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Authors: José Mallorquí

Tags: #Aventuras

La justicia del Coyote / La victoria del Coyote (5 page)

BOOK: La justicia del Coyote / La victoria del Coyote
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Como el motivo que Farrell tenía para clausurar La Bella Unión había desaparecido, el capitán dejó tranquilo al nuevo propietario después de advertirle que no toleraría desórdenes en el local.

Cuando King Colin y sus amigos abandonaron San Francisco, Farrell estaba junto al parador de la diligencia. Ida Hubbard le dirigió una rápida mirada, pero en seguida subió a la diligencia, acompañada por King Colin y Gort Gallagher.

Farrell hubiese querido poder hablar con la joven, pero la presencia de sus acompañantes le frenó y tuvo que dejarla partir sin decirle nada acerca de sus sentimientos respecto a ella. Cuando la diligencia se perdió tras la densa nube de polvo que levantaba, Farrell sintió un gran vacío en su pecho. Aquel carruaje se llevaba algo que le estaba resultando vital.

La luna reflejóse en aquel momento en las relucientes tejas de la cúpula de la iglesia, sobre la cual abría sus brazos una cruz de piedra. La misión estaba en ruinas, acariciada por las ramas de algunas viejas palmeras plantadas por los frailes que noventa años antes la edificaron.

Sobre la que había sido puerta de entrada a la iglesia se veía el balconcito con su carcomida baranda de madera, y más arriba la luz de la luna acariciaba el verdoso bronce de las tres campanas que aún se sostenían sujetas con tiras de piel sin curtir.

¡Misión Dolores! En 1825 poseía casi doscientas mil cabezas de ganado y era una de las más ricas de California. Ella había sido la madre de la ciudad…

—Buenas noches, capitán.

Farrell se vio arrancado de sus meditaciones. Casi se sorprendió de que le hubiera sorprendido aquella voz. ¿Era que no había esperado que
El Coyote
acudiese a la cita dada por él?

Un hombre había salido del hueco de la puerta y avanzaba lentamente hacia Fred Farrell. Éste, sin desmontar, observó con gran atención al hombre. La luna revelaba claramente su indumentaria. Podría habérsele tomado por alguno de los mejicanos que acudían a California en busca de trabajo en las minas. Cuando el hombre levantó el rostro hacia Farrell, éste vio que iba cubierto con un antifaz. También advirtió que la luz de la luna se reflejaba en las culatas de dos revólveres.

—Buenas noches, señor
Coyote
—saludó Farrell.

Desmontó y al quedar frente al enmascarado preguntó:

—¿Cómo no tenía sus armas en las manos? Si yo hubiera venido con malas intenciones podía haber sufrido usted una desagradable sorpresa.

—Usted la habría sufrido, capitán —replicó
El Coyote
, mostrando con una amplia sonrisa su blanca dentadura.

—Le he traído el dardo —replicó Farrell.

—Gracias. Hace usted un favor a un amigo mío.

—Con esto le hubiese podido descubrir, ¿verdad? —preguntó Farrell, tendiendo el dardo al
Coyote
.

Éste movió negativamente la cabeza.

—No a mí. Tomo siempre mis precauciones; pero hubiese perjudicado a una persona inocente.

—¿A quién?

—Al señor Rivera. Le habría sido muy difícil explicar cómo había salido el dardo de su casa. Él es el único que posee la llave de la armería.

—¿Y para hacer un favor a otra persona ha gastado el favor que yo le debía?

—Es la mejor manera de gastar los favores —replicó
El Coyote
—. Y le advierto, capitán, que es inútil que se esfuerce en identificar mi voz. La disimulo y, además, quizá no la ha oído nunca al natural.

—Realmente, no la recuerdo. Además del dardo, he traído otra cosa.

—¿Qué?

—El dinero que me prestó.

Farrell sacó del bolsillo el fajo de billetes y lo tendió al
Coyote
, que, sin mirarlos, los guardó en un bolsillo, comentando:

—Esperaba que los rechazara, ¿verdad?

—Lo temía.

—No doy importancia al dinero. Sólo la tiene para salvar a un hombre de un mal paso. Luego pierde todo su valor.

—A veces vale la vida de un hombre o… su honor…

—Hablemos de otras cosas, capitán —interrumpió
El Coyote
—. Llegué hace muy poco a San Francisco y me sorprendió bastante que en sus últimos momentos Gort Gallagher se acordara de mí. Hace tiempo nos encontramos frente a frente y le advertí, de un balazo, que debía cambiar de vida si no quería terminar ahorcado. Mi advertencia no le sirvió de nada. ¿Qué ocurrió?

—Asesinó a unos hombres en San Francisco. Antiguos compañeros suyos. No quiso explicar los motivos. Le detuvimos antes de que pudiera volver a Arbolado…

—Buen trabajo para Los Vigilantes. Si no recuerdo mal, Gort Gallagher formaba parte del grupo de King Colin.

—Sí.

—Era el tutor de Ida Hubbard.

—Sí —respondió, con esfuerzo, Farrell.

—¿Qué ha sido de ella?

—¿De quién?

—De Ida Hubbard.

—Está en… Arbolado.

—Aquello está ahora muy movido. Se encontró mucho oro.

—Demasiado.

—¿La amaba usted mucho?

—¿A quién?

—Por favor, capitán, no siga respondiendo así. Parece como si le hablara de la luna, y usted sabe bien de qué le hablo. Usted está enamorado de Ida Hubbard.

—No.

—Sí. Desde el momento en que Ida le ofreció su anillo y la oportunidad de ganar una fortuna, usted se convirtió en su esclavo. Estaba dispuesto a volarse el corazón murmurando el nombre de Ida. ¿Por qué no la ha seguido a Arbolado?

—He ido varias veces allí; pero la tienen siempre vigilada.

—Gort Gallagher no era tan malo como parecía, capitán. Él quería de veras a Ida. Por eso murió.

—Pero… si usted no sabía…

—Sé bastantes cosas. Ida Hubbard tendrá veintiún años dentro de un mes. Sólo treinta días le faltan para ser mayor de edad. Hace unos ocho o nueve años conocí a Francis Hubbard y a su mujer. Ella era una infeliz que durante toda su vida fue una bestia de carga al servicio de su esposo. Francis era un hombre de esos que nacen torcidos y no se enderezan nunca. Cuando estaba sereno era regular. Cuando estaba borracho era… Para comprender lo que era basta decir que en los momentos en que su esposa aguardaba su primer hijo, Francis llegó una noche completamente borracho y golpeó a su mujer hasta que la pobre quedó sin sentido y… sin hijo. Aquello ocurrió en Santa Fe y mal que bien pudieron salvarla; pero los médicos de allí le aseguraron que nunca podría tener hijos. ¿Comprende?

—Pero…

—Un momento. Eso que le digo ocurrió hace veintidós años. Un año más tarde los Hubbard abandonaron Nuevo Méjico y se trasladaron a California. Cuando llegaron a San Francisco, la señora Hubbard traía en brazos una niña de pocos meses que fue bautizada en esta misión como hija de Francis Hubbard y de Clara Hubbard.

—Eso quiere decir que no era hija de los Hubbard.

—Desde luego. No podía serlo; pero legalmente lo es. Desde su llegada a California, los negocios de Francis Hubbard comenzaron a marchar viento en popa, y un día, cuando Ida Hubbard tenía tres años, Francis, acompañado de un notario, se presentó en el Banco de San Francisco e hizo un depósito de trescientos mil dólares a nombre de su hija. Cuando Ida cumpla los veintiún años podrá retirar ese dinero, que, debido a los intereses acumulados, ascenderá a medio millón.

—¿Y de dónde sacó Francis Hubbard ese dinero?

—Nadie lo sabe; se dijo que había encontrado un buen filón, que debió de explotar hasta el fin, pues a los pocos días de haber hecho el depósito compró la línea de diligencias de San Francisco a Arbolado, y dedicóse a ese negocio hasta que una noche, debido a la borrachera que llevaba, cayó del pescante de una de las diligencias y las ruedas del carruaje lo destrozaron. Su esposa ya había muerto. Como andaba metido en negocios con Colin y Gallagher, los nombró tutores de la muchacha.

—¿Cómo ha sabido todo eso?

El Coyote
mostró un fajo de papeles y, sonriendo, explicó:

—Es el mensaje que dejó Gallagher para mí en el árbol bajo el cual nos encontramos. Gallagher acabó encariñándose de la chiquilla y quería salvarla de algún grave peligro.

—¿De cuál?

—Una muchacha que vive entre bandidos está expuesta a muchos y muy graves peligros. Gallagher calculó mal; pero antes de lanzarse a eliminar peligros tuvo el acierto de reunir todos los documentos de que pudo apoderarse y junto con un escrito bastante largo, en el que se explica todo lo demás, lo guardó en el árbol. Tal vez pensaba en mí. Acaso no. Pero su decisión fue providencial.

—Entonces… Ida corre un peligro.

—Bastante grave.

—¿La quieren matar?

—Les interesa más que esté viva; por lo menos, hasta que pueda retirar su dinero. Mientras tanto, King Colin fue tan desprendido que compró por diez mil dólares la línea de diligencias de Hubbard. Se la compró a la propia Ida, pues se trataba de un mal negocio y quiso evitarle pérdidas. Lo curioso es que lo hizo después de muchos años de que la línea de diligencias fuera un negocio malo y en el momento en que, por haberse descubierto oro en Arbolado, el poseer la exclusiva del transporte se convirtió en un fabuloso negocio. Sólo la línea Hubbard puede transportar oro, y sólo la Agencia Hubbard se atreve a asegurar los transportes de oro. Si algo le ocurre a la diligencia y a su cargamento, la Agencia paga el seguro. Pero nunca ocurre nada, a menos que el cargamento vaya sin asegurar. Entonces, indefectiblemente, un bandido detiene la diligencia y se queda con el oro.

—Ya sé algo de eso.

—Entonces, supongo que continuará ayudándome, ¿no?

—Si es para ayudar a Ida, sí.

—Para ayudarla a ella es. Gracias. Volverá a tener noticias mías. No olvide que mañana debe ir a investigar la sala de armas del señor Rivera.

—De jefe de Los Vigilantes me he convertido en auxiliar del
Coyote
—sonrió Farrell.

—Es un ascenso en su carrera.
El Coyote
paga bien a quienes le ayudan. Su premio será Ida Hubbard.

—Si ella me quiere.

—Estoy seguro de que desde hace tres años la pobre le está aguardando llena de ansiedad.

El Coyote
dirigióse de nuevo hacia la iglesia y cuando salió del amplio portal sostenía la rienda de su caballo. De un ágil salto se colocó sobre la silla y, saludando con un ademán a Farrell, picó espuelas y partió hacia San Francisco.

Al llegar a la pequeña iglesia de la Merced, que había sobrevivido a la marea de desorden que imperó durante tantos años en la que fue apacible ciudad de San Francisco, se detuvo y acercóse a un pequeño buzón abierto en la piedra bajo inscripción: «Limosnas para el templo». Sacando el fajo de billetes que le había devuelto Farrell,
El Coyote
los dejó caer dentro del buzón y emprendió de nuevo el galope. Un momento después soltó una carcajada al imaginar la expresión de asombro que llenaría el rostro del párroco de la Merced, cuando al abrir la caja de limosnas encontrara, en vez de unos pocos centavos, una pequeña fortuna.

Una hora más tarde, una sombra deslizábase silenciosamente por el pasillo que conducía a la sala de armas de don Diego Rivera. Tras algunos ligeros forcejeos, una mano abrió silenciosamente, la puerta y un minuto más tarde aquella misma mano colgaba un brillante dardo junto a una oscura ballesta.

A la mañana siguiente, el criado encargado de atender a don César de Echagüe tuvo que aporrear violentamente la puerta de su cuarto antes de que el distinguido propietario del rancho de San Antonio se decidiera a abandonar la región de los sueños.

—¡Ése sí que es un hombre feliz! —Refunfuñó el criado, que pertenecía a la raza de los eternos descontentos—. Duerme doce horas con la misma facilidad con… con que yo las dormiría. ¡Qué gente!

Capítulo V: El marido de doña Rosario

Don Diego de Rivera tenía los brazos cruzados sobre el pecho y su expresión era la de: «Bien, supongo que ahora estará convencido de que es usted un imbécil, ¿verdad?» Pero no decía nada y continuaba observando al capitán Farrell, que se estaba convenciendo de que no faltaba ninguna ballesta ni ningún dardo.

—Todo está en orden —declaró Farrell, cuando hubo terminado la investigación—. Debo pedirle perdón por las molestias que le he ocasionado.

—Desde luego. Tiene que pedirme perdón. ¡Claro! No faltaba más. Ha cometido un atropello…

—Sí, sí, he cometido un atropello —replicó Farrell—. Y si usted lo desea me dejaré descuartizar en su honor.

—Sería una buena idea.

Conteniendo la risa, Farrell abandonó la sala donde don Diego guardaba su colección de armas antiguas y al regresar al salón cruzóse con César de Echagüe que bostezaba como si en vez de ser la hora de levantarse fuera la de irse a la cama.

—Buenos días, mi señor capitán —saludó César entre dos bostezos—. ¿Encontró ya al bandido que se escondió en esta casa?

—No buscaba a ningún bandido —replicó Farrell que sentía un cordialísimo desprecio contra César de Echagüe.

—¿No buscaba al
Coyote
?

—Buscaba algo que utilizó
El Coyote
.

—Pero
El Coyote
se le anticipó y se lo quitó en sus propias narices, ¿verdad?

—¿Cómo sabe…? —preguntó, violentamente, Farrell.

—Los fracasos se conocen antes que los éxitos. El criado que me despertó me dijo en seguida que
El Coyote
se… Bueno, se había tomado la libertad de entrar en las oficinas de Los Vigilantes, llevándose de allí el cuchillo que lanzó contra la horca. ¿O no era un cuchillo?

—No, no lo era —gruñó Farrell—. Y deje que le aconseje que atienda a sus asuntos y no se meta donde no le llaman.

—Perdone si he herido su amor propio, capitán. Ya sé que soy muy… Muy… ¿Cómo diría usted que soy?

—Muy imbécil, señor Echagüe. Adiós.

Y volviéndose hacia el señor Rivera, Farrell pidió:

—Le ruego me perdone, señor Rivera. A sus órdenes.

Cuando Rivera y Farrell hubieron salido, César de Echagüe soltó una carcajada y luego, mientras se dirigía al comedor, murmuró:

—Un imbécil… sí… Un completo imbécil. Pero no soy yo ese imbécil, capitán Farrell, no.

Poco después don Diego Rivera entraba en el comedor. Dirigiéndose a Echagüe, dijo:

—Don César, debió usted haberle cruzado la cara a ese impertinente capitán.

—¿Por qué?

—Pues… porque le insultó.

—¿A mí?

—Claro. Fue a usted a quien llamó imbécil, ¿no?

—¿De veras? Creí… Bueno, pues me llamó imbécil. No es el primero que lo hace.

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