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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Intriga, Policíaco

La jota de corazones (10 page)

BOOK: La jota de corazones
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—Creo que sería más juicioso confiar en sus palabras —me aconsejó Anna—. Te dijo que vuestras conversaciones eran confidenciales. ¿Te ha traicionado alguna vez antes?

—No.

—Entonces te sugiero que le des la oportunidad de explicarse. Además —añadió—, no veo qué clase de libro pueda escribir. No ha habido ningún arresto, y todavía no se ha podido determinar qué le ha ocurrido a la pareja. Todavía no se sabe nada de ellos.

La amarga ironía de aquella observación se me reveló sólo dos semanas después, el 20 de enero, cuando me encontraba en el edificio del congreso del Estado para ver qué resolvía la Asamblea General de Virginia respecto a un proyecto de ley que autorizaría a la Oficina de Ciencias Forenses a crear un banco de datos de ADN.

Regresaba de la cafetería, vaso de café en mano, cuando avisté a Pat Harvey, con un elegante traje de casimir azul marino y una cartera de cuero negro con cierre de cremallera. Estaba en el vestíbulo, conversando con varios delegados, y al volver la mirada hacia mí se disculpó inmediatamente.

—Doctora Scarpetta —me saludó, y me tendió la mano. Parecía aliviada al verme, pero fatigada y ojerosa. Me pregunté por qué no estaba en Washington, y al momento respondió a mi no formulada pregunta—. Me han pedido que venga a apoyar el Proyecto de Ley 1-30 —explicó, con una sonrisa nerviosa—, conque supongo que estamos las dos aquí por el mismo motivo.

—Gracias. Necesitamos todo el apoyo que podamos conseguir.

—No creo que deba preocuparse —replicó.

Probablemente estaba en lo cierto. El testimonio de la directora de Política Nacional Antidroga y la publicidad a que daría lugar ejercerían una presión considerable sobre el Comité de Tribunales. Tras un silencio incómodo, durante el cual ambas miramos de soslayo hacia la gente que se afanaba en derredor, le pregunté con voz sosegada:

—¿Cómo está usted?

Por un instante, sus ojos se llenaron de lágrimas. A continuación, me dirigió otra sonrisa nerviosa y fugaz y volvió la cabeza hacia el vestíbulo.

—Si me disculpa —respondió—, acabo de ver a una persona con la que he de cambiar unas palabras.

Pat Harvey se encontraba apenas fuera del alcance del oído cuando sonó mi avisador.

Un minuto después estaba al teléfono.

—Marino ya ha salido hacia allí —me anunciaba mi secretaria.

—Yo también —respondí—. Prepara el material necesario, Rose. Asegúrate de que esté todo en orden. La cámara, el flash, las pilas, los guantes.

—Entendido.

Maldiciendo mis tacones y la lluvia, bajé apresuradamente las escaleras y eché a andar por la calle Governor. Mientras el viento tironeaba de mi paraguas, seguía viendo los ojos de la señora Harvey en aquella fracción de segundo en que habían revelado su dolor.

Gracias a Dios que se había alejado ya cuando mi avisador emitió su terrible señal.

El olor era perceptible desde cierta distancia. Gruesas gotas de lluvia golpeaban sonoramente las hojas muertas, el cielo tan oscuro como un anochecer, árboles desnudados por el invierno que aparecían y desaparecían entre la niebla.

—Dios mío —masculló Marino, pisando un tronco caído—. Deben de estar bien maduros. No hay otro olor igual. Siempre me recuerda el olor a cangrejos en vinagre.

—Y se está poniendo peor —prometió Jay Morrell, que abría la marcha.

Un lodo negro nos engullía los pies, y cada vez que Marino rozaba un árbol, yo recibía una ducha de agua helada. Por fortuna, guardaba un chaquetón de Goretex con capucha y unas gruesas botas de goma en el maletero de mi coche oficial para situaciones como ésta. Lo que no había encontrado eran mis guantes de cuero, y resultaba imposible avanzar por el bosque y evitar que las ramas me azotaran la cara sin sacar las manos de los bolsillos.

Me habían dicho que los cuerpos eran dos, se sospechaba que un hombre y una mujer. Estaban a menos de seis kilómetros del área de descanso donde el pasado otoño se había encontrado el jeep de Deborah Harvey. «Aún no sabes si son ellos», me repetía a cada paso.

Pero cuando llegamos a las inmediaciones del lugar se me encogió el corazón.

Benton Wesley estaba hablando con un agente que manejaba un detector de metales, y no lo habrían llamado si la policía no estuviera segura. Wesley se mantenía erguido con rigidez militar y revelaba la confianza serena del mando. Ni la lluvia ni el olor de la carne humana en descomposición parecían incomodarlo. No miraba a su alrededor tratando de captar todos los detalles, como hacíamos Marino y yo, y comprendí por qué. Wesley ya había mirado. Había llegado allí mucho antes de que me avisaran.

Los cadáveres yacían juntos, boca abajo, en un pequeño claro a cosa de medio kilómetro de la embarrada pista forestal donde habíamos dejado nuestros automóviles.

Estaban muy descompuestos, parcialmente descarnados. Los huesos largos de brazos y piernas sobresalían de entre la ropa podrida y salpicada de hojas como sucios palos grisáceos. Los cráneos se habían desprendido y habían rodado a dos o tres palmos de distancia, probablemente empujados por pequeños predadores.

—¿Han encontrado los zapatos y los calcetines? —pregunté, al ver que faltaban.

—No, señora. Pero hemos encontrado un bolso. —Morrell señaló el cadáver de la derecha—. Contiene cuarenta y cuatro dólares y veintiséis centavos, además de un permiso de conducir. El permiso de conducir de Deborah Harvey. —Volviendo a señalar, añadió—: Por el momento, suponemos que el cuerpo de la izquierda es el de Cheney.

La mojada cinta amarilla que delimitaba el lugar destacaba sobre la oscura corteza de los árboles. Los pies de los hombres que se movían de un lado a otro hacían crujir ramitas y sus voces se confundían en un rumor ininteligible bajo la lluvia inexorable y melancólica. Abrí el maletín y saqué un par de guantes quirúrgicos y mi cámara fotográfica.

Permanecí un momento inmóvil, estudiando los cuerpos encogidos, casi descarnados, que yacían ante mí. No siempre puede establecerse a primera vista el sexo y la raza a partir de restos esqueléticos. No me jugaría nada hasta que pudiera examinar las pelvis, que se encontraban cubiertas por lo que parecían unos tejanos de dril azul oscuro o negro, pero las características del cuerpo situado a mi derecha huesos pequeños, un cráneo pequeño con mastoides pequeñas, arco superciliar no prominente y algunas hebras de cabello largo y más bien rubio adheridas a la tela podrida —sólo me permitían su poner que se trataba de una mujer de raza blanca. El tamaño del otro cuerpo, la robustez de los huesos, el arco superciliar prominente, el cráneo grande y la cara plana se correspondían bien con un hombre blanco.

En cuanto a lo que hubiera podido ocurrirles, no hubiese sabido decirlo. No había ligaduras que indicaran estrangulación. No vi fracturas ni agujeros evidentes que pudieran deberse a golpes o balazos. Varón y mujer estaban calladamente unidos en la muerte; los huesos del brazo izquierdo de ella yacían bajo el derecho de él como si en el último momento lo hubiera sujetado; las cuencas vacías de los ojos recibían la lluvia que se deslizaba sobre sus cráneos.

Hasta que no me acerqué y me hinqué de rodillas no advertí una franja de tierra oscura a ambos lados de los cuerpos, tan estrecha que apenas era perceptible. Si habían muerto el fin de semana del Día del Trabajo, las hojas de otoño aún no habrían empezado a caer. La tierra estaría relativamente desnuda bajo los cadáveres. No me gustó lo que estaba pensando. Ya era bastante malo que la policía llevara varias horas pisoteándolo todo. Maldición. Mover o alterar un cadáver de la manera que sea antes de que llegue el médico forense es un pecado capital, y todos los policías allí presentes lo sabían muy bien.

—¿Doctora Scarpetta? —Morrell se erguía ante mí, el aliento humeante—. Acabo de hablar con Phillips. —Movió la cabeza hacia un grupo de varios policías que estaban registrando la espesura, a unos siete metros de nosotros—. Ha encontrado un reloj y un pendiente, y algunas monedas sueltas, todo por aquí, cerca de los cuerpos. Pero lo interesante es que el detector de metales seguía sonando. Lo tenía justo encima de los cuerpos y sonaba. Podría ser una cremallera. Quizás un cierre de metal o un botón de los tejanos. He creído que debía usted saberlo.

Alcé la mirada hacia su rostro enjuto y serio. Estaba temblando bajo su parka.

—Dígame qué han hecho con los cuerpos, además de pasar el detector de metales por encima, Morrell. Veo que los han movido. Necesito saber si ésta es la posición exacta en que estaban cuando fueron descubiertos esta mañana.

—No sé cómo estarían cuando los cazadores los encontraron, aunque dicen que no se acercaron mucho —respondió, escrutando el bosque—. Pero, sí, señora, así estaban cuando hemos llegado. Lo único que hemos hecho ha sido registrar los bolsillos y el bolso en busca de efectos personales.

—Supongo que habrán tomado fotografías antes de mover nada —dije con voz tranquila.

—Nada más llegar empezamos a tomar fotos.

Saqué un linterna pequeña y emprendí la tarea desesperada de buscar rastros que pudieran servir como prueba. Cuando los cuerpos han permanecido expuestos a la intemperie durante tantos meses, la probabilidad de encontrar cabellos, fibras u otros restos significativos es entre minúscula y nula.

Morrell observaba en silencio, desplazando nerviosamente su peso de un pie a otro.

—Suponiendo que se trate de Deborah Harvey y Fred Cheney, ¿han descubierto en su investigación alguna otra cosa que pueda resultar útil? —pregunté, pues no había visto a Morrell ni hablado con él desde el día en que se encontró el jeep de Deborah.

—Nada, excepto una posible relación con la droga —respondió—. Nos han informado que el compañero de habitación de Cheney en la Universidad de Carolina era consumidor de cocaína. Quizá Cheney también tonteaba con la droga. Es una de las posibilidades que tenemos presentes, la de que él y la joven Harvey se reunieran con algún vendedor de droga y vinieran aquí.

Eso no tenía pies ni cabeza.

—¿Por qué Cheney tendría que dejar el jeep en un área de descanso e internarse a pie en el bosque con un vendedor de drogas, llevando también a Deborah? —pregunté—. ¿Por qué no comprar la droga en el área de descanso y reanudar el viaje?

—Puede que vinieran aquí para hacer una fiesta.

—¿Qué persona en su sano juicio vendría hasta aquí después de haber oscurecido para hacer una fiesta o por cualquier otra razón? ¿Y dónde están sus zapatos, Morrell?

¿Quiere dar a entender que anduvieron descalzos por el bosque?

—No sabemos qué ha sido de sus zapatos —reconoció.

—Eso es muy interesante. Hasta el momento, cinco parejas han aparecido muertas y no sabemos qué ha sido de sus zapatos. No se ha encontrado ni un solo zapato o calcetín. ¿No le parece bastante extraño?

—Oh, sí, señora. Muy extraño, desde luego —asintió, mientras se abrazaba para darse calor—. Pero en este momento tengo que investigar estos dos casos sin pensar en las otras cuatro parejas. Tengo que trabajar con lo que tengo. Y lo único que tengo, de momento, es una posible relación con la droga. No puedo dejarme influir por ese asunto de los asesinatos en serie ni por la personalidad de la madre de la chica; de otro modo, podría equivocarme y pasar por alto lo evidente.

—No pretendo que pase usted por alto lo evidente, desde luego.

Permaneció en silencio.

—¿Ha encontrado en el jeep algún objeto relacionado con el consumo de drogas?

—No. Y, por ahora, aquí tampoco ha aparecido nada que tenga que ver con drogas.

Pero tenemos mucha tierra y hojas secas por examinar…

—Hace un tiempo horrible. No sé si es muy acertado empezar a tamizar la tierra ahora.

Hablé en tono impaciente e irritable. Estaba molesta con él. Estaba molesta con la policía. El agua se escurría por la pechera del chaquetón. Me dolían las rodillas.

Estaba perdiendo la sensibilidad en manos y pies. El hedor era opresivo y el ruidoso golpeteo de la lluvia empezaba a ponerme los nervios de punta.

—Todavía no hemos empezado a excavar ni a usar los cedazos. Hemos creído que eso podía esperar. Ahora es difícil ver. De momento, sólo hemos utilizado el detector de metales; el detector y nuestros ojos.

—Lo cierto es que cuanto más nos paseemos por aquí, más nos arriesgamos a destruir la escena. Es fácil pisar huesos pequeños, dientes y otras cosas y hundirlos en el barro.

Hacía horas que habían llegado. Probablemente ya era demasiado tarde para preservar la escena.

—Entonces, ¿quiere trasladarlos hoy o esperar a que aclare el tiempo? —preguntó.

En circunstancias ordinarias, habría preferido esperar a que dejara de llover y hubiera más luz. Cuando unos cuerpos llevan varios meses en el bosque, dejarlos cubiertos con plásticos uno o dos días más no altera en nada las cosas. Pero cuando Marino y yo aparcamos en la pista forestal ya había varios equipos móviles de la televisión a la espera de noticias. Había periodistas sentados en sus coches, y otros que desafiaban la lluvia y trataban de sonsacar a los policías que montaban guardia. Las circunstancias lo eran todo menos ordinarias. Aunque no tenía derecho a decirle a Morrell lo que debía hacer, la ley me adjudicaba a mí la jurisdicción sobre los cuerpos.

—En la parte de atrás de mi coche hay camillas y bolsas para cadáveres —le expliqué, y saqué las llaves—. Si puede mandar a alguien a buscarlas, trasladaremos los cuerpos enseguida y los llevaré al depósito.

—Desde luego. Ahora mismo me ocupo de ello.

—Gracias. —En el mismo instante, Benton Wesley se acuclilló junto a mí.

—¿Cómo lo ha sabido? —pregunté. La pregunta era ambigua, pero comprendió a qué me refería.

—Morrell me llamó a Quantico. Vine inmediatamente. —Examinó los cadáveres. Bajo la sombra de la capucha chorreante, su rostro anguloso parecía casi demacrado—. ¿Ve algo que pueda explicarnos qué sucedió?

—Lo único que puedo decirle, por el momento, es que sus cráneos no están fracturados y que no les pegaron un tiro en la cabeza.

No respondió, y su silencio incrementó mi tensión. Empecé a desplegar sábanas mientras se acercaba Marino, las manos embutidas en los bolsillos del chaquetón, los hombros encogidos por el frío y la lluvia.

—Cogerá una neumonía —comentó Wesley, poniéndose en pie—. ¿Tan tacaño es el departamento de policía de Richmond para no comprarles sombreros?

—Mierda —exclamó Marino—, y suerte si aún te llenan el depósito del jodido coche y te dan una pistola. Los pájaros de la calle Spring lo tienen mejor que nosotros.

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