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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (18 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—¡Eso es imposible! —Protestó Tadeo—. Saldría usted muy perjudicado, don César.

—Más perjudicado puede salir si insiste en creer que estos dos caballitos valen lo que él dice —comentó Timoteo, como si hablara con su hermane—. ¿No opinas lo mismo, Juan?

—Estoy muy de acuerdo contigo —replicó el otro, sacando un recio cuchillo y acariciando la hoja de acero.

—Sois un par de bandidos —sonrió César de Echagüe—. Pero os voy a hacer una pregunta y luego una proposición. ¿Para que necesitáis esos caballos?

—Tenemos que pasar unos días fuera de Los Ángeles… Algo más de un mes.

—¿Y luego volveréis aquí?

—Sí, señor.

—¿Y seguiréis necesitando los caballos?

—No. ¿Para qué vamos a necesitarlos?

—Pues entonces, entregad a Tadeo quinientos dólares. Él os prestará los caballos con su correspondiente equipo y además colgará de las sillas de montar dos buenos rifles Winchester de doce tiros, como nunca los habéis visto. Os marcháis, estáis fuera el tiempo que os parezca necesario, y al volver venís aquí, entregáis los caballos y el equipo en buenas condiciones y Tadeo os devolverá los quinientos dólares.

—No parece mala idea —comentó Juan.

—Opino lo mismo que tú —replicó su hermano.

—Entonces, trato hecho —dijo Juan—. Don César, es usted un águila. No sabía que tuviese tan buenas ideas. ¿Y son buenos de veras esos rifles?

—Dicen que no hay cosa mejor. No tenéis más que mover una palanca y, uno tras otro, podéis disparar hasta doce tiros. Pero no olvidéis que Teodomiro Mateos, además de ser muy buen amigo mío, es el que gobierna la policía de Los Ángeles, y que si yo le digo que me habéis engañado, os cortará las orejas y luego os meterá en la cárcel.

—No tenga usted miedo —dijeron a la vez los dos hermanos—. Vamos, Tadeo, enséñanos las sillas de montar, los rifles, las municiones y todo lo demás.

—Y además diles lo que han de comer los caballos y dales un saco de avena y otro de cebada, porque si no son capaces de envenenar a esos animales. Adiós y buen viaje. ¡Ah! Y no te olvides de recoger los quinientos dólares.

—Aquí los tiene, don César —dijo Timoteo, tendiendo cinco billetes al ranchero.

—Creí que sólo teníais cuatrocientos —rió César, guardando el dinero y marchando hacia la casa, en tanto que los dos hermanos se quedaban comentando en voz baja:

—Si
El Coyote
supiera esto nos daba un premio.

—Pero no debe saberlo y así luego podemos guardarnos los quinientos pesos —replicó Juan.

—¡Cállate! —protestó Timoteo—. ¿Quieres que
El Coyote
lo averigüe y sea él quien nos corte las orejas?

—¿Cómo lo va a averiguar?

—Cosas más difíciles ha descubierto. Es un demonio.

—Pero…

—¡Si quieres suicidarte, utiliza otro sistema, Juan! Un tiro en la cabeza es mucho más cómodo.

—Pero si él no se puede enterar…

—¿Sabes lo que te digo? —Replicó Timoteo—. Pues que no me extrañaría nada sj alguien me dijese que
El Coyote
sabe ya lo que hemos hecho. Y conste que no me imagino cómo podría haberlo averiguado. A veces pienso que
El Coyote
puede esconderse hasta dentro de un caballo. Vamos y olvida esas ideas tan geniales.

Capítulo IV: En Cordillera y en Los Ángeles

Jorge Azcón miró nerviosamente al individuo que estaba ante él. Mentalmente repitió el nombre que había escuchado en sus labios.

—James Kalz.

Era el mismo nombre que le diera Jedd Truman para identificar a su emisario.

—Salieron tres remesas sin importancia —siguió Kalz— y no fueron interceptadas. Todos creen que ya pasó el peligro. ¿Cuándo se enviarán los cuatrocientos mil dólares que Nickels guarda en su sótano?

—Pasado mañana por la mañana —murmuró Jorge, después de asegurarse de que nadie podía verle.

—¿Alguna novedad? —preguntó Kalz.

—Irán protegidos por una escolta de doce hombres.

—¡Oh! Nickels no quiere correr riesgos innecesarios. Bien. ¿Cuántas diligencias saldrán?

—Dos.

—¿Irá el oro repartido?

Jorge Azcón había llegado al momento en que su destino se tenía que decidir. Llevaba unos quince días en Cordillera. Había intimado con los altos empleados de la compañía «Minas de Cordillera». Todos le tenían por un hombre honrado; y podía seguir siéndolo si replicaba que el oro iría en la diligencia custodiada por los doce jinetes. En vez de eso, contestó:

—Irá en la primera, sin ninguna protección, escondido debajo de los asientos.

James Kalz sonrió.

—Bien —dijo—. El jefe estará contento. Adiós. —Oyendo pasos a su espalda, agregó—: Luego te traeré la carta.

Al salir cruzóse con un mejicano que avanzó tímidamente hacia el mostrador tras el cual se encontraba Jorge, quien movió negativamente la cabeza, declarando:

—No, no ha llegado ningún paquete para usted, señor López.

—¡Qué mala suerte! —suspiró el mejicano—. Hasta mañana, señor.

Volvió a salir y Jorge experimentó la misma sensación de otras veces. Estaba seguro de haber visto en otro lugar a aquel hombre; pero ni su rostro ni su manera de vestir le eran familiares. Y mucho menos la voz, que era la de cualquier mejicano. Sin embargo, el tipo… Al principio temió que fuera
El Coyote
; pero no podía haber dos seres más distintos que aquel López y
El Coyote
.

El mejicano salió de la agencia de Wells y Fargo y marchó lentamente calle abajo, siguiendo, a bastante distancia, al hombre que acababa de salir de la agencia después de haber sostenido una breve conversación con el factor, durante la cual este último dio muestras de un visible nerviosismo. ¿Por qué? ¿A qué obedecía aquella turbación?

El hombre a quien López iba siguiendo se había detenido frente a una de las tabernas de Cordillera y estaba desatando su caballo. Cuando el mejicano llegó cerca de él, un minero que había salido de la taberna le estaba preguntando:

—¿Te marchas, James?

—No, sólo quiero llegar hasta el río.

Sin duda era una excusa; pero tal vez no lo fuese. El río se encontraba a unos nueve kilómetros de Cordillera, y si James Kalz no volvía antes de la noche y ocurría algo, le sería muy difícil justificar su tardanza en regresar de un sitio tan próximo.

—Que sea lo que Dios quiera —decidió López, en quien un observador atento hubiese reconocido a Evelio Lugones.

Siguió adelante, torció por una calle transversal y llegó donde guardaba su caballo. Montó en él de un salto y picó espuelas. No buscó la carretera, sino los caminos que ya había estudiado, y sin preocuparse de si alguien le observaba, lanzóse al galope, acortando terreno. En menos de una hora alcanzó el río, mucho más arriba de la carretera, por la cual hubiese tardado demasiado. Ató el caballo a un árbol, descolgó el rifle de repetición, introdujo una bala en la recámara, colocó el percutor en el seguro y lanzóse a través de la espesura que bordeaba el río, hacia la carretera, procurando ocultarse a fin de pasar lo más inadvertido posible.

El jinete que aguardaba en la carretera, sentado en el suelo, junto a su caballo, y ocupado en convertir en humo un largo y apestoso cigarro, no le oyó llegar. Toda su atención estaba fija en el camino, ya que a lo lejos había vislumbrado a otro jinete que avanzaba sin prisa, aunque sin ir despacio.

—Me parece que lo acertaste, Evelio —se dijo López, que extremaba sus precauciones a medida que se iba aproximando a la carretera. Los últimos cuarenta metros los recorrió en diez minutos; pero tuvo la satisfacción de comprobar que una serpiente hubiese hecho mil veces más ruido que él, a menos que el tipo que aguardaba en la carretera fuese sordo como una tapia.

Con las mismas precauciones que si estuviera sentado sobre un lecho de cristales, Evelio Lugones se acomodó en una hondonada protegida por una cortina de arbustos que se hallaba a unos cinco metros del que esperaba. No se oía otro rumor que el del agua al acariciar las piedras del vado, y el de los cascos del caballo que se aproximaba. Al fin también cesó este ruido; pero entonces se oyó una voz que saludaba:

—Buenas tardes, James. Creí que no llegabas nunca.

—Hola, Paul —replicó Kalz—. He venido tan pronto como me ha sido posible. Dile al jefe que pasado mañana por la mañana sale el oro en la primera diligencia, que irá con pasajeros. Más tarde saldrá otra custodiada; pero no llevará nada y lo más probable es que interrumpa su viaje a mitad del camino, cuando calculen que la primera ya ha llegado a Látigo.

—¡Cuánta astucia! —rió el llamado Paul—. Se supone que estaremos enterados de que sale una diligencia protegida y que creeremos que en ella va el oro. Están convencidos de que evitaremos atacar a la primera a fin de que los de la segunda no sospechen que andamos cerca, ya que entonces volverían todos grupas y nos escamotearían el oro.

—Eso es lo que ellos imaginan; pero nosotros asaltaremos la primera, nos guardaremos el oro y dejaremos que la segunda y su escolta hagan el ridículo. Bien. Da la noticia y ya os encargaréis vosotros de lo que se debe hacer. Yo vuelvo a Cordillera. No conviene que noten que me he marchado. Por lo menos, que no se den cuenta de que he estado demasiado tiempo fuera.

—Buena suerte. Puedes contar con tu parte.

Los dos hombres se separaron después de cambiar un apretón de manos. Mientras uno regresaba hacia Cordillera el otro emprendía la marcha hacia Látigo.

—No estoy muy seguro de que no debiera haber probado en vosotros este Winchester —soliloqueó Evelio Lugones—. Si ahora tuviese yo a mano mi caballo seguiría a ese pícaro; pero no lo tengo, y aunque lo tendré dentro de muy poco, me parece que no lo alcanzaré, pues ya galopa como si le persiguieran dos diablos. Su caballo debe estar cansado de tanto descansar, lo cual aumenta sus probabilidades de fuga.

Lugones abandonó su escondite, se echó el rifle al hombro y partió a buen paso en busca de su montura. Montó en ella y alcanzando la carretera la siguió, porque hasta el parador 125 era el camino más recto para llegar adonde iba.

Cuando ya el sol casi se ocultaba tras las cercanas cumbres, llegó a la vista del parador 126, ante el cual estaba el caballo que antes había visto en la carretera.

«Pronto se cansaron el caballo o su amo», pensó el californiano.

Y como él no estaba cansado y no estaba tampoco dispuesto a consentir que su caballo lo estuviese, siguió adelante, después de dar un rodeo que le permitiera evitar el parador.

Cuando estuvo de nuevo en la carretera galopó sin descanso, mientras la noche iba llegando lentamente. Una lejana lucecilla le indicó la situación del parador 125, que también evitó, adentrándose en la sierra y dirigiéndose hacia un punto que alcanzó cerca de la media noche. En la última parte de su marcha fue guiado por la luz que brillaba a través de la ventana de una choza. Cuando llegó ante ella le aguardaban ya sus hermanos Timoteo y Juan.

—Ocurre algo —dijo—. Pasado mañana asaltarán una diligencia; pero no sé cómo ni dónde. Sin embargo, lo importante es que ya podemos decirle al
Coyote
quién suministra los informes. Es el chico. Lo hace como si tomara una purga; pero lo hace.

—¿Y qué tenemos que hacer nosotros? —preguntó Timoteo—. ¿Impedir el asalto?

—El jefe sólo quiere saber —recordó Evelio—. Debierais procurar enteraros de adonde van los bandidos cuando tengan el oro; pero nada de entrometeros en lo demás. ¿Qué sabemos nosotros de lo que
El Coyote
quiere hacer?

—¿Y cómo vamos a saber dónde se cometerá el asalto? —preguntó Juan—. Me parece que nos ha tocado la parte más difícil del trabajo.

—En mi puesto os quisiera ver yo —replicó Evelio—. A mí nadie me ha dado ninguna pista ni ninguna indicación. He tenido que agenciármelas yo sólito. Haced lo mismo. Abrid los ojos, aguzad los oídos, y ya veréis como algo se pesca.

—¿Te puedes quedar con nosotros? —preguntó Juan.

—Claro, y que mañana se den cuenta en Cordillera de que el peón López desapareció el día antes del asalto —gruñó Evelio—. En cuanto me volvieran a ver me ahorcaban sin mayores vacilaciones. Adiós. Cambiadme el caballo por otro que me pueda llevar a Cordillera en cuatro o cinco horas.

*****

Sam Nickels en persona, ayudado por Jorge Azcón, fue colocando los lingotes de oro debajo de los asientos de la diligencia. Aún faltaban dos horas para que se diera la señal de marcha y por lo menos una para que el coche fuera sacado de allí y llevado ante la puerta dé la agencia.

—Creo que esta vez les sorprenderemos —declaró el gerente de la mina—. No esperan esto. Dejarán pasar este coche, porque no se atreverán a dar la voz de alarma deteniéndolo. Y se cansarán de esperar al otro, pues no llegará hasta ellos. Pienso que se detengan en el parador 126. Para entonces esta diligencia ya estará en Látigo. Y desde allí el viaje es seguro.

—¿No sería preferible enviar también una escolta con la primera?

—¡Qué locura! —exclamó el gerente, colocando en su sitio las tablas y la colchoneta de crin que servían de asiento y que tapaban el hueco en que iba el oro—. Entonces sospecharían la verdad. No. Así todo saldrá bien. Además, ahora ya no tienen quien les informe.

—¿Cómo lo sabe?

—Su antecesor era el que daba las noticias a los bandidos. Usted, en cambio, es muy distinto. Yo siempre he dicho que nacer en el seno de una buena familia es la mejor garantía de honradez. Si, como decimos nosotros, todos los hombres son iguales, lo único que los debe distinguir es el lugar de su nacimiento. El que nace entre bandidos, será un bandido; pero si naciese en medio de gente honrada, sería honrado.

Jorge asintió:

—Claro. Es una buena idea.

—Lo es, lo es. Bien, ya está arreglado. Los viajeros se sentarán ahí encima, sin sospechar que viajan sobre trescientos mil dólares en oro.

Cuando dos horas después la diligencia partió hacia Látigo, Jorge Azcón sintió que allí se sellaba definitivamente su destino.

A las once de la mañana, después de cargar delante de todo el mundo que quiso verlo, varías cajas que se suponían llenas de oro, la segunda diligencia, escoltada por diez jinetes armados y por otros dos guardas instalados en el techo, partió en la misma dirección. Sólo tres hombres sabían que no llevaba nada de valor.

Dos de ellos eran Jorge Azcón y Sam Nickels. El tercero un mejicano que aguardaba pacientemente a que llegase la diligencia de San Francisco que debía traerle un imaginario paquete.

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