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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (4 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—Un momento, capitán —llamó King, cuando Farrell había vuelto la espalda.

—¿Qué quiere?

—Tengo costumbre de no aceptar el «no» por respuesta. La inspección no tendrá lugar hasta mañana a las doce. Hasta entonces estoy dispuesto a entregarle el dinero en las condiciones ofrecidas.

—Buenas noches, señor Colin.

—Buenas noches, capitán.

Aquella noche, el regreso hacia su casa fue, para el capitán Farrell, terriblemente penoso. Para él era como marchar hacia la muerte, y como si todo el tiempo que tardara en llegar allí fuese ganado para la vida, retrasaba el momento en que tendría que enfrentarse con la realidad.

Al fin llegó a su casa, situada en la parte más antigua de la ciudad, y subiendo la oscura escalera entró en sus habitaciones. Cerrando la puerta, dejóse caer en una silla, frente a su mesa de trabajo, y escondió el rostro entre las manos. No lloraba; pero sentía una angustia tan grande, que hubiera recibido con alivio y alegría las lágrimas.

Su carrera estaba deshecha. Cuando se descubriera el desfalco… No, no quería pensar en ello, y no podía dejar de pensar porque su suerte estaba echada y sólo le quedaban tres caminos y cada uno de ellos era tan amargo como los otros. Podía hacer frente a la situación creada por él y aguantar las consecuencias de su locura. Podía aceptar la oferta de Colin y esconder su vergüenza infinitamente mayor y, por último, podía huir a las tierras fronterizas de California, mal conocidas aún, donde un hombre podía vivir sin que nadie investigase su verdadera identidad ni se le exigieran certificados de buena conducta. Sería una huida, pero… pero quizá fuese lo mejor.

Al mover el brazo, su codo tropezó con la culata del revólver de reglamento. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Aún quedaba otra solución. Aún existía otra fuga.

Lentamente, como si el arma pesara cien kilos, sacó el revólver y lo dejó sobre la mesa. Era un Colt de simple acción, niquelado, de excelente mecanismo y gran precisión. En las cachas se veía el escudo de su nación. En el cilindro había seis cartuchos del 44. Una sola de aquellas balas bastaría para abrirle el camino hacia la fuga. Una bala en el corazón… Pero… aquel corazón latía debajo de un uniforme militar. Y aquel uniforme quedaría manchado, no sólo por la sangre, sino por una vergüenza que él no tenía derecho a verter sobre aquella representativa prenda.

—Sin embargo… no puedo hacer otra cosa —musitó.

En aquel instante sonó una débil llamada a la puerta. Farrell empuñó el revólver y avanzó, lentamente, hacia ella.

—¿Quién llama? —preguntó.

—¡Por favor, abra! —pidió una vocecilla.

Farrell, sin enfundar el revólver, abrió la puerta y cuando la luz que brillaba sobre la mesa dio en el rostro del visitante, el capitán no pudo contener un grito:

—¡Ida!

Ida Hubbard dio un paso adelante y preguntó:

—¿Puedo entrar?

Luego su mirada se posó en el revólver que empuñaba Farrell. Éste, sonrojándose, guardó el arma y tartamudeó:

—Sí… sí, entre…

La joven entró en el aposento. Vestía el mismo traje que luciera en La Bella Unión, pero se había echado encima una capa con capucha. Farrell no la había visto nunca tan hermosa.

—Capitán… quería hablarle —dijo.

—¿La envía Colin?

—No… No. Vengo por mi propia voluntad. Claro que King me ha hablado de… de lo que ocurre. Ha perdido usted mucho dinero.

—Sí.

—¿Por qué lo ha hecho?

Farrell se encogió de hombros.

—No le pregunte nunca a un loco por qué comete sus locuras. Las comete porque está loco, y son locuras porque las comete un loco.

—Hay otro motivo… Noche tras noche, usted se ha sentado a… a mi mesa. Le he visto jugar como si no le importara ganar ni perder. Creí que era usted rico.

—En aquellos momentos lo era, señorita Hubbard.

—¿Por qué?

—Porque la veía a usted. En realidad he estado comprando mi derecho a verla. No considero caro el precio que he pagado.

—Entonces… eso quiere decir que yo tengo la culpa…

—No, no. Usted no tiene ninguna culpa, señorita.

—Involuntariamente yo he sido la causa de que usted perdiera un dinero que no era suyo…

—Sólo yo tengo la culpa. Un hombre no puede buscar la excusa de sus culpas en sus debilidades.

—Capitán. Yo no tengo dinero. Gort y Colin no me dejan nada. En realidad no necesito nada, y Gort, sobre todo, insiste mucho en que no tenga dinero a fin de que no pueda salir sola.

—¿Gort Gallagher? —preguntó Farrell.

—Sí. Es mi tutor. King y él son socios en La Bella Unión y en otras cosas. Gort administra mi herencia, o sea la línea de diligencias de Arbolado. Fue lo único que me legó mi padre. Gort es bueno y estoy segura de que si estuviese aquí me prestaría el dinero que usted necesita.

—¡Señorita…! —protestó Farrell.

—Ya sé que un caballero no puede aceptar dinero de una mujer, capitán; pero yo tengo una culpa más grave de lo que usted se imagina… Óigame. Le daré este anillo…

Al decir esto, Ida Hubbard se quitó el anillo de brillantes que adornaba su mano izquierda.

—¡No, de ninguna manera! —protestó Farrell.

—Déjeme hablar —insistió Ida—. Este anillo no vale tanto como usted necesita, pero en cualquier casa de préstamos le darán quinientos dólares por él. En cuanto tenga el dinero diríjase de nuevo a La Bella Unión y en mi mesa de ruleta apueste los quinientos dólares al número trece. Recuerde bien el número. El trece. Diga bien alto que se trata de una corazonada. Ganará infinitamente más de lo que necesita para salir de su apuro. Márchese en seguida, recupere el anillo y vuelva a La Bella Unión. Yo saldré a una de las ventanas y lo recogeré.

—¿Y cómo sabe que la bola se hundirá en el número trece?

—Porque así ocurrirá.

—Entonces… usted. ¿Es posible que se preste a hacer trampas?

Farrell miraba, incrédulamente, a Ida, cuya negra cabellera reflejaba la luz de la lámpara.

—Sí. Hace años que así sucede…

—¿Qué edad tiene usted?

—Dieciocho años. Represento mucho más, ¿no?

—El colorete y el maquillaje… la hacen parecer mayor.

—Mi alma es mucho más vieja. Desde los catorce años estoy utilizando mi… mi cara, que dicen que es hermosa, para atraer a los hombres.

—¡Nunca hubiera imaginado que usted… que usted fuese capaz de sonreír como lo hace para obtener los beneficios…! No, no es necesario que se moleste, señorita. En realidad…

—¿Qué? —preguntó anhelante, Ida.

—He resuelto ya mi problema.

—¿Ha encontrado dinero?

—Sí. Un amigo me lo prestará.

—Pero… ¿Es verdad eso?

—Lo es: Un buen amigo que me ha sacado de muchos apuros y de muchos peligros me solucionará ese problema.

—Perdone que insista, pero ¿es cierto?

—Se lo juro por mi honor de militar.

—Entonces… —Ida vacilaba—. Entonces… he sido un poco indiscreta viniendo a verle.

—No, señorita. Ver su rostro y besar su mano son los más grandes deseos que alimentaba cuando usted ha llamado. ¿Me lo permite?

Tímidamente, Ida tendió la mano a Fred Farrell, que la besó levemente, y tomando luego la otra mano colocó en ella el anillo.

—Muchas gracias y buenas noches —dijo con una sonrisa—. La acompañaré hasta la calle…

—No es necesario.

—El barrio está poco concurrido. Permítame.

Encendiendo una larga y delgada velita, Farrell abrió la puerta y descendió por la escalera, alumbrando con la vela para que Ida no tropezara ni cayese.

Cuando llegaron a la calle, la joven insistió en marchar sola, pero Farrell insistió, también, en acompañarla hasta la próxima calle, mucho más concurrida, donde nuevamente besó la mano de la joven a quien vio alejarse rápidamente.

Sintiendo una gran debilidad en las piernas y una profunda angustia en el corazón, Farrell regresó a su casa. Subió lentamente por la escalera y empujando la puerta que había dejado abierta entró en la habitación. Cerró con llave y respirando hondamente se dejó caer de nuevo en la silla. Al inclinar la mirada sobre la mesa lanzó un grito de asombro y de incredulidad. Reunidos en un perfecto fajo se veía un montoncito de billetes de banco sobre los cuales descansaba una cartulina.

Por un momento, Farrell no se atrevió a tocarlos, por miedo a que se desvanecieran; pero como no advirtiera ninguna variación en los billetes, empezó a creer que eran una realidad y, casi tímidamente, cogió la cartulina depositada sobre ellos. Como ya había notado, estaba en blanco, pero al volverla vio que la otra cara aparecía cubierta por una serie de letras desiguales que decían:

Capitán Farrell: Le adjunto el dinero que necesita… Me gustan los hombres que saben rechazar la ayuda de una mujer. Algún día podrá pagarme el favor que hoy le hago. No quiero que Los Vigilantes se vean privados de un excelente jefe.

EL COYOTE.

Dejando la cartulina a un lado, Farrell contó maquinalmente el dinero… Había tres mil novecientos cincuenta dólares. Exactamente lo que le faltaba.

Cuando al fin se serenó de su infinita alegría, Farrell buscó una explicación a aquello. Como todos los habitantes de California había oído hablar infinidad de veces del
Coyote
. Conocía algunas de sus hazañas y había escuchado las encontradas opiniones existentes acerca de aquel personaje que unos calificaban de héroe y otros de vulgar bandido. Había visto algunos de los mensajes escritos por
El Coyote
y recordaba la similitud de la firma, es decir, de la cabeza del coyote; pero ésta no era nada difícil de imitar, y cualquiera podía trazarla, incluso Ida Hubbard… Pero no, no podía ser Ida, a quien él había dejado un momento antes en el otro extremo de la calle.

Pero ¿y si ella hubiese encargado a otro para que depositara el dinero? No, no podía ser tampoco eso, porque Ida Hubbard había insistido en que él no la acompañara hasta la calle. Y había sido durante su ausencia cuando el dinero le fue dejado allí… ¿Por
El Coyote
? ¿Por King Colin? No, puesto que King Colin le había colocado en la difícil situación en que se encontraba, de la cual sólo le hubiera salvado a base de que él aceptara las duras condiciones que le imponía.

Pero ¿cómo se había podido enterar
El Coyote
de su situación? Tal vez hubiera escuchado alguno de los rumores que debían de circular.

Nuevamente leyó Farrell la breve misiva.
El Coyote
, si era él, demostraba que había escuchado la conversación entre Ida y él. Sabía lo referente a su supuesto ingreso en Los Vigilantes y, además, indicaba claramente que, por aquel favor, algún día exigiría un pago. ¿Cuál?

El capitán Farrell dejó caer el dardo sobre la mesa. Por fin había llegado el momento de pagar la deuda pendiente con
El Coyote
. Al cabo de más de tres años, cuando ya él casi no se acordaba del oportuno auxilio recibido del misterioso enmascarado, llegaba una carta a recordarle la deuda.

—Si obedezco cometeré una traición —murmuró.

Y una voz pareció susurrarle al oído:

—No seas tonto. No hagas caso. Él no tiene ningún arma contra ti. No te exigió ningún recibo. No tiene prueba alguna que te comprometa.

En efecto,
El Coyote
no poseía ningún arma que esgrimir contra él. Aún recordaba el alivio que evidenciaron sus jefes cuando al repasar los libros de cuentas comprobaron que éstas eran exactas y que no faltaba ni medio centavo. No supieron fingir y sus rostros revelaron a las claras que habían temido que las cuentas dieran otro resultado. En seguida le comunicaron su nombramiento para el cargo de jefe de Los Vigilantes. Inclinándose, Farrell abrió un cajón de su mesa y de él extrajo una pesada caja de acero y, abriéndola con una llave, sacó de su interior un sobre de papel manila. De dentro del sobre sacó unos cuantos billetes. Casi cuatro mil dólares. Al fin podría devolverlos al
Coyote
.

Pero aunque pagase el dinero, no pagaría el favor. Porque aquel favor había significado su vida. Por lo tanto, si devolvía al
Coyote
la suma recibida, no por ello dejaría de continuar en deuda. Por lo tanto, no podía salir del paso devolviendo un dinero que para
El Coyote
no debía significar gran cosa desde el momento que en todos aquellos años no había hecho nada por recobrarlo.

De nuevo la mano de Farrell acarició el afilado dardo. Aquello era lo que deseaba
El Coyote
. ¿Por qué? Sin duda, porque aquel dardo podía significar el descubrimiento de la verdadera identidad del
Coyote
. Si él consiguiera semejante triunfo, su prestigio llegaría al máximo.
El Coyote
había realizado empresas muy meritorias, entre las cuales se citaba el exterminio de la banda de la Calavera; pero también había cometido otros delitos que exigían un castigo ejemplar.

Mas ¿podía él convertirse en el verdugo del hombre que le salvó no sólo la vida, que valía muy poco, sino el honor, que valía más que todo el oro del mundo? No. Si aquel dardo era una pista para el descubrimiento del
Coyote
, su deber moral era entregarlo al hombre que tres años antes le salvó.

Recogiendo el dardo, lo guardó en un bolsillo de su levita, y en la caja de cartón que lo contuvo depositó la nota que
El Coyote
le había enviado con aquel fin. En seguida apagó la luz y saliendo del despacho cerró con llave la puerta.

—Vigilad bien mi despacho —ordenó a uno de los soldados—. Que no entre nadie.

Cinco minutos después partía al galope en dirección a la vieja iglesia de la misión de San Francisco de Asís, conocida popularmente por el nombre de misión Dolores.

Capítulo IV: La alianza del
Coyote

El capitán Farrell sumióse de nuevo en sus recuerdos. Casi la primera noticia que recibió después de su elección para la jefatura de Los Vigilantes fue la de que King Colin había vendido La Bella Unión.

Fue una retirada estratégica y un reconocimiento implícito de que el nuevo jefe de Los Vigilantes no faltaría a su promesa de clausurar La Bella Unión.

—Sí, era un buen negocio —había dicho King Colin, cuando sus amigos se extrañaron de que hubiera abandonado La Bella Unión—. Pero ya me aburría. Tengo otros negocios en perspectiva. Nos iremos a Arbolado.

Aunque muy próximo a la ciudad, Arbolado quedaba fuera de la jurisdicción de San Francisco, y Los Vigilantes nada podían hacer allí, pues otro
sheriff
gobernaba el condado aquel y por nada del mundo hubiese aceptado la intromisión de otras autoridades.

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