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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (22 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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"Contestar a vuelta de correo, ordenando compra inmediata".

Quedaba el montón de revistas. Como Orville prefería examinarlas con plena atención, en espera de quedar libre, las puso a un lado.

Durante otro minuto dejó hablar a su madre a rienda suelta, hasta que al fin la interrumpió:

—Escucha, mamá… escucha, por favor… espero una conferencia de Pensilvania… tengo que dejarte… sí, mamá, debes ir a visitar a ese nuevo médico, si es como dicen… sí, desde luego, yo te llevaré en el coche… pasaré a buscarte mañana a las tres menos cuarto… no, no me olvidar‚… sí, te lo prometo. Muy bien, mamá, muy bien. Adiós.

Colgó y permaneció inmóvil, sorprendido, como siempre lo estaba, de lo agotado que se encontraba al terminar estas llamadas maternas. Al cabo de un minuto, más repuesto, acercó a la mesa la butaca giratoria y empezó a abrir las revistas. Orville estaba suscrito a todas las revistas pornográficas o picantes que se publicaban en el mundo. Esto formaba parte de la documentación que reunía para sus estudios comparados sobre las costumbres mundiales. Unos años antes tuvo ocasión de visitar al doctor Alfred Kinsey, ya fallecido, en el Instituto de Investigaciones Sexuales que dirigía en Bloomington (Indiana), y quedó impresionado ante su valiosa colección de temas eróticos. Deseoso de compilar su propio archivo, inició su propia colección y a partir de entonces anotó y archivó todas las semanas diferentes artículos, obras diversas y, lo que era más importante, dibujos y fotografías.

Orville encontraba invariablemente que esta parte del día era la más agradable y la que mayores recompensas le ofrecía. Gale tenía orden de no molestarle con llamadas telefónicas o visitas durante la media hora que seguía al fin de la conversación con su madre. Durante esta media hora, hojeaba sus revistas, sin anotarlas todavía, sino únicamente para hacerse una idea de lo que merecía la pena y de lo que no ofrecía interés. Durante el fin de semana, las llevaba a su piso y las estudiaba más a fondo, para tomar notas entonces.

Cogió cariñosamente la primera revista de tapas brillantes de la pila de siete. Era aquélla una de sus publicaciones favoritas, Clásicos femeninos, una revista quincenal muy bien presentada, publicada en Nueva York al precio de setenta y cinco centavos ejemplar, y que representaba una aportación de valor inapreciable para el estudio de las costumbres sexuales norteamericanas. Pasó despacio las páginas… aquí una pelirroja con pantalones blancos y los brazos cruzados por debajo de los desnudos senos… allí una rubia platino apoyada en el quicio de una puerta, completamente desvestida a no ser un retazo negro que le cubría la vulva… más allá una morena metida hasta las rodillas en el agua, con la espalda y las nalgas desnudas vueltas hacia la cámara fotográfica… después una magnífica doble página, para dejar ver a una completa belleza posando ante un lecho provisto de dosel… era una joven cubierta con un suéter lila que le llegaba hasta las caderas, desabrochado para mostrar sus enormes pezones, pero abrochado en el último botón para ocultar sus partes pudendas.

La mirada de Orville quedó fija en la provocadora muchacha, y, como siempre, no pudo dominar su incredulidad. La modelo tenía la cara tan suave y casta como la de una Madona. Su complexión, su tez, su pecho, su vientre y sus muslos eran juveniles y sin tacha. No aparentaba más de dieciocho abriles. Sin embargo, allí estaba, exponiéndolo todo, excepto su último secreto, a la mirada turbia y acalorada de millares de ojos. ¿Cómo era capaz de hacer aquello, y por qué? ¿No tenía madre, padre, o hermano? ¿No había recibido educación religiosa? ¿No deseaba salvar un vestigio de decencia para el amor de verdad? Una desnudez tan deliberada, tal postura descocada, eran una constante sorpresa para Orville, que no podía evitar sentirse escandalizado. Aquella linda jovencita había entrado en un estudio o en una mansión, para despojarse de todas sus prendas de vestir y ponerse un ridículo suéter nada más, mientras un hombre desconocido, o varios, le daban instrucciones acerca de la cantidad de pecho que debía revelar y de cómo el último botón debía taparle el… el… Dios del cielo, ¿cómo era capaz de hacerlo? Cuando extendía los brazos, andaba por el estudio o asumía diversas poses a buen seguro que lo enseñaba todo a aquellos extraños.

¿Qué placer le producía aquello? ¿Cumplidos y adulación? ¿El perverso placer del exhibicionismo? ¿La exigua cantidad que le pagaría el fotógrafo? ¿La esperanza de que la viese algún productor cinematográfico y la contratase? ¿Por qué lo hacía?

Mientras continuaba examinando la fotografía a doble página, Orville se preguntaba dónde se encontraban todas aquellas lindas muchachas que se despojaban con tal presteza de sus ropas. ¿Podría examinar clínicamente a alguna de ellas… por ejemplo la de la doble página? ¿Se mostraría dispuesta a posar ante una de las primeras autoridades norteamericanas en cuestiones sexuales? ¿Y cuando hubiese posado, y tras responder a sus preguntas, accedería a…?

Mirando aquellos desvergonzados pezones rosados, Orville se enfureció de pronto. Joven perra pecadora, se dijo.

"Impúdica mujerzuela —pensó—, que permaneces ahí de pie, en postura provocativa y salaz, para incitar a una multitud de hombres desvalidos, posando de manera tan indecente para hacer mofa de todo cuanto tiene de sagrado y santo la procreación y el amor". Ningún castigo era bastante riguroso para aquellas desvergonzadas. Una frase y luego otras acudieron al cerebro de Orville: "Una gran merced me ha sido concedida. Anoche tuve el privilegio de llevar un alma descarriada a los amantes brazos de Jesús". ¿Qué era esto? ¿Dónde lo había oído o leído? Entonces se acordó.

Lo había dicho el reverendo Davidson, refiriéndose a Ms Thompson.

Con un suspiro, Orville cerró la doble página y continuó hojeando la revista. Cuando terminó la primera, tomó las restantes, una a una, sin permitirse nuevas reflexiones de escándalo ni nuevas filosofías. Casi media hora después, terminó su labor científica. Colocó pulcramente las revistas con las otras, en lo alto de su librería, donde esperarían la llegada del fin de semana, y regresó a su mesa para leer el Post de Denver, antes de comenzar el dictado.

Después de aquellas revistas, Orville encontró insípido su periódico favorito. Recorrió con la mirada las columnas impresas, que trataban de guerra o de política, pasando de la sección de sucesos a la sección de divorcios. Tuvo que llegar a la séptima página para que los titulares que figuraban sobre una gacetilla retuviesen su atención y le obligasen a incorporarse, muy tieso. Los titulares rezaban:

BODA DE DISTINGUIDO PROFESOR INGLES CON SEÑORITA DE BOULDER.

Una débil campanilla de alarma resonó en el fondo de la mente de Orville. Se inclinó sobre la gacetilla, un suelto que apenas ocupaba cinco centímetros, para leerlo con avidez primero y releerlo después, más despacio.

Las palabras caían sobre él como mazazos:

"El Dr. Harvey SEIT", profesor de Arqueología en Oxford, que se encuentra en intercambio de un año en… y Ms. Beverly Moore, agregada a la Administración de la Universidad de Colorado… sorprendieron a sus amigos… ayer estuvieron en Las Vegas… para regresar anoche… segundo matrimonio para el novio… establecerán su hogar en Inglaterra, patria del novio donde el año próximo el doctor Smyth… será festejado esta noche por los miembros de la facultad".

Orville dejó que el periódico cayese de sus manos a la mesa. Permaneció sentado, apenado y silencioso, mirando con ojos secos la gacetilla, ataúd de sus ilusiones.

Beverly Pence era ahora Beverly Smyth, para hoy y para toda la eternidad, para siempre, de modo irrevocable. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre.

Pese al dolor que sentía, Orville fue capaz de razonar serenamente.

No culpaba a Beverly Moore. El no era su víctima. La culpa la tenían su madre y hermana. De quienes sí era víctima, juguete de dos tiranos consanguíneos, su mártir, el mártir de sus pálidos cromosomas y genes.

Después de varios minutos de aturdimiento, dobló el periódico y lo tiró en el cesto de los papeles. Sobre la mesa quedaban los restos del correo que había abierto y a un lado, la carta de la doctora Maud Hayden.

Orville tomó el teléfono y se lo puso delante. Su primera idea fue llamar a su madre para decirle que mañana tomase un taxi para ir a visitar a su nuevo médico y si no, que se fuese al cuerno. Pero pensó que la llamada a su madre podía esperar. En cambio, ordenó a Gale que le marcase un número de Colorado Springs.

Esperó con pleno dominio de sí mismo, relamiéndose por anticipado.

Cuando oyó la voz de su hermana, notó con agrado que era tan chillona como la de su madre.

—¿Dora? Soy Orville.

—¿Qué es eso de llamar en pleno día? ¿Ocurre algo? ¿Está bien mamá?

El hizo caso omiso de la última pregunta.

—Lo que ocurre es esto, Dora… este verano me iré… me voy al Pacífico para trabajar en colaboración con la doctora Maud Hayden. He querido que tú fueses la primera en saberlo, para que luego no te quejes y digas que no tuviste tiempo de prepararte… para recibir a mamá en tu casa.

—¡Orville! ¿Estás loco…?

—Me voy, Dora, me voy, y tú y Vernon me sustituiréis. Que te vaya bien, Dora, y feliz Día de la Madre.

Depositó el receptor en la horquilla y el agudo chillido de Dora se ahogó en la indiferente garganta del teléfono.

Tenía el corazón destrozado, pero esto no le impidió sonreír, finalmente.

Cuando Claire Hayden hubo archivado las copias de las cartas dirigidas al doctor Orville Pence, Dr. Walter Zegner, Dr. Sam Karpowicz y doctora Rachel DeJong, y sacó copias de los nuevos datos que habían llegado, descendió con Maud a la planta baja para tomar un tentempié en la cocina, donde Marc se les reunió. Después, él regresó a sus clases, mientras Claire y Maud subían de nuevo al estudio.

Eran las dos menos cinco de la tarde y Claire estaba sentada frente a la máquina de escribir, puesta al lado de su mesita de trabajo. Tecleaba con rapidez, transcribiendo una carta al profesor Easterday que Maud había dictado antes y ella había tomado taquigráficamente. La carta versaba sobre diversos problemas prácticos. Cuando llegó a un punto y aparte, se interrumpió para desabrocharse el suéter de cachemira, quitarse los zapatos planos e inclinarse hacia la mesa para coger un cigarrillo. Mientras lo encendía, vio a Maud reclinada en el sofá, absorta en la lectura y en las notas que tomaba de Les derniers sauvages, de Radiguet.

Maravillada ante el poder de concentración de Maud, Claire continuó escribiendo a máquina. Acababa de pulsar el tabulador, cuando sonó el teléfono colocado detrás de la máquina de escribir. Tomó el receptor para contestar. La telefonista anunció una conferencia de Los Ángeles.

Escuchó y dijo:

—Un momento, por favor. Ahora se la paso… Maud, conferencia de Los Ángeles. Cyrus Hackfeld quiere hablar contigo.

Maud pegó un brinco en el sofá.

—¡Dios mío, supongo que todo seguirá igual para esta noche!

Claire cedió el receptor y la silla a Maud, y empezó a pasear por la estancia, fumando y escuchando.

—¿Mr. Hackfeld? ¿Cómo está usted? —La voz de Maud denotaba una ligerísima ansiedad—. Espero que nada habrá…Se interrumpió y se puso a escuchar atentamente.

—Vaya, cuánto me alegro de que usted venga. A las ocho me parece muy bien.

Escuchó de nuevo.

—¿Ha dicho usted Rex Garrity? No, nunca he tenido el gusto, pero sé quién es, claro… es un hombre muy conocido… con tantos libros como ha publicado…

Al oír mencionar el nombre de Garrity, Claire, que estaba cerca del sofá, prestó más atención. Ella y Maud escuchaban ahora con suma atención.

Estaba hablando Maud:

—¿Es esto lo único que le preocupa? Pues no tenía necesidad de llamar para decírmelo, hombre de Dios. Naturalmente que puede venir. Nos sentiremos muy honrados recibiéndolo en nuestra casa. Únicamente tendremos que poner otro plato en la mesa. Dígale que será una cena sin cumplidos ni ceremonias… al estilo polinesio. —Se echó a reír, escuchó y después preguntó—: Supongo que usted vendrá con su esposa, ¿no es eso? Tengo muchas ganas de verla nuevamente. Por favor, dígale que también estarán los Loomis. Creo que tiene mucha simpatía por él… Hasta esta noche, Mr. Hackfeld. Todos le esperamos con impaciencia. Adiós.

Después de colgar, Maud meditó un momento, mientras se balanceaba en la silla giratoria. Después, al darse cuenta de la curiosidad de Claire, se levantó.

—Quería saber si puede traer otro invitado. Rex Garrity estaba en su despacho, Hackfeld mencionó casualmente Las Tres Sirenas y Garrity manifestó deseos de acompañarle. —Hizo una pausa—. ¿Sabes quién es Rex Garrity…?

—Leerlo equivale a odiarlo —dijo Claire, risueña—. Cuando aún iba a la escuela superior, un verano, durante las vacaciones leí todas sus obras.

Entonces me pareció la figura más romántica de la época. Cuando pasé a la universidad, tuve que releer algunas de sus obras para un estudio que preparaba, y aún no había llegado a la mitad cuando tuve que salir en busca de Biodramina.

—No acabo de entenderte.

—Para evitar las náuseas producidas por el mareo, causado a su vez por tanto viaje. ¡Qué dramones tan teatrales, truculentos y falsos! Viene a ser una especie de Richard Halliburton pasado por agua, si es que tal cosa es posible. El Camino de la aventura, donde atraviesa nadando el canal de Suez y asciende al Ixtlachihuatl. La Mujer Dormida… para decir que la ama; una noche pasada en la tumba del rey Tut… ¿Qué títulos tenían las demás obras? Ah, sí, ya me acuerdo… Tras las huellas de Aníbal, Tras los pasos de Marco Polo, Siguiendo la sombra de Ponce de León, La huida de Lord Byron… qué sarta de falsedades… y con ese estilo de revista, rodeado por un bosque de signos de admiración…

Maud se encogió de hombros.

—Supongo que tiene un lugar, de todos modos…

—En el cubo de la basura.

… después de todo, sus obras se venden a millares.

—Eres demasiado objetiva al enjuiciar a las personas —dijo Claire—.

Este hombre y los restantes escritores melodramáticos corrompieron a una generación con sus mentiras y su romanticismo trasnochado, ocultando la verdad acerca de las realidades del mundo en que vivimos. Y ten en cuenta que hablo como romántica, tú lo sabes muy bien.

Maud vacilaba.

—Reconozco que no he leído muchos libros suyos, pero los que leí… sí, me parece que estoy de acuerdo contigo. Sin embargo, esto no quita que pueda ser un compañero de mesa muy agradable.

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