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Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (21 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
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Sin embargo, pese a la aversión que los viajes le inspiraban, Orville tuvo que admitir que la posibilidad de una visita a Las Tres Sirenas lo encandilaba, como lo encandilaban las costumbres sexuales imperantes en las islas de los Mares del Sur. Las hallaba más bellas, menos rigurosas y repugnantes que las costumbres practicadas entre los indios hopis en las Aleutianas. Siempre se había sentido fascinado por la orgía, tal como se practicaba en el grupo Aríoi de Tahití, por el coitus interruptus practicado en Tikopia, por la desaprobación de que eran objeto las caricias en el pecho pero la aprobación que merecía el hecho de que las parejas se rascasen durante la cópula, costumbre practicada en Puka Puka, el ensanchamiento del clítoris femenino, por el simple expediente de colgarle un peso, que se practicaba en la isla de Pascua, o la aceptación del estupro colectivo, tal como se practicaba en Raivavae.

A juzgar por la carta de la doctora Hayden, las costumbres de la tribu que habitaba Las Tres Sirenas eran aún más prometedoras.

Orville comprendió que podían ser muy útiles para su obra. Además aunque sólo conocía a la doctora Hayden superficialmente, tenía bastante amistad con su hijo Marc, con quien se avenía considerablemente, pues ambos tenían mucho en común. Le sería muy agradable colaborar con Marc durante aquella expedición. Sin embargo, al embocar con el Dodge Welton Street, comprendió que soñaba despierto. Era imposible participar en aquella aventura. Su madre no lo permitiría. Su hermana Dora le haría una escena. Y además, si se iba perdería definitivamente a Beverly, si no la había perdido ya. Tendría que declinar aquella misma noche la invitación, dando las gracias de todos modos a la doctora Hayden, junto con afectuosos recuerdos para Marc y su señora.

Una vez zanjado este asunto, Orville dejó el automóvil en el aparcamiento de Welton y recorrió a pie la media manzana que lo separaba de la calle Dieciséis, donde estaba la sala de proyecciones. Al penetrar en el vacío vestíbulo del cine, se preguntó cuánto duraría aquella película francesa y si valdría la pena. Hacía más de un año, la Asociación Femenina de Colorado, estimulada por los editoriales que publicaba el Post de Denver, creó aquella comisión de Censura y lo invitó a participar como experto en ella.

El colaboró sin remuneración alguna —lo consideraba un servicio a la comunidad—, a no ser por una favorable publicidad personal en el Post. Hablando en términos generales, aquel cargo le gustaba, pues le permitía ver películas extranjeras y algunas de Hollywood completas, en una forma que el público no vería. Estos conocimientos prohibidos lo convertían en una persona interesante durante las reuniones de sociedad. También le agradaba pensar que salvaba de influencias corruptoras a la ciudad y elevaba su tono moral. Experimentaba cierta satisfacción al compulsar las estadísticas: de treinta películas examinadas durante los últimos doce meses, él era el responsable por la prohibición de cuatro, de que quince hubiesen sido expurgadas a fondo y de que otras seis se hubiesen proyectado con algunos cortes. Sus conciudadanos se beneficiarían de su inteligente vigilancia.

Penetró en el interior del local y encontró esperándole en el patio de butacas a las tres señoras de la comisión. Con una sonrisa y corteses inclinaciones de cabeza, estrechó la mano de las tres… primero la de Ms. Abrams, una mujercita alegre y vivaracha que parecía una bolita de mercurio escapada de un termómetro roto; después la de Ms. Brinkerhof, que parecía un jugador de baloncesto tocado con una gris peluca de mujer, y por último la de Ms. Van Horne, que siempre le hacía pensar en un entrante abundante, mechado y gelatinoso; incluso, le sorprendía ver que no llevaba una trufa en la boca.

Acto seguido, Ms. Brinkerhof hizo una seña al encargado de la proyección. Las luces se atenuaron y los títulos empezaron a aparecer en la pantalla. Orville se repantigó en la butaca de cuero, se caló bien las gafas y leyó el título: Producciones Versalles presentan Monsieur Bel Ami, según la obra de Guy de Maupassant.

Orville se había preparado ya para aquella proyección. La noche anterior leyó una sinopsis de la novela de Maupassant, publicada en 1885 y cuya acción transcurría en aquella época. También leyó el folleto publicitario editado por la distribuidora de la película y supo que el film intentaba remozar la acción de la vieja novela, situándola en el año 1960. Pero todo lo demás permanecía invariable y fiel a la novela, desde los personajes, el truhán periodista Georges Iluroy, las mujeres seducidas, Madeleine Forestier, Clotilde de Marelle y Basile Walter, los bienhechores a quienes traicionó, Charles Forestier y M. Walter, incluso, la trama, que refería el ascenso de Duroy desde el periodismo de tres al cuarto hasta la Legión de Honor y la candidatura a la Cámara de Diputados, sin olvidar los escenarios, París y Cannes.

Orville concentró la atención en la pantalla. Apareció la escena panorámica con el avión de transporte militar procedente de Argelia. La escena siguiente mostraba el aterrizaje en el aeródromo de Orly. Los ocupantes del avión, veteranos licenciados del ejército francés combatiente en Argelia, caían en brazos de parientes y amigos. Solamente uno permanecía solitario, sin que nadie saliese a recibirle. Era el alto y apuesto Georges Duroy, que después de mirar a sus compañeros, se dirigía cojeando al autocar que esperaba. Tras un fundido, la escena encadenaba con los Campos Elíseos a media tarde. Venía después un travelling de Duroy paseando y examinando unas tarjetas en busca de una dirección. Nuevo fundido y aparecía la redacción de La Vie Francaise, cuyo director, Forestier, daba cordialmente la bienvenida a su antiguo compañero de armas, Duroy. Seguía un interminable diálogo entre los dos antiguos oficiales, Forestier ofrecía un empleo en el periódico a Duroy y de pronto aparecía Madeleine, la esposa del director, y era presentada al viejo amigo.

Orville estudió a Madeleine al igual que en el film hacía Duroy.

Quienquiera que fuese aquella actriz, tenía un busto y unas nalgas formidables y sus ojos eran un auténtico afrodisíaco. Espectador veterano de películas francesas Orville intuyó que se aproximaba el clímax y metió la mano en el bolsillo para sacar su cuaderno de notas y la pluma provista de bombilla. No había de quedar decepcionado. Forestier invitó a Duroy a su mansión rural, situada en las cercanías de Chartres. A su llegada, Duroy supo que el director estaba en cama, a causa de una bronquitis. En la casa sólo estaba Madeleine para dar la bienvenida a Duroy. Se produjo entonces el fundido que ya era de esperar, y después otro y otro, y de pronto la pluma de Orville entró en gran actividad. Madeleine, luciendo sólo unos breves pantaloncitos de encaje, aparecía tendida en el diván del pabellón de caza, situado a un kilómetro de la mansión principal. Tenía los ojos cerrados, los carnosos labios entreabiertos, los turgentes senos desnudos y Duroy, que en la pantalla sólo se veía de medio cuerpo para arriba, pues estaba desnudo, apareció en escena para sentarse a su lado. Ella se agitó, murmuró algo en francés, y él la acarició, susurrando algo también e inclinándose hacia ella, cada vez más cerca, más cerca…

Después de esto, durante casi hora y media, Orville no dejó de tomar notas ni un momento… La indecencia del placer no disimulado que experimentaba Madeleine, sus entrevistas con Duroy… la desagradable escena entre el acaudalado propietario del periódico, M. Walter y Basile, su esposa, en la que la impotencia de aquél era ridiculizada… La sorprendente manera en que Duroy seducía a Basile, con la mayor sangre fría y desfachatez, en el coche cama de un tren que se dirigía a Cannes… los repugnantes fotogramas mostrando a las desvergonzadas jóvenes francesas que se exhibían en bikini por la Costa Azul… ¡qué ángulos… qué primeros planos…! El encuentro de Duroy y Susana, hija de Basile Walter, sus apasionadas acrobacias en el estrecho y húmedo espacio de una cabaña… El chantaje de que Duroy hacía objeto a sus amantes para alcanzar poder e influencia, sin ninguna recompensa al fin.

Las luces se encendieron. Orville meditó sobre lo que había visto. En su opinión, aquella película debía prohibirse en su totalidad. No obstante, no quería coger el rábano por las hojas. Si a las señoras de la comisión les gustaba, él no se opondría a que la proyectasen. No quería pasar por puritano.

Se volvió en la butaca para preguntar:

—Bien, ¿qué opinan, señoras?

Por sus expresiones arrobadas y ausentes, comprendió que la película les había gustado mucho. Las tres damas estropajosas guardaban silencio, hasta que Ms. Abrams se atrevió a opinar:

—En algunas escenas es un poquito fuerte y no creo que el protagonista dé muy buen ejemplo, pero… —Tras una breve vacilación, aventuró—: Yo… creo que tiene mérito artístico.

—Sí —repitió Ms. Brinkerhof, como un eco—, eso es, mérito artístico.

—Habría que declararla "No Apta" —agregó Ms. Van Horne.

Las damas habían dictaminado y Orville supo lo que tenía que decir.

No había que olvidar que los maridos de aquellos esperpentos eran hombres importantes.

—Me alegro de que estemos de acuerdo —dijo con animación—. De todos modos, considero que habría que hacer un corte principal… me refiero a la escena de la impotencia que resulta desagradable y no afecta en nada a la trama… y acaso cinco o seis supresiones menores. ¿Quieren ustedes que se las lea?

Las señoras experimentaban un sentimiento de culpabilidad colectiva y deseaban expiarla. Se mostraron muy dispuestas a escuchar las supresiones. Orville, con la monótona y doctoral voz que utilizaba siempre en tales ocasiones, les leyó las notas que había tomado. La comisión aprobó por unanimidad sus sugerencias, con alivio mal disimulado. Resuelto así el asunto, parecieron haberse librado de un peso y se mostraron alegres, enriquecidas en su romanticismo y libres de vergüenzas interiores.

Cuando Orville se despidió de ellas y salió del cine, tras alcanzar una nueva y juiciosa decisión, únicamente un enigma subsistía en su espíritu.

Este enigma, antiguo y gastado por el paso de los años, se resumía en una sola palabra: mujer. El era doctor en Antropología. ¿Cuántos años tendrían que pasar todavía para que pudiese considerarse doctor en aquella nueva asignatura: las mujeres? ¿Cuándo conseguiría entenderlas, él o cualquier otro hombre?

Una vez dentro del automóvil, y cuando se dirigía a su despacho pasó revista al film, a lo que tenía de bueno y a lo que tenía de desagradable, pensó en las pocas mujeres que había conocido y se acordó de su madre, su hermana y Beverly. Después de aparcar en el acostumbrado lugar de Arapahoe Street, y mientras se encaminaba a su despacho, situado en el edificio comercial que se alzaba en la esquina de las calles Arapahoe y Catorce, comprendió qué lo desazonaba tan profundamente. En realidad, él no quería ser un nuevo sir James Frazer, sino otro Georges Duroy. Esto, desde luego, no sería del agrado de su madre y de Dora, pero era lo que deseaba en aquellos momentos. Aunque no tenían por qué preocuparse, pues ya se le pasaría.

Su talante cambió tan pronto entró en la sala de espera, alfombrada de azul, de su despacho. Oyó a su secretaria que hablaba por teléfono:

—Un momento, por favor, creo que viene.

El la dirigió una mirada inquisitiva.

La secretaria cubrió el micrófono con la mano.

—Es su madre, doctor Pence.

Sin consultar el reloj, supo que debían de ser las dos en punto. Lo miró y, en efecto, eran las dos.

—Muy bien, dígale que espere un segundo. —Al dirigirse a su despacho, se acordó de que había olvidado almorzar—. Gale —dijo, volviéndose—, cuando me la haya pasado, pida unos bocadillos abajo. De bistec… sin salsa. Y leche desnatada.

Después de cerrar la puerta, se quitó el sombrero y el gabán, se instaló en la butaca giratoria, frente a la gran mesa de roble, y tomó el receptor.

—Hola —dijo, e hizo una pausa para que Gale, al oír su voz, cortase la línea. Cuando oyó el clic que indicaba que sólo le escuchaba su madre, su voz prescindió de su dignidad profesional.

—Hola, mamá, ¿cómo estás?

Le parecía como si la voz de Crystal se hiciese más chillona a cada nuevo año que pasaba.

—Sabes muy bien cómo estoy, todo sigue igual —dijo ella—. Lo que me importa es saber cómo está mi hijito.

El dio un respingo al oír "mi hijito"; nunca tuvo valor para recordar a su madre que le habían puesto un nombre de pila. Ella prosiguió:

—Parecías fatigado, esta mañana. ¿Estuviste trabajando por la noche?

El trató de decir que sí, que, efectivamente, había trabajado hasta muy tarde, pero ella no le escuchaba, y entonces él, resignado, se calló ante el torrente de palabras:

—"Y pensar que tienes el sueño tan fácil… como el de un niño! —prosiguió Crystal—. No sabes cómo envidio a las afortunadas personas que, puf, ponen la cabeza sobre la almohada y se quedan dormidas. Yo no tengo esa suerte. Cuántos más años tiene una, más difícil es conciliar el sueño. Tal vez he vivido demasiado. —El le aseguró que no había vivido demasiado.

Su madre le oyó sin duda, pues dijo—: Cuando quieres eres muy cariñoso; continúa siéndolo, hijito. ¡Hay tantos hijos que, cuando son grandullones, se olvidan de las únicas personas que les quieren de verdad! Amigos hay muchos, pero se pierden, y no se puede confiar en ellos. Solamente una madre, un corazón de madre, es digno de confianza. Las veces que he leído en el periódico el caso de una madre que ha dado su vida para salvar a sus hijos, metiéndose entre las llamas de un incendio, arrojándose al mar, lo que sea…: Algún día lo entenderás, hijito mío. Pero como te decía… no he podido dormir en toda la noche… las grageas no me sirven… y no hago más que soñar… los que no han sufrido insomnio no lo comprenden. Tienen que ser viejos para comprenderlo. Las grageas de nada sirven, hijo mío, no hay nada contra el insomnio, no confío ni en mi propio médico. Cuando yo era joven, el médico de cabecera era como un miembro de la familia, incapaz de mentir… incapaz de engañar al paciente y aprovecharse de su ignorancia, administrándole terrones de azúcar y hablándole de cosas sin pies ni cabeza, atribuyéndolo todo a trastornos psíquicos. ¡Qué tonterías! Lo que a mí me duele son los huesos, no el cerebro. Ah, hijito, si supieses lo mal que me siento hoy, el ardor que tengo en los brazos, en los pies, en los tobillos… es una verdadera tortura…

Orville comprendió que su madre no pediría su parecer hasta dentro de tres minutos, por lo menos, pues se hallaba arrebatada por sus propias palabras. Encajó el aparato receptor entre la oreja y el hombro y se puso a toser levemente de vez en cuando, para que ella pensara que escuchaba con atención, pero en realidad apenas prestaba oído a su resumen de achaques, que hubieran conseguido enriquecer la Anatomía de la melancolía, de Burton. Aprovechó aquella forzada inactividad para ver el correo. Dejando a un lado la carta de la doctora Maud Hayden, que pensaba leer después con más atención, abrió los demás sobres uno a uno, apartando algunos para contestar las cartas más tarde, dejando algunas para archivar y otras para el cesto de los papeles. La última carta que examinó procedía de París, de un vendedor de ediciones raras, que le anunciaba jubilosamente haber localizado un ejemplar, en perfecto estado, de la edición de 1750 de la obra de Freydier, Alegato contra el empleo de los cinturones de castidad. Satisfecho al ver que el precio de la obra era bastante razonable, Orville escribió al margen de la carta:

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