La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (16 page)

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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Al bajar al vestíbulo encontró a Alicia, vestida ya para acompañarle hasta la diligencia. Jedd se separó de él, despidiéndose con un hasta luego, seguido del consejo de que no se retrasara, pues el carruaje tenía que partir a una hora ya fijada.

Acompañado de Alicia, Jorge salió a la calle, cruzándose con un hombre que entraba en el hotel.

—¿Qué tal Alicia? —saludó el recién llegado, quien, volviéndose hacia Jorge, agregó—: ¿Cómo estás Jorge?

—Muy bien, don César —replicó el joven, aceptando la mano que le tendía César de Echagüe—. Perdone que no me entretenga, pero debo salir en la diligencia.

—Supongo que no pretenderás raptar a mi sobrina, ¿verdad?

En el momento, apareció la dama de compañía de Alicia y don César sonrió con fingido alivio, declarando:

—No; ya veo que aquí está doña Pura. ¿Cómo está usted, señora? ¿Le gusta San Francisco?

—Lo suficiente para no volver a poner los pies en esta terrible ciudad —replicó la mujer—. ¿Cómo está usted, don César?

—Perfectamente. Acabo de llegar de Los Ángeles. Mi prima me dijo que las encontraría a ustedes aquí y me pidió que las escoltase a su regreso. La pobre está algo inquieta por su hija y… por usted.

Mientras hablaban, César se había colocado junto a la dama de compañía, siguiendo a los dos jóvenes, que habían reanudado la marcha hacia el parador de las diligencias.

—¿Por mí? —preguntó doña Pura—. ¿Por qué ha de inquietarse la señora por mí?

—Porque esto es San Francisco, una ciudad donde por cada mujer hay veinticinco hombres, o sea una proporción escandalosa, en la cual ven los padres de la patria el origen de todos los desórdenes que la caracterizan.

—¿Y cree acaso que yo…? —empezó doña Pura.

—Sí, sí, aún está usted muy bien conservada y no tendría nada de extraño que algún minero enriquecido hallara en usted la esposa soñada. De ocurrir una cosa así, Alicia se habría encontrado en una situación bastante desairada. Y eso es lo que mi prima ha querido evitar. Me dijo: «Si Pura encuentra al hombre por quien viene suspirando»…

—¡Yo no suspiro por ningún hombre, don César! —protestó la mujer.

—No ha interpretado bien mis palabras, doña Pura —dijo César de Echagüe—. Mi prima quiso decir que si al fin encontraba usted al hombre ideal, podría abandonarlo todo por él. Además —aquí don César bajó la voz—, mi prima también estaba inquieta por haber sabido que Jorge Azcón estaba en San Francisco. Supongo que no habrá usted perdido de vista a la muchacha, ¿verdad?

—Ni un minuto —aseguró la mujer, no muy segura de ceñirse absolutamente a la verdad.

—¿Hacia dónde marcha Jorge Azcón? —preguntó César.

—A Cordillera, un pueblo minero perdido en las montañas.

—¿Cordillera? ¡Caramba! Allí vive otra de mis primas. ¿Está segura de que Alicia no ha proyectado ir a visitar a su tía?

—Creo… que no —dijo, alarmada, la mujer—. De todas formas, me alegro de que haya venido usted, don César. Si Alicia hubiese pensado en hacer eso, creo que no la habría podido contener. Ya sabe usted que es una muchacha enérgica, que no se detiene ante nada.

—En ese caso, yo tampoco podría contenerla —replicó César.

Habían llegado a la calle de California y se veía ya la gente reunida en torno a la diligencia que iba a partir hacia Cordillera.

—Sólo faltan cinco minutos —anunció Jedd Truman, acudiendo al encuentro de Jorge.

César de Echagüe le miró curiosamente. Conocía a aquel hombre, a quien había visto antes peor vestido y en una compañía nada recomendable. Truman, aunque le miró un momento, no pudo reconocerle; porque en aquella lejana ocasión don César iba encubierto por el antifaz del
Coyote
.

Jorge, estrechando fuertemente las manos de Alicia, decía:

—Pronto volveremos a vernos… En cuanto pueda disfrutar de unas pequeñas vacaciones, iré a Los Ángeles.

—Antes procuraré ir a visitarte. Mi tía vive allí. Su marido poseyó unas minas que vendió a la sociedad que ahora las explota. Al poco tiempo murió y ella no ha querido marcharse de Cordillera.

—Creo que es un lugar peligroso —dijo el joven—. No cometas ninguna locura.

—No la cometeré; pero… no podré pasar muchos meses sin verte, ¿sabes?

Jedd Truman hizo subir a Jorge a la diligencia, ayudándole a acomodarse frente a los otros pasajeros. Cerráronse las portezuelas, se cambiaron los últimos adioses y el vehículo, con gran estrépito, partió hacia su destino.

Durante toda la mañana la diligencia prosiguió su marcha hacia las montañas. En las primeras horas tuvo siempre a la vista la bahía, que dejó atrás poco después de San José. El viaje prosiguió por las estribaciones de las montañas. Por tres veces se detuvo la diligencia para cambiar los caballos, y en la segunda parada los viajeros tuvieron la oportunidad de comer de lo que llevaban o de lo que ofrecían en el mesón del parador.

Azcón y Truman se decidieron por lo último, ya que no llevaban provisiones, y lo mismo hicieron otros dos compañeros. Los restantes se sentaron al sol para comer lo que habían preparado para el viaje.

—¿Van ustedes a Látigo? —preguntó uno de los viajeros que se habían sentado a la misma mesa que Truman y el californiano.

—Yo sí —respondió Jedd—. Mi amigo va a Cordillera.

—Buen trayecto para hacerlo desde San Francisco —comentó el otro—— pero no me gustaría hacerlo al revés, desde Cordillera. Hay muchos bandidos. Claro que hasta ahora han evitado matar a nadie. Sólo roban oro. La gente lo sabe y procura no hacer resistencia. Si no se hace resistencia, no ocurre nada.

—¿Cómo está tan bien informado? —preguntó Truman.

—He visto dos veces a los ladrones —replicó el hombre—. Se portaron muy bien conmigo. No me robaron nada. Sólo se ocuparon del oro.

Jorge sintió un profundo alivio. Si sólo se trataba de facilitar los robos… Robar a una compañía poderosa no era tan grave como ser cómplice de unos asesinos. Jedd no le había engañado.

Al anochecer llegaron a Látigo, la más importante población del trayecto. Situada a poco más de la mitad del camino de Cordillera, la diligencia interrumpía allí su viaje y los pasajeros que continuaban hasta Cordillera debían pasar la noche en el parador.

—Yo me quedo aquí —dijo Jedd a Jorge—. Mañana deberá seguir solo, porque no hay nadie que continúe hasta Cordillera. Es lo mejor del viaje; pero no conviene que nos vean juntos.

Jorge estrechó la mano de su compañero y al verle partir sintió a la vez alivio e inquietud. Encargó la cena y entró en el cuarto que le fue destinado, tendiéndose un rato sobre la rústica cama. Látigo estaba a bastante altura y a partir de la puesta del sol el frío se dejaba sentir, a pesar de lo avanzado de la estación. Al cabo de un rato, Jorge tuvo que levantarse. Sentía escalofríos y recordó el alegre fuego que ardía en la chimenea de la sala. Arreglándose el traje, salió del cuarto y bajó a la sala. Estaba vacía y oscura, alumbrada sólo por el reflejo de las llamas. Sentándose en uno de los sillones de madera que se encontraban junto al hogar, Jorge encendió un cigarro y fumó lentamente, con la mirada fija en las siempre cambiantes llamas. El aroma del pino quemado le trajo lejanos recuerdos de su hogar, cuando, siendo un niño, se sentaba a los pies de su padre y le oía relatar las leyendas que ya eran viejas cuando América aún se ocultaba a los hombres más allá de las brumas atlánticas…

—Buenas noches, forastero…

La inesperada voz le arrancó violentamente de sus meditaciones. Sobresaltado, volvióse y vio a un hombre de mediana estatura, ancho de hombros, vestido con un traje de pana, con los pantalones embutidos en unas botas altas, y una ancha chaqueta en la cual relucía una estrella de plata.

—Buenas noches…
sheriff
—contestó Jorge.

—Soy Jay Martin —explicó el hombre, sentándose frente al californiano en otro sillón.

El joven adivinó la interrogación del
sheriff
y replicó:

—Me llamo Jorge Azcón.

—Me han dicho que se dirige a Cordillera —comentó el
sheriff
, y Jorge interpretó sus palabras como una pregunta relativa al motivo de su viaje al poblado minero.

—Sí, voy allí —contestó—. Pertenezco a la agencia Wells y Fargo. Debo ocupar la plaza vacante.

—Encantado de conocerle, Azcón —replicó el
sheriff
, tendiendo la mano a Jorge, como si hasta entonces no le hubiera considerado digno de ello.

Luego, Jay Martin sacó una corta pipa y la cargó de tabaco. Inclinándose hacia el fuego, cogió una ramita encendida y acercó la llama a la cazoleta. Durante estas operaciones su rostro quedó claramente visible. Era el de un hombre de unos cuarenta y cinco años, de enérgicas facciones, frente despejada, cabello y bigote grisáceos. Jorge había visto a otros muchos semejantes. Eran los
sheriff
s del Oeste, los hombres que representaban a la Ley y que la imponían por la fuerza, apoyándose en el derecho. Por primera vez, Jorge se dio cuenta exacta de su posición. Aquel hombre, que ya le miraba como un amigo, era su enemigo. Los dos estaban en campos opuestos, y si algún día Jay Martin descubría la verdad, Jorge debería luchar contra él.

—Tendremos que hablar mucho —siguió Martin—. Ocurren demasiados robos y tenemos que terminar con esos bandidos; pero hasta ahora ellos han llevado la mejor parte. Nadie los conoce. Tienen un territorio inmenso donde esconderse. Un territorio poblado por media docena de cazadores o buscadores de oro que en nada quieren comprometerse y que no nos ayudan. Claro que no se les puede culpar demasiado. Viven solos, apartados del mundo, y si alguno traicionara a los bandidos, ellos terminarían con él. Se inhiben de todo y dejan que yo, con siete u ocho hombres, y a veces la ayuda de unos cuantos habitantes del pueblo, busque a los ladrones por estas sierras y bosques. No es extraño que no cacemos a ninguno. Lo extraordinario sería que alguna vez tuviésemos éxito.

—La compañía me ha encargado de organizar de nuevo el transporte de oro —dijo Jorge—. Tendré que ponerme de acuerdo con usted.

—Y con Sam Nickels —replicó el
sheriff
—. Nickels es el gerente que la compañía Minas de Cordillera tiene allí. Es un hombre de mucha acción; pero a veces… No sé…

—¿Qué quiere usted decir? —preguntó Jorge.

—Nada; sólo quiero aconsejarle que en Cordillera no deje de observar a Sam. Si no fuese usted un Azcón, o sea, miembro de una familia honradísima, no le hablaría así. A su antecesor, la compañía Wells y Fargo le ha sacado de Cordillera porque sospechan que él era quien suministraba ciertos datos a los salteadores; pero yo sospecho de otra persona. Vigile, y, si descubre algo, avíseme.

—Lo haré; pero no acabo de comprender…

—Ya comprenderá cuando esté en Cordillera. Verá cosas inexplicables. Cosas que yo no puedo ver cuando subo allí en viaje de inspección, porque cuando yo llego todo cambia.

Jay Martin se pasó, con expresión de cansancio, una mano por la frente. Parecía un hombre vencido en una lucha contra una potencia infinitamente superior.

—¿Lleva usted mucho tiempo aquí, señor Martin? —preguntó Jorge.

—Varios años. Unos diez, por lo menos. Vine a buscar oro, encontré algunos yacimientos bastante buenos y los sigo explotando. Nickels me los ha querido comprar varias veces; pero no quiero venderlos. Dentro de dos o tres años habré reunido lo suficiente para retirarme. Entonces me iré a Nueva York, Chicago o a Europa y viviré en paz el tiempo que me quede de vida. Bien, señor Azcón, he tenido mucho gusto en conocerle. Si alguna vez averigua algo, recuerde que yendo unidos podremos triunfar de todos nuestros adversarios.

De nuevo estrechó Jorge la mano del
sheriff
, que poniéndose en pie se arregló el revólver que colgaba de su cinto y salió lentamente de la posada. Un momento después, el dueño del establecimiento anunciaba a Jorge que su cena estaba ya preparada.

—Ya he visto que hablaba con Jay Martin —agregó, mientras guiaba a Jorge hasta el comedor—. Es un gran hombre. Es una lástima que no tengamos dos docenas como él. Entonces no quedaría ni un bandido en estas tierras.

Jorge se sentó a la mesa y comenzó a tomar la sopa que le había sido ya servida. A la tercera cucharada recordó que no había replicado al comentario del posadero y asintió:

—Sí, sí, parece un hombre muy entendido… y valiente.

Y a pesar de que en el comedor también ardía un vivo fuego, Jorge sintió un escalofrío en el cuerpo. Estaba lanzado hacia un abismo del que no podría…

Con un sobresalto contuvo sus pensamientos, dándose cuenta de que iba a pensar lo mismo que le había dicho
El Coyote
. Para dominarse hizo un violento esfuerzo mental y buscó otro forna de conversación que le alejara de aquél.

—¿No ha venido el señor Truman? —preguntó.

—No. ¿Le esperaba usted?

—No es que le esperase; pero pensé que vendría.

—El señor Truman tiene siempre mucho trabajo. Su almacén no le deja descansar.

—¡Ah, sí, su almacén…! ¿Es muy importante?

—Es el único de Látigo. Nadie vendo las cosas que él tiene. Es uno de nuestros ciudadanos más respetables.

—Ya lo advertí durante el camino… Esta sopa está exquisita.

—Muchas gracias. ¿Es usted amigo del señor Truman?

—Le conocí en San Francisco y luego volvimos a vernos durante el viaje.

Jorge Azcón hablaba tan concisamente que el posadero comprendió que no obtendría muchos más informes de él, por lo que le dejó para ir en busca del resto de la cena, que fue servida sin que entre los dos hombres mediasen más palabras.

A la mañana siguiente, mientras se preparaba la diligencia para el resto del viaje, Jorge fue hasta el almacén de Jedd Truman. Éste le recibió como si fuese un cliente más y le llevó hasta la vitrina donde guardaba las armas de fuego.

—Un revólver es imprescindible en estas tierras —dijo, sacando un Colt del 44 y tendiéndoselo a Jorge.

Truman cogió un cinturón canana provisto de una funda mejicana y comenzó a llenarlo de cartuchos, colocando luego el revólver en la funda y dándoselo al joven. Mientras éste se lo ceñía, Truman siguió:

—Recuerde bien lo que hablamos. Ya sabe a quién ha de avisar cuando conozca los detalles de los envíos. Alguien me ha dicho que ayer estuvo usted conversando con Jay Martin. Le aconsejo que no cometa tonterías.

—Hablamos muy poco —se excusó Azcón—. Quiso saber quién era yo y adonde iba. Me propuso que trabajase con él para terminar…

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