—¿Escapó? ¿De quién?
—De las caras… detrás del entramado de rota. Las caras que se introducen bajo mi piel. De no ser por el niño, me habría convertido en…
—¿En qué? ¿En qué se habría convertido?
Reverdi levantó la cabeza sonriendo.
—Olvídalo. Estaba bromeando.
El chino estaba pálido. El tumulto de sus pensamientos se traducía en tics en su rostro.
—Esto es intolerable. Se burla de mí. No comprendo su actitud. —Cogió la cartera y la bolsa de viaje—. Prefiero venir otro día.
Se levantó. Jacques estaba decepcionado: su numerito no le había divertido en absoluto al chino. Decididamente, ese montón de grasa no le interesaba.
—Se me olvidaba… Su correo. —Jimmy balanceó sobre la mesa un gran sobre de papel kraft—. Solicitudes de entrevistas, ofertas de abogados, cartas de amor… —Se echó a reír—. Una auténtica estrella.
Reverdi levantó con dos dedos la solapa del sobre. Todas las cartas estaban abiertas.
—¿Las has leído?
—Todo el mundo las ha leído. Está en Kanara, no en el Sheraton. —Wong-Fat se secó la cara con una manga. Había empezado a sudar de nuevo—. El director de la cárcel ha pedido un traductor a su embajada para saber más o menos qué dicen. Después, he tenido que comprárselas a los guardias. Es lo establecido.
Jacques sacó algunas cartas.
—Saca de mi cuenta lo que te hayas gastado.
—Ya lo he hecho.
Las direcciones estaban escritas a mano. Observó algunas con más atención: letra redonda, cuidada, letra de mujer. Apoyó las cadenas sobre el paquete y dijo, sin mirar al abogado:
—Gracias. Hasta el próximo día.
Una vez en la celda, Reverdi extendió su correspondencia sobre el suelo. Tirando por lo bajo, un centenar de cartas. Una oleada de orgullo lo invadió. Llevaba menos de tres meses encerrado en Kanara y ya le había llegado correo de toda Europa, en especial de Francia. Clasificó cuidadosamente las cartas en tres categorías y a continuación empezó a leerlas.
Primero, los medios de comunicación. Pasó rápidamente por las peticiones de entrevistas. Cuatro cartas de editores completaban el lote: «¿Por qué no escribe sus memorias?». Hojeó más deprisa aún el grupo siguiente: las oficiales. La embajada de Francia le había mandado varias cartas y manifestaba su extrañeza ante su silencio. La institución adjuntaba cartas de abogados franceses, especialistas en derecho internacional, que habían llevado casos más o menos parecidos —europeos encarcelados en el Sudeste Asiático por tráfico de drogas— y le ofrecían sus servicios. Algunos de ellos incluso precisaban que renunciarían a sus honorarios. Sus intenciones estaban claras: defender a Reverdi garantizaba ser, durante el tiempo que durara el juicio, el centro de todas las miradas. Había también cartas de asociaciones humanitarias, que querían asegurarse de que sus condiciones carcelarias eran correctas. Para morirse de risa.
Arrojó aquel batiburrillo a un rincón.
Pasó a las cartas de los particulares. Mucho más estimulantes, fuera cual fuese el registro: odio, solicitud, fascinación, amor… Su lectura le ocupó más de una hora. Fue una nueva decepción. Eran a cuál más estúpida. Los insultos y las palabras bondadosas convergían en la misma mediocridad.
Pero lo que le interesaba era la forma. Lo que se podía leer entre líneas, bajo los giros de las frases. Notaba en cada coma el miedo, la excitación, la atracción. También le gustaban las diferentes letras, el contacto de la mano sobre el papel, la huella de un estremecimiento al final de las palabras. Era como si aquellas mujeres —prácticamente solo había cartas femeninas— le hubieran hablado en susurros al oído. O rozado su piel. Como las hojas de bambú. Cerró los ojos y dejó que el recuerdo lo acariciara. La vegetación. El murmullo. El camino que había que seguir…
Después volvió a empezar desde cero, examinando detalladamente cada una de las cartas a la luz de la débil bombilla. Contaba las faltas de ortografía, los errores de sintaxis. Estaba sorprendido por la banalidad de aquellos textos. E irritado por la familiaridad del tono. Afirmaban odiarlo, compadecerlo o, lo que era peor, comprenderlo y amarlo, pero siempre adoptando un tono muy cercano. Excesivamente cercano.
En ese registro, una carta superaba a las demás. Destacaba por su ingenuidad. La leyó varias veces y detectó en ella un sentimiento ambiguo: desprecio mezclado con ira.
París, 19 de febrero de 2003
Apreciado señor:
Me llamo Élisabeth Bremen. Tengo veinticuatro años y estoy preparando la memoria de un máster en psicología de la facultad de Nanterre (París X) sobre el
profiling
, ese método que nosotros llamamos «ayuda psicológica en la investigación» y que consiste en identificar el perfil psicológico de un asesino basándose en el análisis de la escena del crimen y de los demás indicios que se encuentran a disposición de los investigadores.
Mientras realizaba el trabajo de campo, sobre todo durante mis encuentros con varios presos, me di cuenta de que el tema de mi memoria era en realidad un pretexto para abordar el que de verdad me interesa: la pulsión criminal.
Así pues, hace unos meses decidí cambiar de tema, centrar mi atención en los propios presos y tratar de establecer su perfil psicológico al margen de toda consideración penal o moral. Incluso confiaba en trazar una especie de «metaperfil», reagrupando sus puntos en común a través de su historia, su personalidad, su modo de operar…
Estaba en ello cuando el pasado 10 de febrero leí los primeros artículos sobre su detención y las circunstancias extraordinarias en que tuvo lugar. En ese momento tomé una decisión: realizar mi memoria exclusivamente sobre usted.
Por supuesto, eso solo será posible si usted está de acuerdo, es decir, si colabora. No puedo emprender ese trabajo si no estoy segura de que aceptará responder a mis preguntas…
Jacques interrumpió la lectura. No solo lo asimilaba fríamente a un asesino en serie, sino que lo hacía en una carta expuesta a todas las miradas antes de que se hubiera celebrado el juicio. La mayoría de los autores de las cartas esparcidas por el suelo hacían algo similar, pero en esta había un candor, una necedad que sobrepasaba todos los límites.
La carta continuaba en el mismo tono varias páginas.
Dado que no dispongo de mucho dinero, desgraciadamente no puedo desplazarme para verlo personalmente, al menos de forma inmediata. Pero ya he ideado un cuestionario que podría permitirnos establecer un primer contacto. Me gustaría enviárselo lo antes posible.
La cosa iba de mal en peor: le pedía sin rodeos que admitiera su culpabilidad. ¿Por qué no una confesión completa? Cautivado por tanta estupidez, prosiguió la lectura:
Comprenda mi modo de proceder: gracias a mis conocimientos en psicología, creo estar en condiciones de comprender lo que otros no han percibido, ni siquiera intuido.
Por lo demás, mediante mis preguntas y los comentarios que le enviaré inmediatamente, puedo hacerle ver más claramente en su interior. Todavía no soy una psicóloga experimentada, pero puedo ayudarle a soportar mejor ciertas verdades…
Reverdi arrugó la hoja de papel; la ira lo invadía en oleadas ardientes. Encerrado allí, se hallaba expuesto a las miradas y a la curiosidad de todos. Prisionero en un zoo, sometido a la contemplación indiscreta y malsana de cualquiera. Cerró los ojos y buscó en su interior algo de calma que le permitiera serenar su cuerpo y su mente.
Cuando hubo recuperado el control de sí mismo, estiró la hoja de papel. Quería llegar hasta el final de ese viaje al fondo de la imbecilidad.
Sorpresa: la última parte era más interesante. De pronto, Jacques advirtió un acierto en el tono que rompía con el discurso pretencioso del principio. La estudiante se arriesgaba a hacer una comparación entre la apnea y los crímenes:
Quizá voy demasiado lejos, y demasiado deprisa, pero percibo…, ¿cómo lo diría?…, una especie de analogía entre los fondos submarinos y las pulsiones sombrías que lo dominan. En los dos casos está la oscuridad, la presión, la adversidad. Pero también, en cierto modo, una barrera de pureza, un límite desconocido…
¿Cómo expresarlo? Intuyo, entre esos actos y esas inmersiones, la misma voluntad de explorar, de superarse. Y sobre todo, el mismo vértigo, la misma tentación irresistible.
Quisiera sentir ese vértigo, experimentarlo a su lado, a fin de coincidir con su punto de vista. No quiero juzgar, sino compartir.
Si tuviera la suerte de que aceptase guiarme, cogerme de la mano para descender con usted bajo la superficie, estaría dispuesta a comprenderlo todo. A ir hasta el final con usted.
Esas palabras unidas no significaban gran cosa, pero Jacques percibía ahí un toque de sinceridad. Esa chica estaba dispuesta a embarcarse, en cuerpo y alma, en un viaje hacia las tinieblas. Incluso advertía, con su instinto de predador, cierta duplicidad entre esas líneas. Ese «mirlo blanco» quizá no era tan puro como parecía.
Olió la hoja manuscrita: estaba perfumada. Una fragancia de mujer. O más bien, de chica que juega a ser mujer. Él habría apostado por Chanel N.° 5. Sí, Élisabeth no quería simplemente pasar miedo; quería excitarlo, seducirlo, y estaba dispuesta a seguirlo hasta su madriguera.
Tiró la carta al suelo y contempló aquel montón de tonterías, de indiscreciones, de faltas de ortografía. Una procesión de cucarachas ya correteaba entre las hojas de papel. En ese momento, las luces de las celdas se apagaron.
Las nueve. Jacques empujó con un pie el montón de cartas y se tendió junto a la pared. La cólera se le había pasado, pero la amargura no. No le importaba morir, pero por primera vez se daba cuenta de que estaba solo, de que nadie lo comprendía y de que su «obra» iba a morir con él.
Una idea subliminal interrumpió sus pensamientos. Un detalle que no lograba identificar lo martilleaba. Se levantó y cogió su linterna. Se la colocó entre los dientes para tener las manos libres y rebuscó entre los papeles. Al cabo de unos segundos encontró la carta de Élisabeth Bremen. Se le había escapado algo, pero ¿qué?
La releyó rápidamente; nada nuevo. Buscó el sobre, miró el interior: vacío. Lo examinó atentamente. En el dorso, vio la dirección del remitente.
Élisabeth Bremen no había escrito sus señas particulares, sino las de una lista de correos en el distrito IX de París.
Ese era el detalle que buscaba. Pese a sus hermosas palabras, pese a su voluntad de acercarse a él, la estudiante había tomado esta medida de precaución. Tenía miedo. Como los demás. Tendía la mano hacia la fiera, pero con moderación.
Jacques apagó la linterna y sonrió en las tinieblas.
Se divertiría un poco.
Marc estaba especialmente orgulloso de su carta.
La había concebido, madurado y retocado con esmero. No había una sola palabra, un solo detalle que no hubiera sido objeto de una larga reflexión.
Marc seguía una estrategia: con semejante asesino era impensable utilizar ardides, interrogarlo de una manera indirecta. Jacques Reverdi era un ser dotado de una inteligencia aguda. Un predador de instinto infalible. El único medio de atraer su atención era atacarlo de frente, afectar inocencia y darle la impresión de que era él quien dominaba la situación.
Por eso Marc había ido hasta el fondo en la pretensión de ingenuidad. Al mismo tiempo, al final de la carta había dejado traslucir una ambigüedad. Tal vez Élisabeth no fuera tan idiota, tan opaca como parecía.
Una vez redactado el texto, se había dedicado a la letra utilizando material de sus archivos personales. Se había pasado horas y horas copiando cartas manuscritas de las mujeres que le escribían —recibía muchas en
Le Limier
—, reproduciendo esas sílabas aplicadas hasta forjarse poco a poco una escritura femenina.
A continuación había comprado un papel de carta bastante caro, con trama, y escogido una estilográfica. Después había decidido añadir un toque personal a su carta: la había perfumado muy discretamente. Al principio había pensado en un perfume juvenil —
Anaïs Anaïs
, de Cacharel—, pero luego había cambiado de parecer. Élisabeth, de veinticuatro años, no iba a usar una fragancia de adolescente. Optaría, por el contrario, por un perfume de mujer: fuerza, seducción y madurez. Había optado por el N.° 5 de Chanel.
La carta estaba lista; solo faltaba solventar el último punto, crucial: la dirección de la remitente. No podía dar la suya. Había pensado en un apartado de correos, pero le había parecido demasiado impersonal. Se había decidido por la lista de correos.
Los verdaderos problemas habían empezado con la administración de Correos. Debería habérselo imaginado. Siempre había detestado ese organismo, el color amarillo de sus logotipos, sus interminables colas, su sistema de sellos, timbres y collages más digno de un taller de niños que de una empresa del siglo
xxi
. Así pues, Correos había sido fiel a su divisa: ¿Por qué simplificar las cosas cuando es posible complicarlas?
Imposible hacer un «contrato de reenvío temporal a lista de correos» dando un nombre cualquiera. De hecho, solo podías recibir ese tipo de correo a tu propio nombre. Marc había probado suerte en otra oficina de correos, esta vez contando una mentira: deseaba hacer un «contrato de reenvío» para una amiga que se hallaba inmovilizada a causa de un accidente y domiciliar ese contrato allí, en esa oficina. Iría él mismo a buscar las cartas.
El empleado, escéptico, le había explicado entonces el procedimiento: su amiga debía rellenar una autorización a nombre de él; pero, cuidado, en presencia de un cartero, que actuaría de testigo. Marc creía estar soñando. Tan solo así podría hacerse un contrato de reenvío, pero Marc tendría que presentar, cada vez que fuera, los dos carnets de identidad, el suyo y el de su amiga.
Marc había salido de la oficina atónito, con los formularios en blanco en la mano. Había considerado el problema desde todos los ángulos y llegado a la conclusión de que la única dificultad real era que debía conseguir el pasaporte o el carnet de identidad de una mujer. Después se vería obligado a utilizar ese nombre en sus cartas.
¿Dónde encontrar un documento así? Tenía una sólida experiencia de los robos y las violaciones de domicilio. Recuerdos del Rapiñador. Pero no iba a entrar en un piso al azar. Se le ocurrió ir a una piscina y forzar el vestuario de una bañista previamente localizada. Pero implicar a una persona real en semejante proyecto estaba descartado. Después de todo, se trataba de tender una trampa a un asesino. Se encontraba en un callejón sin salida.