La decisión del padre de Hajjah no había sido acertada para lograr el objetivo deseado. En cuestión de droga, el aristócrata estaba en la gloria en Kanara, sobre todo porque su madre le mandaba a escondidas pequeñas fortunas.
—Tengo… tengo un presentimiento. Esto no va a durar.
—¿Porqué?
—Si mi padre descubre lo que me da mi madre…
Hajjah se interrumpió a mitad de la frase. Siempre daba la impresión de que se tragaba las últimas palabras en lugar de pronunciarlas. Reverdi notó que lo invadía una sensación de asco: ese toxicómano le recordaba Ipoh y sus zombis atiborrados de fármacos.
—Si dejas de tener dinero, ¿cómo podrás pagarme?
—Podría… Bueno…, podría ser tu…
Hajjah bajó los ojos. Reverdi comprendió su incomodidad. Se levantó del banco.
—No eres mi tipo, cielo. Si te protejo, no será ni por el culo ni por el dinero.
—¿Por qué entonces?
—Porque decida hacerlo. Así de sencillo. Lárgate.
El hijo de papá le dirigió una mirada despreciativa sin moverse. Pese a su peso pluma, pese a su fragilidad, continuaba comportándose allí como un aristócrata.
—¡Te digo que te largues! —repitió Reverdi, levantando la voz.
El toxicómano se marchó correteando sobre el asfalto como un ratón de frágiles patas.
La sirena de la llamada sonó. Las once y media. En ese momento comprendió la razón de su mal humor. No era el idiota malayo, ni tampoco su clavícula rota. Ni siquiera la amenaza que se estrechaba a su alrededor en la cárcel. No, era la chica. Elisabeth. Eso era lo que le preocupaba.
A su pesar, esperaba una carta de ella. Jimmy tenía que ir ese día a verlo y le angustiaba pensar que no le llevara nada. Esa dependencia lo humillaba. ¿Cómo podía estar enganchado a una tontería semejante?
Jimmy parecía especialmente en forma. Ponía toda su pasión en ese caso y siempre parecía esperar, a cambio, algunas manifestaciones de complicidad por parte de su «cliente». Antes de que Jacques estuviera encadenado al suelo, anunció:
—La semana ha sido muy positiva. Los pescadores han renunciado a declarar en su contra. En realidad, les he propuesto un trato: si ellos no testifican, usted no se querella contra ellos. El intento de homicidio queda olvidado. Es un acuerdo favorable para todo el mundo.
Jacques lo dejó hablar y recrearse en su propia satisfacción.
—Eso no es todo. He descubierto que hubo un grave error de procedimiento cuando lo detuvieron. Con el barullo, la policía no hizo constar por escrito las condiciones en las que se le pidió la identificación. Además, usted no dijo nada en el puesto central. Eso es un hecho determinante para la ley malaya. En el atestado, usted simplemente no existe. He consultado la jurisprudencia y…
—¿Tienes cartas?
Volvió a su madriguera.
A la hora de la comida, las duchas estaban desiertas. Recorrió los lavabos y se metió en uno de los retretes, como un colegial que se esconde para fumar.
El volumen de su correspondencia casi se había duplicado, pero él solo había cogido una carta. Había reconocido la letra al primer golpe de vista. Las formas redondas de las vocales, las altas curvas de las eles y las bes. Élisabeth había mandado la carta urgente. La impaciencia era, por lo tanto, igual de manifiesta en el otro extremo de la cadena.
La primera lectura solo duró unos segundos, pero le hizo desplegar una sonrisa que permaneció en sus labios. No se había equivocado. Iba a divertirse con esa chica. En esencia, Élisabeth le pedía perdón y le aseguraba que estaba dispuesta a escuchar lo que fuera: «Abismos los hay de toda clase. Y todos me interesan».
Estuvo a punto de echarse a reír.
Había una cosa que esa tontaina no había entendido.
No era él quien iba a confesarse, sino ella.
Jadiya sabía que se trataba de un sueño.
Pero, mientras duraba el sueño, vivía la escena como si fuera un recuerdo.
Estaba delante de una puerta cerrada. Un miserable tablero de contrachapado que podría haber sido derribado empujando con el hombro. Sin embargo, ella la consideraba un portal sagrado, un umbral prohibido que difundía un calor misterioso. Jadiya oía, detrás de la puerta, el crepitar del fuego. Seco, limpio, como el que producen las ramas de acacia en una chimenea.
Se acercó más. En ese momento, la puerta cedió, como si hubiera sido aspirada hacia el interior. Un soplo ardiente le devoró la cara. Una bomba roja que le azotó los ojos pero no la quemó.
Descubrió la habitación incendiada. Cercada por las llamas. Torbellinos de humo brotaban del suelo. Caían jirones de papel pintado. En ese naufragio, todos los objetos parecían arrastrados, aspirados por mandíbulas temblorosas: lámpara de mesilla de noche, mantas, ropa… Jadiya dio un paso adelante y frunció los ojos para distinguir mejor las formas del fondo de la cama.
El hombre sentado era su padre. Se hubiera dicho que esperaba a un médico. O a un enterrador. Estaba ardiendo y su piel despedía miasmas oscuros. Parecía reflexionar, concentrado, cuando su rostro no era más que un crepitar negro. Viéndolo, Jadiya experimentaba temor, desasosiego, pero nada semejante al terror que debería haber sentido. Era una especie de nerviosismo, como en el momento de subir a un estrado para recoger un premio.
Una voz le susurró: «No tengas miedo. Quiere decirte algo». Ella se volvió y vio que el personaje que le hablaba estaba también ardiendo. Tenía la cabeza rapada e iba vestido con una toga. Lo reconoció: era el bonzo de una foto famosa, que se había inmolado en Vietnam y se había consumido en la calle, en la posición del loto. Ahora estaba de pie, pero seguía igual de calvo y envuelto en llamas. Sus ojos ya no tenían pupilas, mientras que sus dientes, blanquísimos, se negaban a arder. El bonzo apoyó una mano en el hombro de Jadiya. Ese contacto la tranquilizó. Como ya no tenía miedo, se dirigió hacia la cama y se percató de que caminaba sobre un mar rojo que se desplazaba bajo sus pies.
Se sentó frente a su padre como si lo hiciera junto a la cama de un convaleciente. Pero entonces él la miró con crueldad. Dos cráteres volcánicos ocupaban el lugar de sus ojos.
—Tengo arena dentro del cerebro.
Jadiya retrocedió. El hombre se puso a rugir mientras brotaban llamas de sus labios.
—Tengo arena dentro del cerebro. ¡La culpa es tuya!
Abrió un brazo, negro y duro como la rama de un árbol calcinado. Jadiya vio la jeringuilla clavada en la sangradura del brazo. Esa imagen era la más absurda de todas: su padre no se pinchaba en el brazo desde hacía años.
—La culpa es tuya —repetía. Su voz crepitaba, pero, como en el caso del bonzo, el esmalte de sus dientes permanecía intacto—. ¡No has limpiado el algodón!
Jadiya se levantó, horrorizada. La voz rechinaba:
—Había arena. Había arena en el algodón. ¡La culpa es tuya!
Jadiya trató de justificarse, pero un algodón ardiendo le tapó la boca. La voz seguía silbando entre el crepitar del fuego: «¡La culpa es tuya!». Ella intentó de nuevo contestar, pero el algodón le quemaba y la asfixiaba a la vez. Sus palabras no atravesaban el umbral de su conciencia. «No es verdad… He hecho lo mismo que siempre… Lo he limpiado todo…»
Jadiya se despertó sobresaltada.
La almohada estaba empapada de sudor y de lágrimas.
Aún notaba el olor a quemado en la garganta y no acababa de tener la mente clara. Estiró un brazo fuera de la cama y sintió el frescor de las baldosas bajo los dedos. Ese contacto la devolvió a la realidad. Se incorporó, procurando no golpearse la cabeza contra el techo abuhardillado. Su habitación era minúscula, apenas cinco metros cuadrados. No había allí nada a su medida.
Se frotó los ojos para recuperar la lucidez. El humo se desvaneció. Las imágenes de llamas desaparecieron. ¿Cuántos años más tendría que soportar esa pesadilla? ¿Cuánto tiempo viviría con ese remordimiento absurdo?
Echó un vistazo al despertador: las tres de la madrugada. No conseguiría volver a dormirse. Se tumbó de nuevo, notando que las náuseas la invadían.
A medida que recobraba la razón, una certeza tomaba forma: tenía que convertirse en modelo. Alejarse de sus orígenes de mierda. Dejar ese cuarto de criada. Acceder al verdadero confort. Gracias al dinero, gracias al ascenso social, lograría escapar de su pasado, de sus pesadillas.
Sonrió en la oscuridad.
Era una idea típica de pobre: pensar que el dinero podía borrarlo todo.
Pensó en sus últimos castings. Un fracaso tras otro. Sin embargo, su agencia le aseguraba que debía perseverar: su físico tenía «potencial». Entonces, ¿por qué no la escogían nunca? Oyó la voz del imbécil de la gorra neoyorquina decirle: «Tu
book
parece el catálogo de La Redoute».
Había que hacer fotos más modernas. Se lo había dicho al director de la agencia, pero este se negaba a pagar ni una más. Entonces, ¿qué?
Seguía teniendo náuseas que le hacían sentir el cuerpo y la mente pesados.
Se incorporó apoyándose en un codo y tomó una decisión. Pagaría ella misma las fotos. Volvería a su trabajo en la cafetería de Casino, en Cachan. A pesar del olor a grasa quemada. A pesar del cocinero mandón. A pesar de la chusma que la observaba a través del cristal del self-service como si fuera un plato más.
Salió de la cama, agachada bajo el techo.
Primero, vomitar.
Después, esperar a que se hiciera de día para encontrar trabajo.
Marc no prestaba ninguna atención a la guerra de Irak.
Desde el 20 de marzo, los disparos de misiles estadounidenses arreciaban en Bagdad y a él aquello no le daba ni frío ni calor. Una picadura de mosquito en el lomo de un rinoceronte. Su única preocupación era saber si ese conflicto influía, de uno u otro modo, en el tráfico del correo internacional. Llevaba dos semanas esperando, perdido en conjeturas, imaginando el recorrido de la carta de Reverdi, preguntándose todavía si no pecaba de exceso de optimismo. Quizá el asesino no tenía ningunas ganas de escribir a Élisabeth.
Mientras esperaba, Marc seguía estudiando una y otra vez la información que había recopilado. Y permanecía atento al caso de Papan. Pero parecía cerrado. Desde el comienzo del conflicto, en Malaisia nadie se preocupaba ya de Reverdi. Todas las mañanas consultaba en la red los periódicos de Kuala Lumpur, leía los despachos de las agencias, llamaba a la embajada de Francia. Y siempre le respondían como si estuviera loco, como si se hubiera equivocado de espacio-tiempo. ¿No había oído hablar de la guerra? El único punto positivo era que había conseguido por fin el nombre del abogado de Jacques Reverdi: Jimmy Wong-Fat. Sin embargo, no había recibido ninguna respuesta a las peticiones que había enviado.
Entretanto,
Le Limier
funcionaba al ralenti. Las ventas habían alcanzado su nivel más bajo y sus periodistas estaban en hibernación. En ese aletargamiento, Marc vivía al ritmo de su paseo matinal hacia la calle Hippolyte-Lebas. Alain lo recibía con una sonrisa en los labios y siempre lo obsequiaba con una broma nueva. Sin embargo, parecía haber advertido que había «gato encerrado», una apuesta personal en esa historia. Marc se marchaba todas las mañanas cabizbajo y el vietnamita empezaba a mirarlo con compasión. Incluso sus pullas se tornaban más suaves, más alentadoras.
Hasta el sábado 29 de marzo.
Ese día le entregó otra carta por debajo del cristal.
Kanara, 19 de marzo de 2003
Querida Élisabeth:
No tengo fama de ser blando de corazón. Sin embargo, su carta me ha conmovido. De verdad. He percibido en ella un arrebato de sinceridad, una espontaneidad que me ha emocionado. He constatado que ha abandonado la pobre jerga de los psicólogos y que ha renunciado a toda actitud pretenciosa.
Ese nuevo tono me ha gustado, porque es razonable.
Élisabeth, si quiere establecer una relación franca conmigo, debe convencerme de que esa sinceridad es real. Solo entonces podría quizá abrirme yo también. Y escribirle como a una amiga.
Si quiere obtener algo de mí, primero debe darme algo usted. Debe hacerme confidencias.
Soy un submarinista. No puedo considerar una relación —aunque sea por carta, aunque sea aquí, en esta prisión— sino en términos de profundidad. En el fondo de usted será donde lea la verdad de nuestro intercambio. Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted.
¿Acepta abrirse? Espero su respuesta. Nuestro futuro está en sus manos. Usted es quien determinará la naturaleza de nuestra inmersión.
Hasta pronto,
Jacques Reverdi
Como la primera vez, Marc se quedó petrificado.
Pero en esta ocasión su estupor era de otra naturaleza. No daba crédito al alcance de su victoria. Jamás hubiera podido imaginar un giro tan radical en un plazo tan corto. ¿Era una trampa? Pero ¿de qué clase de trampa podía tratarse? ¿Y para atrapar qué?
No. El cambio de tono era una compensación, no había más. El predador había percibido la sinceridad de la segunda carta. A ello se sumaban el aburrimiento, la soledad y la crueldad de la cárcel. En semejante contexto, incluso alguien como Reverdi debía de ser más sensible a las tentaciones exteriores.
Sin quitarse los guantes, Marc cogió el rotulador y el bloc que utilizaba para los borradores. Su respuesta se resumía en dos palabras: «Por supuesto». Haría todas las Confidencias que el asesino exigiera.
Mientras redactaba la carta, Marc temblaba de excitación. Si continuaba así, si no cometía errores, obtendría verdaderas confesiones, estaba seguro. En el umbral de la muerte, el asesino se lo diría todo. Tal vez entonces comprendería la pulsión criminal. Contemplaría el destello negro.
Al cabo, de treinta minutos había acabado el texto. La redacción, de mano de Élisabeth, le llevó otra media hora. Iba mejorando en todos los aspectos: concepción del mensaje, redacción manuscrita… Al igual que las dos primeras veces, hizo una copia con el fax. Archivos personales. Después miró el reloj: las once y media.
Fue corriendo a la oficina de la calle Saint-Lazare. Era sábado y cercaban a las doce. Por el camino, un pasaje inquietante de la carta de Reverdi le vino a la mente y enturbió su alegría: «Sumergiéndome bajo su carne será como llegue a saber si puedo escucharla, acercarme a usted». Cuando un hombre normal y corriente te escribe eso, suena raro. Pero cuando se trata de un asesino capaz de clavar veintisiete veces el cuchillo en el cuerpo de una mujer, hay motivos para tomarse la frase al pie de la letra.