Read La isla de las tres sirenas Online

Authors: Irving Wallace

La isla de las tres sirenas (25 page)

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Durante el siguiente cuarto de hora, mientras mordisqueaba las pajas de colores de la limonada trató de concentrarse en la partida de bridge, esforzándose en compartir la alegría o el disgusto de las jugadoras cuando alguna de ellas daba un capote inesperado, pero sólo se daba cuenta de que la mirada de alguien estaba posada en ella.

Mirando por el rabillo del ojo, hacia la pared opuesta, le pareció ver al más atractivo de los dos jóvenes publicitarios mirándola a hurtadillas. Notó que un escalofrío de excitación le recorría el cuerpo y, tratando de hacerlo con disimulo, irguió la cabeza para que la línea del cuello resultase más airosa, se enderezó en la silla para sacar el pecho y cruzó las piernas (sus mejores triunfos) para exhibir su esbelta pantorrilla. Volvía a sentirse como la lejana muchacha de Omaha, sensación verdaderamente agradable y placentera. Se animó más y empezó a hacer comentarios y bromear con sus amigas acerca del juego. Notaba que la mirada del joven continuaba posada en ella y se arriesgó a echar otro furtivo vistazo. Sí, ahora la miraba fijamente con sus profundos ojos negros; tenía una boca irónica y una mandíbula cuadrada.

Sonrojada por su atrevimiento, decidió devolver la mirada para ver qué sucedía. Lo miró de hito en hito, pero no se produjo ninguna reacción en el joven. En aquel instante se dio cuenta de que sus miradas no se cruzaban. Se le cayó el alma a los pies y dio media vuelta, tratando de seguir la línea de su mirada, pues comprendió que no era a ella a quien se dirigía, aunque le pasaba muy cerca. Entonces vio el bar. Sentada en un alto taburete, que antes estaba vacío, estaba la joven, no tendría más de veinticinco años, que ella había visto jugando al tenis. Era pelirroja y parecía escandinava. La fina tela de su blusa hacía resaltar su pecho y los ajustados pantaloncitos blancos ponían de relieve sus piernas espléndidas y musculosas. Bebía whisky con soda. Devolvió la mirada al joven del otro lado del salón, mientras sonreía con expresión pícara, y después siguió bebiendo.

Lisa se sintió avergonzada y dolorida: era una loca, una loca ni joven ni vieja, a la que aquellas cosas estaban vedadas, por lo que sólo podía ser espectadora o intrusa. Su estúpida equivocación la hizo sonrojar y en aquel día de huida, volvió a desear únicamente la fuga. Unos instantes después, salió del club de tenis, tan abrumada por la derrota como si fuese un granadero de Napoleón durante la retirada de Rusia.

Al notar la discreta tosecita se incorporó, dándose cuenta con asombro de que se encontraba en el sofá amarillo de su propia sala, saliendo del reciente pasado y entrando en el presente, mientras el impecable Averil permanecía de pie ante ella con un segundo Martini seco doble.

La copa de cóctel que tenía en la mano estaba vacía. Con ademán huraño, la cambió por la copa llena.

—Gracias, Averil. Nada más de momento.

Cuando Averil se hubo marchado, ella se puso a beber, pero sin resultado alguno. La flotante euforia no acudía. En cambio, el Martini hizo que se sintiese blanducha, empapada, saturada, como un periódico mojado y arrugado.

La distrajo el ruido de una llave en la cerradura de la puerta principal.

Esta se abrió y, unos segundos después, Cyrus se materializó en la sala mientras se despojaba del gabán. Mostraba aún un aspecto activo y enérgico; todavía no se había desprendido de su aire de hombre de negocios importante, y su corpulenta humanidad se acercó a ella con paso firme y vigoroso, para detenerse y darle un beso en la frente.

—¿Cómo estás, querida? —preguntó—. Me sorprende encontrarte aún aquí. Suponía que ya estarías vistiéndote.

"Sí, vistiéndome —pensó ella—, vistiéndome en mi mortaja plisada."

—¿Vistiéndome? ¿Para qué?

—¿Para qué? —repitió Cyrus con expresión severa—. Para ir a Santa Bárbara. Vamos a cenar en casa de Maud Hayden.

—¿De veras? —preguntó ella con aire estúpido—. No me acordaba…

—Vamos, Lisa, lo sabes desde hace quince días. Últimamente lo he mencionado varias veces.

—Debo de haberlo olvidado. He estado pensando en otras cosas.

—Pues date prisa. Rex Garrity se empeñó en acompañarnos y yo no me opuse. Nos distraerá durante las horas que pasaremos en la carretera.

Estará aquí dentro de media hora o cuarenta minutos. Y nos esperan para cenar a las ocho.

—¿De verdad tenemos que ir, Cyrus? Yo no tengo muchas ganas. Empiezo a tener jaqueca.

—Ya se te pasará. Toma algo. Lo que tú necesitas es salir un poco más.

Encerrándote en casa como una ostra no te encontrarás mejor. Esta velada es muy importante.

—¿Y por qué es importante, se puede saber?

—Mira, querida, yo no soy nadie al lado de Maud Hayden. Esa mujer es uno de los primeros antropólogos del mundo. Está empeñada en que vayamos a su casa. Quiere que esta noche sea una verdadera solemnidad.

Ha descubierto unas islas tropicales… creo que ya te lo expliqué hace unas semanas. Las llaman Las Tres Sirenas y están en el Pacífico. Las visitará en compañía de un equipo formado por primeras figuras y nuestra Fundación le concede una importante subvención. Yo me apuntaré un gran tanto cuando ella presente su comunicación a la Liga Antropológica Americana. Los Ford y los Carnegie se darán cuenta entonces de quién es Hackfeld. Y el libro que escribirá será un bestseller seguro y además…

—Cyrus, por favor, ahora no estoy para eso…

Averil se presentó, trayendo un whisky con soda, y Cyrus lo engulló, como si fuese agua. Se atragantó, tosió y se esforzó por seguir hablando, pese a los accesos de tos.

—Además, en las últimas semanas no he hecho más que pensar en esta velada. Maud tiene una lengua de oro. A su lado, Sheherezada es una joven pesada, tímida y medio tartamuda. Pensé que la tribu de Las Tres Sirenas te interesaría tanto como a mí, con todas esas tonterías sexuales como eso de la cabaña de Auxilio Social, donde al parecer tienen un truco para resolver todos los problemas sexuales de las personas casadas… y la semana de fiestas que celebran a finales de junio, que se distinguen por su manga ancha y durante la cual…

Lisa se incorporó a pesar suyo.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Qué dices? ¿No lo habrás inventado?

—Lisa, por amor de Dios, te di el resumen de Maud, en el que expone los puntos principales de la cultura y costumbres de estas islas ¿No recuerdas esas páginas mecanografiadas que te di a leer? ¿Pero es que no las has mirado?

—Pues… la verdad, no lo sé. No, creo que no las miré. No me pareció interesante… sólo uno de esos pesados estudios sociológicos.

—¿Pesado? Ni por asomo. Lo que probablemente hacen allí esos indígenas, mestizos de blanco y de polinesio, haría parecer la Casa de Todas las Naciones tan grave y sosegada como el palacio de Buckingham.

—¿Es cierto… lo que has dicho… acerca de la cabaña de Auxilio Social?

—Maud cree que es cierto. Su fuente de información es buena. Irá allí al frente de un equipo, durante seis semanas de junio y julio, para verlo por sí misma. Esta noche nos reunimos para hablar de ello. Por eso nos invita a cenar.—Se frotó su cara rubicunda y pequeña—. Voy a afeitarme y vestirme. —Empezó a maniobrar con su corpachón, que parecía un dirigible, para dar la vuelta y marcharse, cuando de pronto se volvió a su esposa— Querida, sí de verdad tienes jaqueca, en ese caso… bien, no insisto…

Pero Lisa se levantó, casi con tanta energía como su marido.

—No… no te preocupes. Ya empiezo a encontrarme mejor. Sería un crimen perder una velada con Maud Hayden. Tienes razón. Voy a tomar un baño, y me vestiré volando.

Cyrus Hackfeld sonrió.

—Así me gusta. Que seas buena chica.

Lisa pasó su brazo por el doblado brazo de Cyrus, para agradecer lo de "buena chica" y después se preguntó si las mujeres cuarentonas se considerarían viejas en Las Tres Sirenas. En compañía de su esposo, ascendió después al primer piso, dispuesta a acicalarse para su última noche de juventud…

La cena fue servida en el comedor de los Hayden a las nueve y cuarto y Claire observó, mientras Suzu servía el postre, consistente en tartas de cereza, que eran casi las once menos veinte.

A Claire le parecía que la cena se había desarrollado de manera maravillosa. La sopa china de huevo fue consumida hasta la última cucharada.

El pollo a la Teriyaki acompañado de arroz, los guisantes chinos con castañas de agua y bolas de melón, acompañado de sake o aguardiente de arroz japonés, servido caliente en diminutas tacitas blancas. La cena fue del agrado general y todos los comensales repitieron, a excepción de los Loomis.

Incluso Rex Garrity, que se consideraba un gourmet internacional, felicitó a Maud por la cena, admitiendo que no había probado una mezcla de platos chinos y japoneses preparada con tanto arte desde que visitó Shangai en 1940, cuando las fuerzas de ambas naciones ocupaban la ciudad. La conversación también fue admirable bajo todos los aspectos, cordial y de un interés sorprendente. Claire disfrutaba tanto, que todo cuanto oía le parecía nuevo. Al comenzar la velada, durante el aperitivo y los entremeses —Suzu había preparado Rumaki, bollos de queso y cangrejo asado—, se produjo una breve y aguda escaramuza, un torneo verbal, entre Garrity y Maud. Ambos eran los que, entre los reunidos, habían visto más mundo, ambos estaban llenos de experiencia y de conocimientos, los dos estaban acostumbrados a ser escuchados y rivalizaron entre sí para llevar la voz cantante aquella noche, enzarzándose en una centelleante esgrima. Aquel asalto entre dos maestros consumados resultó fascinante. Garrity parecía ansioso por impresionar a Hackfeld y Maud, con sus dotes de hombre de mundo y su importancia. Maud estaba decidida a ser el centro de la velada y a conseguir que Hackfeld se sintiese orgulloso de financiar la expedición a Las Tres Sirenas. Cuando Suzu anunció que la cena estaba servida, Garrity, que había bebido más de la cuenta y estaba desconcertado por la terminología científica que esgrimía Maud, comprendió que los invitados sentían más interés por la dueña de la casa que por él. Bajando su lanza, se retiró de la liza.

Durante toda la cena, Maud llevó la voz cantante, y la manera como supo sacar partido de su victoria y presentó su nuevo hallazgo, acapararon la atención general. Después de poner a salvo su orgullo profesional confirmando, de autoridad a autoridad, varias de las digresiones que hizo Maud al hablar de su viaje, Garrity se consagró por entero a la cena. Dos o tres veces, hablando en voz baja, inició un téte a téte con Marc, que parecía escucharlo absorto.

A Claire le gustó ver que Garrity era exactamente como esperaba que fuese, a no ser porque se mostraba aún más lastimoso y patético. No le produjo ninguna sorpresa. Para Claire la verdadera sorpresa de la noche fue Lisa Hackfeld. Con la sola excepción de su atavío, Lisa no tenía nada de frívolo. Se mostró desenvuelta, agradable, falta de pretensiones e interesada por lo que se decía. Acudió dispuesta a postrarse a los pies de Maud, lo cual quería decir que se presentó sin darse aires de falsa importancia. Sus conocimientos etnológicos eran muy escasos y lo mismo podía decirse en lo tocante a las expediciones científicas y la Polinesia, y ella lo reconocía, pero deseaba saber más, saberlo todo inmediatamente, asimilar el mayor número posible de información. Durante toda la cena hizo numerosas preguntas a Maud, especialmente sobre Las Tres Sirenas, con gran placer por parte de Maud y tranquila satisfacción por parte de Hackfeld.

A la sazón, mientras apenas probaba el postre —estuvo demasiado nerviosa durante toda la velada para comer debidamente—, Claire estudió a hurtadillas a sus invitados. Al redactar aquella tarde las tarjetas que debían ponerse frente al lugar que ocuparía cada comensal, Claire preguntó a Maud si debía colocar a los caballeros y las señoras alternados, pero Maud respondió negativamente. Deseaba disponer a los invitados del modo más ventajoso para ella. Así, Maud ocupó la cabecera de la mesa, con Cyrus Hackfeld a su derecha y Lisa a su izquierda. En aquellos momentos, se dedicaba a profetizar las condiciones de vida que encontraría el equipo científico en Las Tres Sirenas.

Junto a Lisa se sentaba el presidente Loomis, de Raynor, que recordaba bastante al achacoso presidente Woodrow Wilson. En aquellos momentos estaba dedicado a la importante tarea de cortar su tarta de cereza. Frente a él, haciendo lo propio, estaba su esposa, que no se parecía a nadie en particular. En una ocasión, cuando sirvieron el segundo vino y también mientras tomaban la sopa, Loomis intentó exponer sus opiniones sobre los contrastes que ofrecía la educación universitaria norteamericana y soviética, sin que viniese a cuento, pero al ver que nadie le prestaba atención, excepto Claire, se encerró en la actitud de oyente culto, lo mismo que su esposa. Ambos permanecían silenciosos, tomando el postre, convertidos en dos distinguidas columnas de sal. En el lado opuesto de la mesa, frente a Garrity, estaba Claire, sentada junto al presidente Loomis, y al otro lado de ésta, al extremo de la mesa, Marc escuchaba atentamente al autor de libros de viajes, inclinado hacia él y asintiendo ante sus palabras, que llegaban a Claire en un confuso susurro.

Al ver que todos se hallaban ocupados, Claire examinó a Rex Garrity con mayor atención. Antes de aquella noche ya había conjeturado cómo era, pero entonces comprendió que lo conocía mucho más y que sabía quizás todo cuanto había que saber. Al verle inclinado y absorto en su conversación con Marc, se dijo que en otro tiempo debió de ser un hombre muy apuesto, como un antiguo poeta griego que hubiese sido también vencedor en las Olimpiadas. En la flor de la vida, o sea un cuarto de siglo antes, debió de ser un joven agraciado y esbelto, de cabellos rubios y ondulados, facciones finas y angulosas y modales curiosamente afeminados en aquel cuerpo fuerte y nervioso. El tiempo fue su peor enemigo, y bajo más de un aspecto, según sospechaba Claire. Tenía aún el cabello rubio y ondulado, pero rígido, como briznas de paja, y de aspecto tan artificial como si gastara tupé. En su cara se leían mil batallas libradas para adelgazar y probablemente estuvo lucida y chupada muchas veces consecutivas; en la actualidad estaba tan ajada por las vanidades de la vida y la bebida, que la piel le pendía fláccidamente, y su tez aparecía congestionada y surcada por pequeñas venas. En cuanto a su figura, era una triste ruina de aquella esbelta y gallarda apostura de Yale, de los antiguos tiempos en que sus obras conocieron éxitos sin precedentes. Aún tenía los hombros anchos y las caderas estrechas, pero poseía una grotesca y saliente panza como si el vientre hubiese sido la única parte de su anatomía que se hubiese rendido al paso del tiempo.

BOOK: La isla de las tres sirenas
6.17Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Far Traveler by Rebecca Tingle
Normal by Graeme Cameron
Silverthorn by Sydney Bristow
The Search by Iris Johansen
The Talents by Inara Scott
Fair Game (The Rules #1) by Monica Murphy
Full Throttle by Kerrianne Coombes
Nights with Uncle Remus by Joel Chandler Harris