La isla misteriosa (38 page)

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Authors: Julio Verne

BOOK: La isla misteriosa
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Así, pues, aquella médula de saúco, es decir, la celulosa, era fácil de recoger, y en cuanto a la otra sustancia necesaria para la fabricación del piroxilo, como no era más que ácido azótico fumante, Ciro Smith, que poseía ácido sulfúrico, había podido producir fácilmente el azótico, atacando con aquél el salitre que le proporcionaba la naturaleza.

Resolvió, pues, fabricar y emplear piroxilo, a pesar de los inconvenientes que tenía, como son una gran desigualdad de efecto, una excesiva inflamabilidad, puesto que se inflama a ciento setenta grados en vez de doscientos cuarenta, y en fin, una deflagración demasiado instantánea, que puede deteriorar las armas de fuego. En cambio, las ventajas del piroxilo consistían en que no se alteraba por la humedad, que no manchaba el cañón de los fusiles y que su fuerza propulsiva era cuádruple a la de la pólvora ordinaria.

Para hacer el piroxilo basta sumergir durante un cuarto de hora la celulosa en ácido azótico fumante, después lavarla en agua abundante y luego secarla, cosa sencillísima.

Ciro Smith sólo disponía de ácido azótico ordinario y no fumante o monohidratado, es decir, el ácido que emite vapores blancuzcos al contacto con el aire húmedo; pero sustituyendo a este último el ácido azótico ordinario mezclado en la proporción de tres volúmenes por cinco con ácido sulfúrico concentrado, debía obtener un resultado idéntico y lo obtuvo. Así, pues, los cazadores de la isla pudieron disponer en breve de una sustancia perfectamente preparada y que, empleada con discreción, dio excelentes resultados.

Hacia aquella época los colonos roturaron tres acres de la meseta de la Gran Vista y el resto se conservó en estado de pradera para el mantenimiento de los onagres.

Se hicieron varias excursiones a los bosques de Jacamar y del Far-West, y de ellos se llevó a la meseta una colección completa de vegetales silvestres, como espinacas, berros, rábanos, que debían modificarse en breve por medio de un cultivo inteligente, y templar el régimen de alimentación azoada a que hasta entonces habían estado sometidos los colonos de la isla Lincoln.

También se acarrearon notables cantidades de leña y carbón, y cada excursión era al mismo tiempo un medio de mejorar los caminos, cuya calzada se iba aplanando y apisonando poco a poco bajo las ruedas del carro.

El cotillo daba siempre su contingente de conejos a la despensa del Palacio de granito. Como estaba situado un poco más fuera del punto donde comenzaba el arroyo de la Glicerina, sus huéspedes no podían penetrar en la meseta reservada ni destrozar, por consiguiente, las nuevas plantaciones.

En cuanto al banco de ostras de las rocas de la playa, cuyos productos se renovaban frecuentemente, suministraba todos los días excelentes moluscos.

Además. la pesca, en las aguas del lago, en el río de la Merced, no tardó en ser fructífera, porque Pencroff había instalado sedales de fondo armados de anzuelos de hierro, en los cuales se prendían con frecuencia hermosas truchas y ciertos peces muy sabrosos, cuyos vientres argentados estaban sembrados de manchitas amarillas. Así Nab, encargado de la parte culinaria, podía variar agradablemente el
menú
de cada comida. No faltaba más que el pan en la mesa de los colonos, y ya hemos dicho que era una privación que sentían mucho.

También se dedicaron a la caza de las tortugas marinas, que frecuentaban las playas del cabo Mandíbula. En aquel paraje la playa estaba erizada de pequeños montículos, que contenían huevos perfectamente esféricos, de cáscara blanca y dura, y cuya albúmina tiene la propiedad de no coagularse como la de los huevos de ave. El sol se encarga de abrirlos y su número era naturalmente considerable, pues cada tortuga puede poner anualmente hasta doscientos cincuenta huevos.

—Este es un verdadero campo de huevos —observó Gedeón Spilett—; no hay más que agacharse y recogerlos.

Pero no se contentaron los colonos con el producto, sino que dieron también caza a los productores, caza que permitió llevar al Palacio de granito una docena de aquellos quelonios, verdaderamente muy estimables desde el punto de vista alimenticio. La sopa de tortuga con hierbas aromáticas y algunas crucíferas valió muchos elogios a Nab.

No debemos pasar por alto una circunstancia afortunada, que permitió hacer para el invierno reserva de provisiones. Varias bancadas de salmones se aventuraron por el río de la Merced, remontando su curso por espacio de varias millas. Era la época en que las hembras buscan los sitios a propósito para depositar sus huevos; precedían a los machos y hacían ruido al entrar en el agua dulce. Un millar de aquellos peces, que medían dos pies y medio de longitud, entró en el río y con sólo colocar algunas presas los colonos pudieron recoger varios centenares que fueron salados y reservados para el tiempo en que el frío, helando la corriente del río, hiciese imposible la pesca.

Por entonces el inteligentísimo
Jup
fue ascendido a la categoría de ayuda de cámara. Se le vistió con una chaqueta, un calzón corto de tela blanca y un delantal cuyos bolsillos eran su encanto porque metía en ellos las manos y no consentía que nadie se los registrase. El diestro orangután había sido admirablemente amaestrado por Nab y parecía que el negro y el mono se comprendían a la perfección.

Jup
además sentía por Nab una verdadera simpatía, y Nab le pagaba con la misma moneda. A no ser que necesitaran sus servicios para acarrear leña o para subir a la cima de cualquier árbol,
Jup
pasaba la mayor parte de su tiempo en la cocina tratando de imitar a Nab en todo lo que le veía hacer. El maestro hacía gala de una gran pericia y extremado celo para instruir a su discípulo. El discípulo desplegaba una inteligencia notable para aprovechar las lecciones que le daba su maestro.

Júzguese, pues, la satisfacción que experimentaron los colonos cuando, al sentarse un día a comer, apareció maese
Jup
con la servilleta en el brazo y vino a servirles la mesa.

Diestro y atento, desempeñó su servicio perfectamente, cambiando los platos, llevando las fuentes, echando las bebidas, todo con una seriedad que divirtió extraordinariamente a los colonos y que entusiasmó a Pencroff.


¡Jup,
sopa!


¡Jup,
un poco de agutí!


¡Jup,
un plato!


¡Jup,
valiente
Jup,
honrado
Jup!

No se oían más que estas exclamaciones, y
Jup,
sin desconcertarse, respondía a todo, lo vigilaba todo e inclinó su cabeza inteligente, cuando Pencroff, recordando sus bromas del primer día, le dijo:

—Decididamente,
Jup,
será preciso doblarte el salario.

Es inútil decir que el orangután se había aclimatado completamente en el Palacio de granito y acompañaba con frecuencia a sus amos al bosque sin manifestar jamás ningún deseo de huir. Era digno de ver cómo caminaba del modo más divertido con un bastón que Pencroff le había hecho y que llevaba al hombro a manera de fusil. Si había necesidad de tomar algún fruto en la cima de un árbol,
Jup
subía en un abrir y cerrar de ojos; si la rueda del carro se atascaba en un bache,
Jup
la sacaba del atolladero con un vigoroso empuje de sus hombros.

—¡Qué mozo! —exclamaba con frecuencia Pencroff—. Si fuese tan malo como bueno, no habría medio de someterlo.

A finales de enero los colonos empezaron grandes obras en la parte central de la isla. Se había decidido que hacia las fuentes del arroyo Rojo y al pie del monte Franklin se establecería un prado destinado a los rumiantes, cuya presencia hubiera sido incómoda en el Palacio de granito, especialmente los carneros silvestres o muflones, que debían suministrar la lana destinada a confeccionar vestidos de invierno.

Todas las mañanas la colonia, algunas veces completa, pero más frecuentemente representada tan sólo por Ciro Smith, Harbert y Pencroff, se trasladaba a las fuentes del arroyo Rojo, excursión que, gracias a los onagres, no era más que un paseo de cinco millas bajo una bóveda de verdor por aquel camino nuevamente trazado, que tomó el nombre de “camino de la Dehesa”.

Escogieron un buen espacio al pie de la misma ladera meridional de la montaña. Era un prado plantado de árboles y situado al pie de un contrafuerte, que lo cerraba por un lado. Un riachuelo que nacía en la ladera, después de haberlo regado diagonalmente, iba a perderse en el arroyo Rojo. La hierba era fresca y los árboles, que crecían acá y allá, permitían al aire circular libremente en su superficie. Bastaba, pues, rodear dicho prado con una empalizada circular, que en cada extremo viniera a apoyarse en el contrafuerte y bastante elevada para que no pudiesen saltarla ni aun los animales más ágiles. Aquel recinto podría contener un centenar de animales de cuernos, muflones, y las crías que éstos pudieran dar en adelante.

El ingeniero trazó el perímetro de la dehesa y en seguida se procedió a cortar los árboles necesarios para la construcción de la empalizada; pero, como la apertura del camino había necesitado ya el sacrificio de cierto número de troncos, un centenar de estacas fueron sólidamente implantadas en el suelo.

En la parte anterior de la empalizada se dejó una entrada bastante ancha, que se cerraba con una puerta de doble hoja hecha de fuertes tablas, que debían consolidarse por medio de contrafuertes exteriores.

La construcción de la dehesa exigió tres semanas, porque, además de los trabajos de la empalizada, Ciro Smith levantó vastos cobertizos y establos, bajo los cuales podían refugiarse los rumiantes. Además, fue necesario construirlos sólidos, porque los muflones son animales robustos y se podía temer la violencia de sus primeros movimientos. Las estacas, puntiagudas por su extremo superior y endurecidas al fuego, se unieron por medio de traviesas aseguradas por pernios y de trecho en trecho varios puntales mantenían la solidez del conjunto.

Terminadas las obras de la dehesa, se trató de dar una batida por el monte Franklin y por los sitios frecuentados por los rumiantes.

Se realizó la operación el 7 de febrero en un hermoso día de verano y en ella tomaron parte todos los individuos de la colonia. En aquella ocasión los dos onagres, bien amaestrados y montados por Gedeón Spilett y Harbert, prestaron grandes servicios.

La maniobra consistía únicamente en atraer a la dehesa los muflones y las cabras silvestres, estrechando poco a poco el cerco alrededor de ellos.

Ciro Smith, Pencroff, Nab y
Jup
se apostaron en diversos puntos del bosque, mientras los dos jinetes y
Top
galopaban por un radio de media milla alrededor de la dehesa.

Los muflones abundaban en aquella parte de la isla. Aquellos animales del tamaño de gamos, con los cuernos más fuertes que los del carnero y de lana gris mezclada con largos pelos, se parecían mucho a los argalís.

Fue muy duro aquel día de caza. ¡Cuántas idas y venidas, cuántas carreras, cuántos gritos! De un centenar de muflones que se descubrieron, más de dos terceras partes se les escaparon a los ojeadores; pero al fin unos treinta de aquellos rumiantes y unas diez cabras silvestres, empujados poco a poco hacia la dehesa, cuya puerta abierta parecía ofrecerles una salida, se metieron en ella y pudieron quedar aprisionados.

El resultado fue satisfactorio y los colonos no tuvieron de qué quejarse. La mayor parte de aquellos muflones eran hembras y algunas no debían tardar en parir, por lo cual no había duda de que el rebaño prosperaría, y que no solamente la lana, sino también las pieles abundarían al cabo de cierto tiempo.

Aquella noche los cazadores volvieron extenuados al Palacio de granito. Sin embargo, al día siguiente no dejaron de volver a visitar la dehesa. Los prisioneros habían tratado de romper la empalizada, pero no habían podido lograrlo y no tardaron en quedarse tranquilos.

Durante aquel mes de febrero no ocurrió ningún acontecimiento notable. Prosiguieron con método las tareas cotidianas y, al mismo tiempo que se mejoraban los caminos de la dehesa y del puerto del Globo, se comenzó otro tercero, que partiendo de la empalizada se dirigía hacia la costa occidental. La parte todavía desconocida de la isla Lincoln era la de aquellos grandes bosques que cubrían la península Serpentina, donde se refugiaban las fieras de las cuales Gedeón Spilett contaba en breve purgar sus dominios.

Antes de que volviese la estación fría, se dedicaron los cuidados más asiduos al cultivo de las plantas silvestres, que habían sido trasplantadas del bosque a la meseta de la Gran Vista. Harbert no volvía de una excursión sin llevar algunos vegetales útiles; ejemplares de la familia de las achicoriáceas, cuyo grano podía dar con la presión un aceite excelente; una acedera común, cuyas propiedades antiescorbúticas no eran de despreciar; algunos de esos preciosos tubérculos cultivados en América meridional, esas plantas de las cuales se conocen hoy doscientas especies. La huerta, muy bien conservada, regada y defendida contra las aves, estaba dividida en cuadros, donde crecían dragos, lechugas, acederas, rábanos, jaramagos y otras crucíferas. La tierra en aquella meseta era prodigiosamente fecunda y se podría esperar que daría cosechas abundantes.

No faltaban tampoco bebidas diversas, y los más delicados no hubieran podido quejarse, siempre que no exigieran vino. Al té de Oswego, que suministraban los monardos dídimos, y al licor fermentado, extraído de las raíces del drago, Ciro Smith había añadido una cerveza, que fabricó con los retoños de la
Abies nigra,
que, después de haber cocido y fermentado, produjeron esa bebida agradable y particularmente higiénica, llamada por los angloamericanos
spring beer,
es decir, cerveza de abeto.

Hacia finales del verano el corral poseía una hermosa pareja de avutardas, que pertenecían a la especie hubara, caracterizada por una manteleta de plumas; una docena de gallináceas, cuya mandíbula superior se prolongaba de cada lado por medio de un apéndice membranoso, y magníficos gallos, de cresta, carúncula y epidermis negras, semejantes a los de Mozambique, que se paseaban orgullosos por la orilla del lago.

Todo prosperaba gracias a la actividad de aquellos hombres animosos e inteligentes. La Providencia hacía mucho por ellos, sin duda, pero, fieles al gran precepto, empezaban por ayudarse a sí y el cielo venía después en su ayuda.

Después de los calurosos días de estío, por la noche, cuando habían terminado los trabajos y en el momento en que se levantaba la brisa del mar, se complacían en sentarse al borde de la meseta de la Gran Vista, bajo una especie de cenador de plantas trepadoras, que Nab había levantado con sus manos. Allí hablaban y se instruían uno a otro, formando planes, y el tono de buen humor del americano regocijaba incesantemente la pequeña sociedad, en la cual no había cesado nunca de reinar la más perfecta armonía.

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