—He traído un suéter —anunció, y entregó a Gail una bolsa de papel—. Lo he encontrado en el dormitorio de Deborah, en la casa de la playa. No sé cuándo se lo puso por última vez, pero no creo que lo hayan lavado desde entonces.
—¿Cuándo fue la última vez que su hija estuvo en la playa? —preguntó Gail sin abrir la bolsa.
—A comienzos de julio. Fue a pasar un fin de semana con un grupo de amigos.
—¿Y está usted segura de que el suéter lo llevó ella? ¿Es posible que lo usara alguna de sus amistades? —inquirió Gail en tono despreocupado, como si hablara del tiempo.
La pregunta cogió a la señora Harvey por sorpresa, y durante un segundo la duda nubló sus ojos azul oscuro.
—No estoy segura. —Carraspeó—. Yo diría que debió de usarlo Debbie, pero, naturalmente, no podría jurarlo. Yo no estaba allí.
Dirigió la mirada hacia la portezuela abierta del jeep, y su atención se posó brevemente en las llaves del contacto, en la D de plata suspendida del llavero. Durante un largo instante nadie dijo nada, y advertí la lucha de la razón contra la emoción mientras se enfrentaba al pánico con una negativa. Se volvió de nuevo hacia nosotros y prosiguió:
—Debbie llevaba un bolso. De nailon, rojo brillante. Uno de esos bolsos deportivos con cierre de Velcro. ¿Lo han encontrado en el coche?
—No, señora —contestó Morrell—. Por lo menos, desde la ventanilla, no hemos visto nada parecido. Pero aún no hemos registrado el interior. Teníamos que esperar a que llegaran los perros.
—Supongo que debería de estar en el asiento delantero. Quizás en el suelo –añadió ella.
Morrell negó con la cabeza.
—Señora Harvey —intervino Wesley—, ¿sabe usted si su hija llevaba mucho dinero encima?
—Le di cincuenta dólares para comida y gasolina. No sé qué más podía tener, aparte de eso —respondió —. Por supuesto, también tenía tarjetas de crédito. Y su talonario de cheques.
—¿Sabe cuánto tiene en su cuenta? —insistió Wesley.
—Su padre le dio un cheque la semana pasada —contestó en tono impersonal—. Para la universidad; libros, cosas así. Estoy bastante segura de que ya lo había ingresado. Supongo que debe de tener al menos mil dólares en el banco.
—Quizá sea conveniente que lo compruebe —sugirió Wesley—. Para tener la certeza de que no se ha retirado el dinero recientemente.
—Lo haré de inmediato.
Mientras la contemplaba, sin intervenir en la conversación, vi que la esperanza florecía en su mente. Su hija poseía dinero en efectivo, tarjetas de crédito y acceso a una cuenta corriente. Al parecer, no había abandonado el bolso en el jeep, lo cual quería decir que todavía podía llevarlo consigo. Lo cual quería decir que aún podía estar viva y sana y haberse marchado a cualquier parte con su amigo.
—¿Su hija le habló alguna vez de fugarse con Fred? —preguntó Marino bruscamente.
—No. —Contempló de nuevo el jeep y añadió lo que quería creer—. Pero eso no significa que no sea posible.
—¿De qué humor estaba la última vez que habló con ella? —continuó Marino.
—Ayer por la mañana tuve unas palabras con ella, antes de irme a la playa con mis hijos —respondió con voz neutra y desapasionada—. Estaba enojada conmigo.
—¿Sabía de los casos que se han dado por esta zona? ¿Las parejas desaparecidas? —preguntó Marino.
—Sí, claro. Hemos hablado de ellos, de lo que pudo ocurrirles. Lo sabía.
Gail se dirigió a Morrell.
—Tendríamos que empezar.
—Buena idea.
—Y una última cosa. —Gail miró a la señora Harvey—. ¿Tiene alguna idea acerca de quién conducía?
—Sospecho que Fred —contestó—. Cuando salían juntos, solía conducir él.
Gail asintió con la cabeza y dijo:
—Creo que voy a necesitar otra vez la navajita y el bolígrafo.
Recogió los utensilios de Wesley y Marino, rodeó el jeep y abrió la portezuela del acompañante. A continuación, tiró del arnés de uno de los sabuesos. El perro se levantó, ansioso, y empezó a husmear moviéndose en perfecto acuerdo con los pies de su dueña. Bajo su piel holgada y brillante se advertía la ondulación de los músculos, y las orejas se agitaban con pesadez, como si estuvieran cargadas de plomo.
—Vamos, Neptuno, pon a trabajar esa nariz tan mágica que tienes.
Observamos en silencio mientras la mujer dirigía el hocico de Neptuno hacia el asiento envolvente donde se suponía que Deborah Harvey iba sentada el día anterior.
De pronto, el sabueso lanzó un gañido, como si hubiera encontrado una serpiente de cascabel, y se apartó del jeep con una brusca sacudida que casi arrancó la traílla de la mano de Gail. El animal escondió la cola entre las patas y se le erizó literalmente el pelo del lomo; un escalofrío me recorrió la columna.
—Calma, chico. ¡Calma!
Gimiendo y estremeciéndose, Neptuno se acuclilló y defecó sobre la hierba.
Desperté a la mañana siguiente, agotada y recelosa ante el periódico del domingo. Los titulares eran lo bastante grandes para leerlos a una manzana de distancia:
DESAPARECE CON UN AMIGO LA HIJA DE LA «ZARINA DE LA DROGA».
LA POLICIA TEME JUEGO SUCIO
Los periodistas no sólo habían conseguido una fotografía de Deborah Harvey, sino que aparecía también una imagen del jeep cuando era retirado del área de descanso por una grúa, y una más, supuse que de archivo, en la que se veía a Bob y Pat Harvey, cogidos de la mano, paseando por una playa desierta en Spindrift. Mientras bebía el café y leía, no pude por menos que pensar en la familia de Fred Cheney. Él no pertenecía a una familia distinguida. Sólo era «el amigo de Deborah». Sin embargo, también él había desaparecido; también él tenía quien lo amaba.
Por lo visto, Fred era hijo de un hombre de negocios de Southside, un hijo único cuya madre había fallecido hacía un año a consecuencia de la ruptura de un aneurisma en el cerebro. El padre de Fred, explicaba el artículo, se hallaba en Sarasota visitando a unos parientes cuando por fin la policía consiguió dar con él, bien entrada la noche del sábado. Si bien existía una remota posibilidad de que su hijo se hubiera «escapado» con Deborah, añadía el artículo, tal cosa no concordaba en absoluto con el carácter de Fred, al que se presentaba como «un buen estudiante de la Universidad de Carolina, miembro del equipo universitario de natación». Deborah era una estudiante sobresaliente y una gimnasta lo bastante destacada como para albergar la esperanza de ingresar en el equipo olímpico. Con un peso no superior a los cuarenta y cinco kilos, tenía una cabellera de color rubio oscuro que le llegaba hasta los hombros y las facciones agraciadas de su madre. Fred era ancho de espaldas y enjuto, con una ondulada cabellera negra y ojos color avellana. Formaban una pareja a la que se describía como atractiva e inseparable.
«Cuando veías a uno, siempre veías también al otro —había declarado un amigo a los periodistas—. Creo que influyó mucho el hecho de que la madre de Fred hubiera muerto. Debbie lo conoció precisamente en esa época, y no creo que él hubiese podido superarlo sin ella.»
Por supuesto, el artículo procedía a regurgitar los detalles de las otras cuatro parejas de Virginia que habían desaparecido y que fueron encontradas muertas. Mi nombre se citaba varias veces. Se me describía como frustrada, desconcertada y reacia a hacer comentarios. Me pregunté si a alguien se le había ocurrido pensar que todas las semanas seguía haciendo autopsias a víctimas de homicidios, suicidios y accidentes. Hablaba habitualmente con las familias, testificaba ante los tribunales y pronunciaba conferencias en las academias de policía y personal sanitario. Con parejas o sin ellas, la vida y la muerte no se detenían.
Me había levantado de la mesa de la cocina y estaba bebiendo café y contemplando la mañana radiante cuando sonó el teléfono.
Supuse que sería mi madre, pues los domingos solía llamar a esa hora para interesarse por mi bienestar y preguntarme si había ido a misa, de modo que acerqué una silla y descolgué el auricular.
—¿Doctora Scarpetta?
—Al habla. —La voz de aquella mujer me resultó familiar, pero no pude identificarla.
—Soy Pat Harvey. Le ruego que me perdone por molestarla en su casa. —Bajo su voz firme detecté una nota de temor.
—No es ninguna molestia —respondí, amablemente—. ¿En qué puedo serle útil?
—Se han pasado la noche registrando, y todavía siguen allí. Han traído más perros, más policía, varios helicópteros. —Empezó a hablar más deprisa—. Nada. Ni rastro de ellos. Bob se ha unido a las partidas de búsqueda. Yo estoy en casa. —Vaciló—. Estaba pensando… ¿Podría usted venir? ¿Querría almorzar conmigo, si está libre?
Tras una larga pausa, acabé aceptando de mala gana. Mientras colgaba el teléfono, me reprendí con silenciosa vehemencia, porque sabía qué esperaba de mí. Pat Harvey me preguntaría por las otras parejas. Era exactamente lo que habría hecho yo si estuviera en su lugar.
Subí al dormitorio y me quité el albornoz. A continuación, me di un largo baño caliente y me lavé el cabello mientras el contestador automático empezaba a interceptar llamadas que no tenía ninguna intención de devolver a menos que se tratara de emergencias. En menos de una hora estaba vestida con un traje de chaqueta caqui y escuchaba en tensión los mensajes grabados. Había cinco en total, todos de periodistas que habían averiguado que me habían avisado para que fuera al área de descanso del condado de New Kent, cosa que no presagiaba nada bueno para la pareja desaparecida.
Extendí la mano hacia el teléfono con la intención de llamar a Pat Harvey para cancelar nuestro almuerzo. Pero no podía olvidar su cara cuando llegó en helicóptero con el suéter de su hija, no podía olvidar la cara de ninguno de los padres. Volví a colgar, cerré la casa y me metí en el coche.
Las personas que trabajan para la administración no pueden disfrutar del lujo de una vivienda aislada a menos que dispongan de alguna otra fuente de ingresos.
Evidentemente, el salario federal de Pat Harvey apenas constituía una pequeñísima porción de la fortuna familiar. Vivían en una magnífica mansión de estilo jeffersoniano con vistas al río James. La finca, a la que calculé por lo menos dos o tres hectáreas, estaba rodeada por un alto muro de ladrillo en el que no faltaban carteles de «Propiedad particular». Cuando giré hacia la larga avenida bordeada de árboles, me detuvo una sólida reja de hierro forjado que se abrió electrónicamente antes de que tuviera tiempo de bajar la ventanilla para pulsar el botón del intercomunicador. El portón se cerró a mis espaldas en cuanto lo crucé. Aparqué al lado de un sedán Jaguar negro ante un pórtico hecho de columnas lisas, antiguo ladrillo rojo y aplicaciones blancas.
Estaba apeándome del coche cuando se abrió la puerta principal. Pat Harvey, secándose las manos con una toalla de cocina, me dedicó una sonrisa algo forzada desde el peldaño superior. Tenía la cara pálida, los ojos sin brillo y cansados.
—Le agradezco que haya venido, doctora Scarpetta. —Me invitó a entrar con un ademán—. Pase, por favor.
El vestíbulo era espacioso como una sala de estar. Seguí a la señora Harvey hacia la cocina, a través de un salón formal. Los muebles eran del siglo XVIII, con alfombras orientales de pared a pared, pinturas impresionistas auténticas y una chimenea con varios troncos de haya pulcramente apilados en el hogar. Al menos la cocina era funcional y parecía que se hacía vida en ella, aunque tuve la impresión de que no había nadie más en la casa.
—Jason y Michael están con su padre —me explicó, cuando se lo pregunté—. Los chicos han llegado esta mañana.
—¿Qué edades tienen? —pregunté, mientras ella abría la puerta del horno.
—Jason tiene dieciséis años y Michael catorce. Debbie es la mayor.
Buscó los agarradores con la vista, apagó el horno y acto seguido depositó una quiche sobre un quemador. Le temblaban las manos cuando sacó un cuchillo y una espátula de un cajón.
—¿Le apetece vino, té, café? Es un plato muy ligero. También he preparado una ensalada de frutas. He pensado que podíamos sentarnos fuera, en el porche. Espero que le parezca bien.
—Será muy agradable —respondí—. Y el café me viene muy bien.
Distraída, abrió el congelador y sacó una bolsa de Irish Creme, con la que llenó la cafetera de colador. La observé sin decir nada. Estaba desesperada. Marido e hijos estaban fuera. Su hija había desaparecido, y la casa se hallaba vacía y silenciosa. No empezó a formular preguntas hasta que nos instalamos en el porche, con las puertas correderas abiertas de par en par; al fondo, la curva del río centelleaba bajo el sol.
—Aquella reacción de los perros, doctora Scarpetta… —comenzó a decir, jugueteando con su ensalada—. ¿Podría usted explicármela?
Podía, pero no quería.
—Es evidente que el primero se asustó. ¿Pero el otro no? —Formuló la observación como una pregunta.
El otro perro, Salty, había reaccionado de un modo muy distinto a Neptuno. Cuando hubo olfateado el asiento del conductor, Gail le enganchó la traílla al arnés y le ordenó: «Busca». El perro salió corriendo como un galgo. Husmeó el ramal de salida y luego el merendero. A continuación, arrastró a Gail a través del aparcamiento en dirección a la autopista, y sin duda lo habría arrollado el tráfico si Gail no hubiera gritado: «¡Quieto!». Los vi trotar a través de la franja arbolada que separaba los carriles del este y del oeste, y luego sobre el asfalto, dirigiéndose en derechura hacia el área de descanso situada justo enfrente de aquella donde se había encontrado el jeep de Deborah. Finalmente, el sabueso perdió la pista en el aparcamiento.
—¿Debo creer —prosiguió la señora Harvey —que la última persona que condujo el jeep de Debbie se apeó, atravesó a pie toda el área de descanso en dirección oeste y cruzó la autopista? ¿Y que después lo más probable es que subiera a un automóvil aparcado en el área de descanso dirección este y se marchara?
—Es una interpretación —contesté, y corté un trocito de quiche.
—¿Qué otra interpretación puede haber, doctora Scarpetta?
—El sabueso captó un olor; de qué o de quién, es cosa que desconozco. Podría ser el olor de Deborah, el olor de Fred, el olor de una tercera persona…
—El jeep llevaba horas abandonado —me interrumpió la señora Harvey, mirando hacia el río—. Supongo que cualquiera habría podido entrar en él en busca de dinero u objetos de valor. Un autostopista, un vagabundo, alguien que viajaba a pie y cruzó luego al otro lado de la autopista.