella —dijo volviéndose—. Otro día otro dólar. —Era una frase que había aprendido de los yankis.

—¿Sargento? La radio. —Era el operador de radio.

Parkin se acercó y cogió el aparato.

—Aquí el sargento Parkin.

—El mayor Roberts. Por el momento queda liberado del servicio activo, sargento.

—¿Por qué? —En un primer momento Parkin pensó que se había descubierto su verdadera edad.

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