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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (7 page)

BOOK: La jota de corazones
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Cuando llegué a casa me puse a trabajar enseguida, mojando ajo fresco en un cuenco con vino tinto y aceite de oliva. Aunque mi madre siempre me había prevenido contra el riesgo de «echar a perder un buen filete», mis habilidades culinarias se imponían siempre. Sinceramente, yo preparaba el mejor adobo de la ciudad, y cualquier corte de carne por fuerza tenía que mejorar con él. Tras lavar la lechuga de Boston y enjugarla con servilletas de papel, empecé a cortar los champiñones, las cebollas y el último tomate de Hanover, mientras hacía acopio de valor para enfrentarme a la parrilla. Finalmente, incapaz de seguir aplazando la tarea, salí al patio de ladrillo.

Por un instante, mientras examinaba los arriates de flores y los árboles de mi patio trasero, me sentí como una fugitiva en mi propia casa. Cogí una botella de abrillantador y una esponja y empecé a frotar vigorosamente los muebles de jardín; a continuación pasé un estropajo Brillo a la parrilla, que no se utilizaba desde aquella noche de mayo en que Mark y yo estuvimos juntos por última vez. Ataqué la grasa ennegrecida hasta que me dolieron los codos. Imágenes y voces invadieron mi mente.

Discusiones. Peleas. Luego, una retirada a un silencio airado para terminar haciendo el amor de un modo frenético.

Cuando Abby llegó ante la puerta, poco antes de las seis y media, casi no la reconocí. En su época de redactora de sucesos en Richmond llevaba el cabello hasta los hombros, vetea do de gris, lo cual le confería un aire cansado y macilento que le hacía aparentar más de sus cuarenta y tantos años. Ahora el gris había desaparecido.

Llevaba el cabello corto, hábilmente peinado de manera que resaltara los finos huesos de la cara y los ojos, que eran de dos tonalidades distintas de verde, una irregularidad que siempre me había parecido curiosa. Vestía un traje de seda azul marino y una blusa de seda marfil, y llevaba un pequeño maletín de cuero negro.

—Tienes un aspecto muy washingtoniano —observé, y le di un abrazo.

—Me alegro muchísimo de verte, Kay.

Recordaba que me gustaba el whisky escocés y había traído una botella de Glenfiddich que abrimos sin pérdida de tiempo. Luego llevamos las bebidas al patio y hablamos sin parar mientras yo encendía la parrilla bajo un crepuscular cielo de verano.

—Sí, en algunos aspectos añoro Richmond —me explicaba—. Washington resulta muy emocionante, pero es un infierno. Me concedí un capricho y compré un Saab, ¿te das cuenta? Ya lo han abierto una vez, me han robado los tapacubos y tiene las puertas llenas de abolladuras. Pago ciento cincuenta al mes para aparcar el maldito trasto, y eso a cuatro bloques de mi apartamento. De aparcar en el Post, olvídate. Voy andando al trabajo y utilizo un coche de la empresa. Washington no tiene nada que ver con Richmond, te lo aseguro. —Luego, quizá con demasiada decisión, añadió—: Pero no lamento haberme marchado.

—¿Sigues trabajando por las noches?

Los filetes crepitaron cuando los puse sobre la parrilla.

—No. Ahora ese turno lo hace otra persona. Los periodistas jóvenes se dedican a correr por ahí de noche y yo sigo durante el día. Sólo me llaman fuera de horas si sucede algo verdaderamente importante.

—He seguido tus artículos —dije—. En la cafetería venden el Post y suelo leerlo durante el almuerzo.

—Yo no siempre sé en qué andas metida —reconoció ella—, pero a veces me entero de algunas cosas.

—¿Y por eso has venido a Richmond? —conjeturé, mientras rociaba la carne con el adobo.

—Sí. El caso Harvey.

No dije nada.

—Marino sigue igual que siempre.

—¿Has hablado con él? —pregunté, mirándola de soslayo.

—Lo he intentado —contestó con una sonrisa irónica—. Y con otros investigadores. Y, naturalmente, con Benton Wesley. En otras palabras, olvídalo.

—Bueno, si te has de sentir mejor, Abby, te diré que a mí tampoco me cuentan gran cosa. Y esto es confidencial.

—Toda esta conversación es confidencial, Kay —dijo, en tono serio—. No he venido a verte para sonsacarte para mi artículo. —Hizo una pausa—. Hace tiempo que estoy al corriente de lo que ha estado sucediendo aquí, en Virginia, y me preocupaba mucho más a mí que a mi redactor jefe, hasta que desaparecieron Deborah Harvey y su amigo. Ahora la cosa se ha puesto caliente, muy caliente.

—No me extraña.

—No sé bien por dónde empezar. —Se la veía perturbada—. Hay cosas que no he dicho a nadie, Kay, pero tengo la sensación de estar pisando un terreno en el que alguien no quiere verme.

—No sé si te entiendo —señalé, y recogí mi bebida.

—Yo tampoco estoy segura de entender. A veces me pregunto si no estaré imaginando cosas.

—No te entiendo, Abby. Explícate, por favor.

Abby respiró hondo, sacó un cigarrillo y respondió:

—Las muertes de esas parejas me han interesado desde hace mucho tiempo. He investigado un poco, y las reacciones que he obtenido desde el primer momento son más bien extrañas. Ya no se trata de la habitual reticencia que suele mostrar la policía; en cuanto abordo el tema, la gente prácticamente me cuelga el teléfono. Y, además, en junio pasado vino a verme el FBI.

—¿Cómo has dicho? —Dejé de atender la carne y miré fija mente a Abby.

—¿Recuerdas aquel triple homicidio ocurrido en Williamsburg? La madre, el padre y el hijo muertos a tiros durante un atraco.

—Sí.

—Estaba preparando un artículo sobre ese caso y tuve que ir a Williamsburg. Ya sabes que, al salir de la I-64, si tuerces a la derecha te diriges hacia Williamsburg Colonial y la Universidad William and Mary. Pero, si al salir de la autopista tuerces a la izquierda, al cabo de unos doscientos metros la carretera termina ante la entrada de Camp Peary. Iba distraída. Me equivoqué al girar.

—También me ha pasado alguna vez —admití.

—Seguí hasta el puesto de guardia —continuó Abby— y expliqué que me había equivocado de camino. Dios mío, no veas qué grima da aquello. Está lleno de grandes carteles de advertencia que dicen cosas como «Actividades de Entrenamiento Experimental de las Fuerzas Armadas» o «La entrada en este recinto implica su consentimiento al registro de su persona y efectos personales». Temí que un grupo de operaciones especiales compuesto por hombres de Neanderthal camuflados saltara de entre las matas y me llevara a rastras.

—La policía de la base no es muy cordial —asentí, un tanto divertida.

—Bien, ya te puedes figurar que me largué de allí sin pérdida de tiempo —siguió ella—y, la verdad, me olvidé por completo del asunto hasta pasados cuatro días, cuando se presentaron dos agentes del FBI en el vestíbulo del Post preguntando por mí. Querían saber qué había ido a hacer a Williamsburg y por qué había llegado hasta Camp Peary. Es evidente que habían fotografiado mi número de matrícula y habían averiguado que correspondía al periódico. Fue todo muy extraño.

—¿Por qué habría de estar interesado el FBI? —pregunté—. Camp Peary es de la CIA.

—La CIA no tiene autoridad para actuar en Estados Unidos. Puede que fuera por eso. O puede que en realidad fueran agentes de la CIA que fingían ser del FBI. Cuando tratas con esos fantasmas, nunca sabes qué diablos está pasando. Además, la CIA no ha reconocido nunca que Camp Peary sea su principal centro de entrenamiento, y los agentes que me interrogaron no mencionaron la CIA para nada. Pero yo sabía adónde querían ir a parar, y ellos sabían que yo lo sabía.

—¿Qué más te preguntaron?

—Básicamente, querían saber si estaba escribiendo algo sobre Camp Peary, si trataba de entrar allí clandestinamente. Les dije que si hubiera querido entrar lo habría hecho de un modo un poco más disimulado, en lugar de ir directa al puesto de guardia, y que, aunque en esos momentos no estaba escribiendo nada sobre «la CIA», así mismo se lo dije, tal vez entonces tendría que pensármelo.

—Estoy segura de que se lo tomaron muy bien —comenté secamente.

—Ni siquiera pestañearon. Ya sabes cómo son esos tipos.

—La CIA es paranoica, Abby, sobre todo cuando se trata de Camp Peary. La policía del Estado y los helicópteros de urgencias médicas tienen prohibido sobrevolar sus instalaciones. Nadie puede violar ese espacio aéreo ni pasar del puesto de guardia sin una autorización firmada por el propio Jesucristo.

—Pero tú también te has equivocado en ese mismo desvío, como cientos de turistas me recordó —. Y el FBI nunca ha ve nido a hacerte preguntas, ¿verdad?

—No. Pero yo no trabajo para el Post.

Retiré los filetes de la parrilla y Abby me siguió hacia la cocina. Mientras servía la ensalada y llenaba los vasos de vino, continuó hablando.

—Desde que aquellos agentes vinieron a verme han sucedido cosas raras.

—¿Por ejemplo?

—Creo que mis teléfonos están intervenidos.

—¿Qué te hace suponer eso?

—Empezó con el teléfono de casa. Estaba hablando con alguien y oía ruidos.

También me ha ocurrido en el trabajo, sobre todo últimamente. Cuando me pasan una llamada experimento una intensa sensación de que hay alguien más escuchando. Es difícil de explicar… —Jugueteó, nerviosa, con los cubiertos—. Es un rumor casi inaudible; será la estática, o como quieras llamarlo. Pero es real.

—¿Qué más cosas raras?

—Bien, ocurrió hace unas semanas. Estaba parada ante una farmacia de la calle Connecticut, junto a Dupont Circle. Tenía que encontrarme allí con un informador a las ocho; de allí teníamos que ir a algún lugar donde pudiéramos cenar y hablar tranquilamente. Y entonces vi a un hombre. Aseado, vestido con un anorak y tejanos, de aspecto correcto. Pasó dos veces durante los quince minutos que permanecí de pie en la esquina, y luego volví a verlo fugazmente cuando mi informador y yo entrábamos en el restaurante. Sé que te parecerá una locura, pero tuve la sensación de que me vigilaba.

—¿Habías visto alguna vez a ese hombre?

Negó con la cabeza.

—¿Has vuelto a verlo desde entonces?

—No —respondió—. Pero hay otra cosa. El correo. Vivo en un edificio de apartamentos. Todos los buzones están abajo, en la entrada. A veces recibo envíos con matasellos que no concuerdan.

—Si la CIA te abriera la correspondencia, puedo asegurarte que no notarías nada en absoluto.

—No digo que parezca que hayan manipulado el correo. Pero en varios casos, alguien, mi madre, mi agente literario, me jura que me ha enviado algo un día determinado y, cuando por fin lo recibo, la fecha del matasellos no es la que tendría que ser. Lleva días, a veces una semana de retraso. No sé… —Hizo una pausa—. En otras circunstancias, supondría que se debe a la ineficacia del servicio postal, pero con todo lo que está ocurriendo empiezo a tener dudas.

—¿Por qué tendría nadie que intervenir tu teléfono, seguirte por la calle o interceptar tu correspondencia? —formulé la pregunta crítica.

—Si lo supiera, quizá podría hacer algo al respecto. —Por fin se decidió a comer—. Esto está delicioso. —A pesar del cumplido, no parecía tener el menor apetito.

—¿Existe alguna posibilidad —pregunté a bocajarro—de que tu encuentro con esos agentes del FBI y el episodio de Camp Peary te hayan vuelto un poco paranoica?

—Claro que me ha vuelto paranoica. Pero, escucha, Kay, no es que yo esté escribiendo un nuevo Veil o trabajando en un caso como el Watergate. En Washington, los tiroteos son cosa de todos los días. Lo único gordo que se está cociendo es lo que ocurre aquí: los asesinatos, o posibles asesinatos, de esas parejas. Empiezo a hurgar por ahí y tropiezo con problemas. ¿Tú qué piensas?

—No estoy segura. —Recordé, incómoda, la actitud de Benton Wesley, sus advertencias de la noche anterior.

—Conozco el asunto de los zapatos desaparecidos —dijo Abby. No respondí ni di muestras de sorpresa. Era un detalle que, hasta entonces, no se había revelado a la prensa—. No es precisamente normal que ocho personas aparezcan muertas en el bosque sin que se encuentren sus zapatos y calcetines en el lugar del crimen ni en los coches abandonados. —me miró, expectante.

—Abby —dije con voz suave, mientras volvía a llenar los vasos—, ya sabes que no puedo comentar los detalles de estos casos. Ni siquiera contigo.

—¿No sabes nada que pueda darme una idea de dónde me estoy metiendo?

—A decir verdad, es probable que sepa menos que tú.

—Eso ya me dice algo. Los casos empezaron hace dos años y medio y es probable que sepas menos que yo.

Recordé lo que había dicho Marino acerca de que alguien se estaba «cubriendo el trasero». Pensé en Pat Harvey y en la audiencia del congreso. Mi temor iba en aumento.

—Pat Harvey es una estrella brillante en Washington —comentó Abby.

—Ya conozco su importancia.

—La cosa va más allá de lo que aparece en los periódicos, Kay. En Washington, las fiestas a las que te invitan son tan significativas como los votos, o quizá más. Y cuando se trata de personas prominentes que figuran en las listas de invitados de elite, Pat Harvey está arriba de todo, junto a la primera dama. Se rumorea que, en las próximas elecciones a la presidencia, Pat Harvey podría concluir con éxito lo que inició Geraldine Ferraro.

—¿Como candidata a la vicepresidencia? —pregunté, no muy convencida.

—Es lo que se rumorea. Yo soy más bien escéptica, pero si tenemos otro presidente republicano, creo que al menos le ofrecerá un puesto en el gabinete, o quizás incluso el cargo de fiscal general. Siempre que consiga mantener el tipo.

—Tendrá que esforzarse mucho para mantener el tipo con todo lo que está pasando.

—Los problemas personales pueden hundir tu carrera profesional, desde luego asintió Abby.

—Tal vez, si lo permites. Pero si sobrevives, pueden volverte más fuerte, más eficaz.

—Ya lo sé —murmuró, contemplando su vaso de vino—. Estoy segura de que jamás me habría marchado de Richmond de no ser por lo que le ocurrió a Henna.

No mucho tiempo después de que yo hubiera asumido mi cargo en Richmond, Henna, la hermana de Abby, fue asesinada. La tragedia hizo que Abby y yo nos relacionáramos profesionalmente. Trabamos amistad. Unos meses más tarde, aceptó el empleo en el Post.

—Todavía me resulta difícil volver aquí —prosiguió Abby—. De hecho, es la primera vez que vengo desde que me mudé. Esta mañana he pasado por delante de mi antigua casa y casi he sentido el impulso de llamar a la puerta para ver si los actuales propietarios me dejaban entrar. No sé por qué. Pero quería entrar en ella de nuevo, comprobar si era capaz de subir a la habitación de Henna, sustituir aquella horrible última imagen que me quedó de ella por otra inofensiva. Por lo visto, no había nadie en casa. Y quizás haya sido mejor así. No creo que hubiera sido capaz de hacerlo.

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