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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (9 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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—Sin embargo, Gort también sabía muchas cosas de Colin. ¿Por qué no habló?

—Por usted. Temió perjudicarla. No quiso decirnos nada que pudiera comprometerá King Colin.

—¡Y el día de la ejecución, King y sus tres cómplices fueron a ver cómo le ahorcaban! —murmuró Ida—. ¡Quisiera matarlos a todos!

—Si me ayuda podremos terminar con ellos.

—Imposible. Son más fuertes de lo que usted se puede imaginar. El
sheriff
de este condado está a sus órdenes. King me compró la línea de diligencias porque dijo que era un mal negocio, y ahora la explota con beneficios fabulosos.

—¿Qué hace?

—Sólo él puede transportar oro y hace pagar los portes que quiere.

—¿Y por qué sólo él?

—Tiene la cesión de la línea y nadie puede establecer otra. Al principio los mineros transportaban ellos el oro a San Francisco; pero Mike, Lang y los otros los asaltaban y les robaban su oro. Y si alguno se resistía lo asesinaban. Al fin, como a la diligencia nunca la asaltaban, los mineros se vieron obligados a confiarle el traslado del oro; pero entonces King tuvo la idea de establecer un seguro. Por cada diez mil dólares que se trasladan, se pagan mil, y en el caso de que ocurra algún asalto, la compañía abona el importe del cargamento. Como la prima era muy elevada, nadie quiso pagarla; pero entonces volvieron a producirse los asaltos y al fin todos han accedido a pagar el seguro.

—¿Cuánto oro han robado?

—Los primeros asaltos le dieron a Colin un beneficio de doscientos mil dólares. La explotación de la línea de diligencias le proporciona unas ganancias inmensas.

—Sabiendo todo eso podría usted haber acudido a mí y hubiésemos terminado con King Colin.

—No poseo pruebas palpables. Sé que es así: pero con ello no basta. Un tribunal exige siempre pruebas. Además, siendo yo menor de edad, estoy a cargo de King Colin. Puede hacerme detener y lo haría en cuanto me atreviera a escapar de aquí.

Farrell inclinó la cabeza. Al cabo de un rato de caminar en silencio declaró:

—La muerte de Colin la libertaría, ¿verdad?

—No intente matarle.

—¿Por qué?

—Porque… temo por su vida. Colin es un traidor y siempre se hace proteger por sus cómplices. No reconoce ningún código de honor. En cuanto sepa que usted ha llegado le hará asesinar. Desconfíe de todo el mundo. No debiera haber venido.

—Nada me sería más grato que dar mi vida por usted, Ida.

La joven le miró con los ojos humedecidos por las lágrimas.

—Yo no deseo que usted muera.

—¿Por qué? —preguntó, anhelante, Fred.

Al cabo de unos segundos, Ida preguntó, en vez de responder:

—¿Cómo resolvió aquel apuro?

—Recibí la ayuda de un hombre que es el mismo que me ha enviado aquí.

—¿Quién es?

—Tal vez no haya oído hablar nunca de él. Es
El Coyote
. Nadie le conoce y hay muchos que dicen que es un delincuente.

—No, no lo es —murmuró Ida—. ¡Cuántas veces he pedido a Dios que lo enviara en mi auxilio! Hace días que le esperaba.

—¿Supo lo ocurrido cuando la ejecución de Gallagher?

—Sí. Clay Abbot habló de ello. Está asustado. Teme que
El Coyote
intervenga, pues entonces la suerte de todos ellos estaría sellada. ¿Ha hablado usted con él?

—Sí. Una vez me salvó la vida y otra vez me ha salvado el corazón.

—No entiendo.

—Me dijo que usted me amaba.

Ida no respondió y Fred, que la observaba ansiosamente, la vio sonrojarse.

—Me ordenó que viniese y…

Ida continuó sin volver la cabeza; pero al notar que Fred no seguía, preguntó con voz apenas perceptible:

—¿Qué le ordenó?

—Que viniese a Arbolado y… y me casara con usted.

Ida volvió lentamente la cabeza.

—¿Se burla de mí? —preguntó.

Pasando, sin transición al tuteo, Farrell aseguró:

—No, Ida, te amo demasiado para eso.

—Pero durante tres años…

—No me atreví a venir. Cuando acudiste en mi ayuda creí que te movía la piedad. Y aun ahora no me atrevo a decirte que te amo, porque he sabido que eres muy rica. Posees una fortuna de medio millón de dólares y yo… no puedo ofrecerte nada.

—A veces he deseado ser pobre, Fred. Desde que supe cuál era mi fortuna, comprendí que en ella encontraría el origen de todos mis dolores. Pero tú no debes temer que yo crea que es el interés el que te empuja hacia mí. Si rechazaste un dinero que te habría salvado, y lo rechazaste porque procedía de una mujer, no creeré que ahora has cambiado. Cuando me dijiste que ya estaba resuelta tu situación, mentiste, ¿verdad?

—Sí. Fue al volver a casa, después de separarme de ti, cuando encontré el mensaje del
Coyote
.

—Y noche tras noche fuiste a La Bella Unión para poder estar delante de mí.

—Sí.

—Y me miraste con ojos tan puros, que yo no pude por menos de fijarme en ti. De pie allí, junto a aquella odiosa mesa de ruleta, haciendo trampas para que la bola cayera siempre en el número menos cargado, mis ojos tropezaban siempre con miradas que eran como manos ansiosas que me desnudaran. Aquellos hombres eran bestias repugnantes. Sólo tú me mirabas como yo deseaba ser mirada. Por eso acudí aquella noche a tu casa. Al separarnos temí que no me hubieses comprendido.

—No te comprendí, porque tuve miedo de que tú tampoco me hubieras comprendido. Luego, al verte marchar de San Francisco, creí que huías por tu voluntad. Y creo que si
El Coyote
no me hubiese abierto un poco los ojos yo no habría comprendido nunca la verdad o nunca me hubiese atrevido a recorrer el breve camino que nos separaba. Ida, ¿quieres ser mi esposa?

—Sí, Fred, pero… no podré serlo hasta que llegue a mi mayoría de edad. Hasta entonces necesitaré el permiso de King Colin, quien podría anular el matrimonio.

—Entonces, Ida, mataré a King Colin.

Fred Farrell pronunció estas palabras con tal firmeza, que Ida no tuvo valor para protestar. Tan sólo con el pensamiento murmuró:

—Dios mío, protégele.

Capítulo VIII:
El Coyote

Cuando las nieblas matinales se ceñían a los picachos de la sierra, una vieja diligencia de tipo Concordia marchaba entre crujidos, chirridos y gemidos en dirección a San Francisco, tirada por seis fuertes caballos. Don Martin sostenía las riendas. De cuando en cuando hacía restallar el látigo sobre las cabezas de los animales y soltaba una sarta de juramentos, dirigidos a los caballos, que no turbaban a éstos ni al «Soñoliento» Bray, que se sentaba junto a él, con las manos apoyadas en el doble cañón de una escopeta cargada de perdigones casi hasta la boca. De su cinto pendía un viejo Colt reliquia de la guerra.

Un joven judío, el único ocupante del vehículo, se veía lanzado tan pronto a un lado como a otro, esforzándose, inútilmente, por encontrar un punto donde los movimientos de la diligencia fueran menos intensos.

Sólo «Soñoliento» Bray era capaz de dormir en medio de tanta sacudida y, por algún milagro, no perdía ni por un momento el difícil equilibrio.

De súbito, su tranquilo sueño fue interrumpido por una recia voz que ordenó:

—¡Levanten las manos, caballeros!

La orden fue dada en español, pero fue apoyada significativamente por un revólver de seis tiros que empuñaba un hombre vestido a la moda mejicana que, de pronto, surgió de detrás de unos abedules.

Pero «Soñoliento» Bray era hombre de acción que se había encontrado en más de un apuro semejante, saliendo siempre bien librado gracias a su prodigiosa puntería y rapidez de tiro. Casi antes de ver al que daba la orden de levantar las manos, Bray echóse la escopeta al hombro y llevó el pulgar hacia los gatillos.

No pasó de ahí. Con el revólver a la altura de la cintura, el mejicano disparó y antes de ver el fogonazo, Bray sintió en su oreja izquierda el abrasador mordisco de un moscardón de plomo que siguió su camino hacia el cielo. Al mismo tiempo, el desconocido levantó la cabeza y Bray, con los ojos desorbitados, descubrió el antifaz que cubría el rostro del salteador.

—¡
El Coyote
! —gimió y la escopeta resbaló de entre sus manos, al mismo tiempo que Don Martin echaba de un puntapié los frenos de la diligencia, que se detuvo en medio de una nube de polvo.

—Muy bien, amigos —rió el enmascarado—. Veo que habéis aprendido la lección. Tú, viejo, tira esa escopeta que llevas debajo del asiento…

La orden iba dirigida a Don Martin, que se apresuró a obedecer, tirando a tierra una escopeta algo más corta que la de Bray. Dirigiéndose a éste,
El Coyote
ordenó:

—Y tú tira ese revólver que te asoma por la funda. Así hablaremos mejor.

«Soñoliento» Bray obedeció presuroso, sin intentar demostrar su agilidad en el manejo del revólver.

—Perfecto —rió
El Coyote
—. Lo malo de los mayorales y sus guardas es que insisten en creer que las escopetas de caza se deben utilizar contra los seres humanos en vez de reservarlas para los conejos. A ver ese viajero que lleváis dentro.

El israelita asomó su asustado rostro enmarcándolo entre sus manos, bien abiertas como para demostrar que no guardaba en ellas ninguna carabina ni revólver.

—¿No lleva armas, Abraham? —preguntó
El Coyote
.

—No… no, señor bandido, no llevo nada, ni un arma, ni un cuchillo, nada…

—Está bien. Baje. Y vosotros también. Y daos prisa, no me vaya a poner nervioso y sin querer le vuele la cabeza a alguno.

En dos segundos, los tres hombres estuvieron alineados junto a la inmóvil diligencia.

—Señor bandido —gimió el hebreo—. No tengo dinero, sólo un mal reloj de plata…

—No me llame señor —respondió
El Coyote
, haciendo girar el revólver en torno al dedo índice de su mano derecha.

—No… no… le llamaré más señor, don bandido —tartamudeó el judío.

—No me llame bandido, tampoco. No me gusta.

El joven cayó de rodillas y levantando las manos hacia el jinete, preguntó casi llorando:

—¿Pues cómo quiere que le llame, señor?


El Coyote
, y puedes guardar ese reloj. No me interesa la plata, sino el oro. Sube a la diligencia y aguarda a que termine con este par de buenas piezas. ¿Qué lleváis en el pescante?

—Nada importante —replicó, sin gran convencimiento, Don Martin.

El revólver que giraba en torno al dedo del
Coyote
interrumpió súbitamente su movimiento, y dos agujeros quedaron abiertos en la copa del sombrero del conductor de la diligencia. A través de la nubecilla del humo de su disparo,
El Coyote
declaró:

—La próxima vez que trates de engañarme, no me molestaré en evitar que la bala atraviese tu estúpida cabeza. ¿Entiendes?

Don Martin se encogió cansadamente de hombros y, volviéndose, levantó las manos hasta el pescante, haciendo caer al suelo una recia caja de roble asegurada con gruesas bandas de hierro y cerrada con un enorme candado. Luego, secándose el sudor que perlaba su frente, declaró:

—No llevamos nada más. Pero ya es bastante, señor
Coyote
. Se lleva uno de los mejores botines que se han perdido por aquí.

—Me alegro. Ahora subid otra vez al pescante y llevad a este hijo de Israel a su destino. Os advierto que sería muy peligroso para vosotros cometer la locura de regresar antes de tiempo a Arbolado.

—Adiós —gruñeron Don y Bray.

—Hasta la vista —rió
El Coyote
— No os olvidéis de decírselo a King Colin. ¡Hasta la vista! Nos volveremos a ver más de una vez.

Cuando la diligencia iba a doblar el próximo recodo de la carretera, Don Martin volvió la cabeza. En medio del camino junto a la caja que contenía los veinticinco mil dólares en oro,
El Coyote
permanecía inmóvil, empuñando su revólver y con la mirada fija en el carruaje que se alejaba. Asustado, Don Martin no se atrevió a volver de nuevo la cabeza, a pesar de tener la seguridad de que el salteador ya no podía verle.

Cuando el
sheriff
, acompañado por veinte hombres y por Blanton y Garner, llegó al lugar donde había sido asaltada la diligencia, la pista dejada por
El Coyote
estaba tan fría que era inútil intentar seguirla. Buck Blanton y Red Garner instaron al
sheriff
para que examinara todos los rastros próximos al lugar del asalto, pero todos se perdían a poco en el rocoso suelo de la sierra.

Varios jinetes llevaban cuerdas a las que se había hecho ya el nudo para ahorcar al
Coyote
; pero, al fin, hubo que deshacer los nudos y todos volvieron, fracasados, a Arbolado, donde les aguardaba una noticia sumamente desagradable.

Aprovechando la ausencia del
sheriff
y de la mayoría de los hombres del poblado,
El Coyote
había surgido cuando menos se le esperaba, en las oficinas de la agencia de transportes, donde sólo se encontraban los empleados, ya que Clay Abbot y King Colin habían ido a prometer a los propietarios del oro que ellos les pagarían el importe del seguro.

—Hijos míos, no deseo haceros ningún daño —les dijo por encima de sus dos revólveres—. Colocaos de cara a la pared y no me obliguéis a aumentar con plomo vuestro peso en unas cuantas onzas.

Los empleados se dejaron convencer en seguida y hasta ayudaron al
Coyote
a cargar los sacos de oro que la mina «Oro Grande» había entregado unas horas antes, recibiendo un resguardo de seguro por sesenta mil dólares. Sin que nadie soñara en molestarle,
El Coyote
abandonó Arbolado llevando tras él dos caballos cargados con su botín.

—¡Ha firmado su sentencia de muerte! —rugió Red Garner, cuando el abatido King Colin le dio la noticia del segundo robo.

—Tal vez la hayamos firmado nosotros —suspiró Clay Abbot.

—No. La mina «Soledad» quiere enviar un cargamento de cincuenta mil dólares —dijo Red—. ¿Qué piensas hacer, King?

—No lo acepto —gimió King—.
El Coyote
dijo a Don y a Bray que volvería a asaltarles. Sería una locura enviar ese oro…

—Se enviará. No estamos para tirar estúpidamente quince mil dólares.

—Prefiero no ganar quince mil antes de perder ciento cincuenta mil —declaró King.

Red Garner se inclinó, amenazador, hacia King.

—Escúchame —dijo—. Estamos metidos todos en este juego y vamos a seguir juntos hasta el fin. Tú expondrás el dinero que hemos ganado y yo expondré mi vida.

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