La línea negra (18 page)

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Authors: Jean-Christophe Grangé

Tags: #Thriller, Policíaco

BOOK: La línea negra
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—Si tuviera que caracterizar su color en la paleta de un pintor, ¿qué diría?

—Un rojo pardusco. Entre limo y frambuesa. Algo relacionado con los aluviones, pero también con el frescor de una pulpa. Laca de granza sería el nombre exacto del color.

Marc anotaba febrilmente: el oráculo había encontrado su voz.

—Hay un famoso cuadro de Bonnard que se cita siempre para designar la laca de granza, no sé si lo conoce. Se llama
Mujer con gato
. El fondo es de esa tonalidad. Un fondo artificioso, coagulado, pero también lleno de una vida nueva, rica, azucarada.

Marc no habría podido esperar nada mejor: la ginecóloga se transformaba en poeta.

—Y para la sangre de la regla, ¿tiene un nombre de color?

—Ocre rojizo. Aquí también está la idea de fango. Un fango pardusco, un desecho. La regla es una cita frustrada. En ese flujo hay siempre una decepción, un desperdicio. Es un alimento que no ha sido aprovechado. —Se interrumpió y repitió, en un tono más firme—: Sí, ocre rojizo. Un luto pardo. Una tierra nutricia arrojada al fondo de una tumba.

—¿Podría citar un cuadro?

—No, más bien un paisaje. Esos pueblos inhóspitos de Bélgica o de los Países Bajos, construidos en ladrillo, hundidos en la tierra, aplastados por la lluvia.

Marc escribía cada vez más deprisa. Élisabeth tenía material para llenar páginas.

—Solo una palabra sobre las heridas y la dejo. En mi libro —inventó sobre la marcha—, la protagonista tiene un accidente de coche. Quisiera contraponer esa sangre «corriente» a esa otra, más femenina, de la que acabamos de hablar.

Ella hizo una mueca que convirtió su rostro en una máscara fúnebre. Durante un segundo, Marc pensó en las caras quemadas de Pompeya.

—Cuando era interna, vi muchos accidentados. Recuerdo mi asombro ante toda aquella sangre. Estaba estupefacta por su vivacidad, su brillo, su… fogosidad. Era como vida robada, sorprendida en flagrante delito de agitación. Un rojo carmín.

—¿Un cuadro?

—Un cuadro muy vivo, sí, en el que el color sea una fanfarria.
Gran parada sobre fondo rojo
, de Fernand Léger. ¿Lo conoce?

—No.

—Intente verlo y comprenderá lo que le digo. El fondo de la tela está pintado de un rojo vibrante. Los personajes circenses, que ocupan el primer plano, son todos blancos. —Sonrió al evocar el cuadro—. Glóbulos rojos, glóbulos blancos: sí, la verdad de la sangre está en esa fanfarria.

Tras pronunciar estas palabras, apoyó de nuevo las manos en la mesa.

—Bueno, hemos trabajado bastante, ¿no?

Bastante, en efecto.

En una sola visita Marc había obtenido tocias las respuestas que buscaba. Ahora le quedaba por resolver el último problema: la foto de Élisabeth.

No había parado de pensar en ello desde el día anterior. Enviar la foto de la verdadera Élisabeth Bremen, la del pasaporte, que Marc había conservado, estaba descartado. Para empezar, no quería implicar más a esa sueca, que esperaba que hubiera regresado a su país. Pero, sobre todo, su rostro, más cuadrado que un adoquín, no encajaba en los gustos de Reverdi.

Había que buscar en otro sitio, y Marc ya tenía una idea.

Además, estaba a dos pasos de allí.

25

—El
flou
es el único medio de captar la belleza.

El coloso sacó la película y la marcó con los dientes. Metió otro rollo en la cámara.

—La belleza no necesita para nada una imagen precisa, superpunteada. No te hablo de la apariencia, Jadiya, sino del espíritu. El
spirit
, ¿lo pillas? Vuélvete. No. De tres cuartos. Eso es.

La deslumbró un flash, seguido de un largo silbido. Jadiya no sabía si decirle al gigante que estaba haciendo el doctorado de filosofía y que sus consideraciones de tres al cuarto sobre el
flou
, el espíritu y la belleza eran dignas de figurar en una antología de disparates sobre el pensamiento estético. Pero todo el mundo coincidía en afirmar que Vincent Timpani era un fotógrafo genial. En el reducido mundo de las modelos, solo se hablaba de él y de sus fotos difuminadas, que entusiasmaban a todas las revistas y a todos los diseñadores.

—Por eso mis fotos funcionan —prosiguió Vincent—. Hasta los tarados de los
bookers
y las gilipollas de las periodistas de modas perciben la diferencia. Solo una foto difuminada puede captar la esencia del sujeto. Fijar lo que es inmaterial. Vuélvete más. Muy bien. Cuando levante la mano, da un paso adelante y luego vuelve a esta posición…

En otras circunstancias, todo eso le habría parecido ridículo. Pero se movía en un universo grotesco, así que debía adaptarse. Y esa sesión era idea suya. Había trabajado duro, ahorrado e incluso renunciado a sacarse el carnet de conducir para pagar de su bolsillo esas fotos. Los últimos peldaños hacia la gloria.

—Ahora mírame. Cuando yo te diga, te desplazas hacia la derecha… Ahora… Okey… —Se oyó el chasquido de otro flash—. En la filosofía budista…

Jadiya ya no escuchaba. En realidad, ese paquidermo con traje arrugado le gustaba. En el círculo de la moda, debían de considerarlo un oso escapado de un circo que había conseguido quitarse el bozal. Sus maneras eran torpes, toscas, y estaba totalmente fuera de lugar. Pero también era franco, alegre, y parecía haber vivido otra vida antes de esa. Además, era el primer tipo desde hacía meses que no le había preguntado, en un tono profundo, sobre la guerra de Irak: «Como musulmana, ¿qué opinas?».

—Ahora siéntate en el suelo con las piernas cruzadas. Eso es… Fantástico. Cuidado: nuca a la derecha. Cuando te haga una señal, te inclinas hacia delante y… ¡Mierda!

El flash no se había disparado. Vincent gritó, al otro lado de los paraguas de luz:

—¿Qué pasa con los flashes?

Un silencio denso a modo de respuesta. Maquinalmente, Jadiya se rodeó los hombros con los brazos, como si estuviera desnuda. En realidad, llevaba un vestido ajustado de cuadros en colores pastel que le recordaban los collares de caramelos que chupaba cuando era pequeña.

El fotógrafo vociferaba, pulsando como un loco el mando a distancia que acababa de coger.

—¿Qué les pasa ahora a esta mierda de flashes? ¡Arnaud! ¡ARNAUD!

Una silueta se puso en movimiento en dirección a los grupos generadores colocados al pie de los focos.

—Okey, Jadiya, haremos un descanso —dijo Vincent—. Yo no trabajo en estas condiciones.

—Yo tampoco.

Era una broma, pero nadie la entendió. Jadiya se adentró en la penumbra como si se sumergiera en una piscina benéfica. Sus ojos agradecieron encontrar la oscuridad. Le gustaba ese estudio: un gran cuadrado con las paredes de cemento pintado en un verde agua, poblado solamente de paraguas de luz y de altos telones de diferentes colores al fondo.

Se acercó a la mesa de montaje, en ese momento apagada, donde estaban extendidas sus primeras polaroid. Por hacer algo, se puso a mirarlas. Se oía una música tenue, entre étnica y electrónica.

—¿Quiere beber algo?

Se volvió hacia la voz y vio a un hombre achaparrado delante del frigorífico abierto. Su silueta se recortaba a contraluz sobre la fría luz: hombros anchos, brazos cortos. Un luchador en miniatura, con chaqueta de estilo inglés y puños blancos.

—Una Coca-Cola.

—¿Light?

—No.

El hombre se agachó hacia el frigorífico y luego se acercó con una lata de Coca-Cola en una mano y una botella de cerveza en la otra.

—¿El azúcar no es el peor enemigo de las modelos?

—Todavía no soy modelo, así que aprovecho.

Cogió la lata riendo sin convicción. Detestaba ese tono desenfadado, esa frivolidad convencional, de uso en París, que no venía a cuento de nada. El desconocido sonrió, seguramente para complacerla, y se inclinó sobre sus fotografías: primeras pruebas, sin maquillaje.

Mientras él contemplaba las polaroid, ella lo observó. Raras veces había visto a un personaje tan original. Era pelirrojo y llevaba —horror absoluto— bigote. Un mechón de finísimos cabellos, lisos como caramelo, le caía sobre la frente, y su look —chaqueta de cuadros y cuello inglés— acentuaba más su aspecto británico, tipo Sherlock Holmes.

Bebía la cerveza a pequeños sorbos, apartándose continuamente el mechón con un gesto seco. Había en él algo forzado, brutal. Al tiempo, Jadiya advertía, con sus antenas de Madre Teresa, una vulnerabilidad, una herida. También percibía el olor de una dependencia. Ese tipo era adicto, no a la heroína ni a la coca, sino a algo distinto.

—No hago ningún comentario sobre su físico porque ya deben de habérselo dicho todo —dijo por fin, levantando la cabeza.

—Todo, esa es la palabra.

Jadiya se devanó los sesos para ser ingeniosa, espabilada, parisina, pero no se le ocurrió nada. La voz de Vincent la salvó:

—¿Ya os conocéis?

Salía de la sala de revelado. Se acercó con sus andares torpes, sacudiéndose los bolsillos, y cogió de entre las manos de Marc la botella de cerveza.

—Jadiya Kacem —dijo, señalándola con el cuello de la botella—, futura estrella efímera de nuestro mundillo vanidoso. Ella aún no lo sabe, pero todo esto (señaló el estudio) va a salirle gratis. Sí, encanto, si estás de acuerdo, nos asociamos. Tú no pagas nada por las fotos y llegamos a un acuerdo sobre los contratos futuros.

Jadiya estaba estupefacta; no sabía si se trataba de una estafa o de una ganga. Ni siquiera sabía si era posible, contractualmente, con su agencia. De momento, dijo:

—Bueno, gracias, yo…

—Marc Dupeyrat —la interrumpió Vincent, rodeando con un brazo amigable los hombros del pelirrojo—, mi mejor amigo y el periodista más tenaz que conozco. Él y yo hemos hecho un montón de barrabasadas juntos.

El hombre se dobló en dos a guisa de saludo.

—¿Para qué periódico trabaja? —preguntó Jadiya.

Fue Vincent quien respondió:

—Para
Le Limier
. —Le guiñó un ojo a su amigo—. Un periódico de sucesos.

—No lo conozco —confesó Jadiya.

El periodista volvió a apartarse el mechón.

—No se pierde nada.

Jadiya detestaba a los hombres que se complacían en desvalorizarse. En general, indicaba una vanidad excesiva. Como si en otra vida hubieran podido valer mucho más. O como si pese a todo se situaran tan alto que podían despreciar su propia existencia.

—Un cazador de crímenes —prosiguió Vincent—. Un amante de los cadáveres con mucha sangre. El señor Dupeyrat podría dirigir una de las mejores redacciones de París, pero no, prefiere pasarse la vida en los juzgados y en las escenas de crímenes.

Jadiya había dejado de escuchar. Estaba tomando conciencia de que cada detalle se aguzaba, vibraba, cantaba literalmente bajo su carne. La pureza de las paredes verdes y desnudas del estudio; el olor de la laca en sus cabellos; el peso de las joyas de plata sobre su piel… Cada sensación se cristalizaba, adquiría agudeza, inmortalizaba el instante. Conocía esos síntomas, esa efervescencia secreta de todo su ser. La excitación amorosa. Vincent la salvó de nuevo:

—Bien, tenemos que volver a lo nuestro. El
flou
no espera. —Dio unas palmadas—. ¡A trabajar, vamos! Arnaud, ¿está todo a punto?

Jadiya siguió con la mirada a Vincent, que se dirigía hacia el plato. Pese a su corpulencia, cuando se movía dejaba una especie de estela de animación, un rastro luminiscente.

—Vaya —murmuró Marc—. No es de los que les gusta esperar.

Jadiya sonrió y buscó de nuevo algo que decir. Ni la menor idea. Mierda. Regresó al plato. El maquillador la detuvo junto a los focos, pinceles en ristre. A su pesar, dirigió una mirada hacia la penumbra. Habría jurado que el periodista la observaba, pero con un aire preocupado, casi contrariado. «Un adicto —se dijo de nuevo—. Un hombre que vive con una obsesión que nadie puede compartir.» Y sintió que la invadía una oleada de calor.

El maquillador la dejó libre y ella salió a escena. Tenía la deliciosa impresión de ser una princesa, el centro de todas las miradas.

—Ponte en la misma postura que antes, sentada en el suelo con las piernas cruzadas —ordenó Vincent—. Muy pura. Haz salir tu lado zen.

Jadiya sonrió al oír esa nueva sandez y obedeció. Se sentía en suspenso, trascendida por el nuevo sentimiento que la invadía. Un agua volátil, más ligera que el aire.

En ese momento, pese a su alegría, pese a los focos, todo se ensombreció. Acababa de acordarse de su propio secreto.

La maldición que le vedaba el amor.

La quemadura india.

Las niñas llaman así a una tortura que se infligen unas a otras. Consiste en apretar la muñeca de su víctima con las dos manos y hacerlas girar en sentido inverso, produciendo un frotamiento doloroso.

La quemadura india.

El nombre de la tortura era muy apropiado. Cuando era pequeña, Jadiya siempre imaginaba a los indios haciendo girar una ramita dentro de un lecho de hojas secas hasta conseguir que brotase primero un hilillo de humo y después, poco a poco, unas chispas…

Eso era exactamente lo que sentía cuando hacía el amor. El dolor que sufría cuando la penetraban. El frotamiento de la carne seca, a punto de arder. Había consultado a varios ginecólogos. El diagnóstico era siempre el mismo: padecía una carencia de secreciones vaginales. No había explicación patológica. «Está todo en su cabeza», le repetían.

¡No me diga! Los médicos le hablaban de frigidez, de bloqueo, de terapia… También le recetaban medicamentos, pomadas para los «casos urgentes», y le daban las señas de un especialista, un psiquiatra sexólogo.

Jadiya asentía, sin precisar que ya se había sometido a cinco años de psicoanálisis que le habían permitido «superar» algunos de sus traumas, sobre todo su educación bajo el signo de la heroína. Pero esos años de introspección no habían podido hacer nada contra el fuego. Jadiya seguía ardiendo. Seca para siempre. Un auténtico desierto, poblado de huesos de animales muertos, blanqueados por el sol.

Sin embargo, se enamoraba con facilidad. Bastaba una mirada o una sonrisa en los bancos de las aulas. O incluso en el self-service, en Cachan. Entonces se sentía dolorida, casi agarrotada. Para ella, el amor era esa irradiación febril, pero también reconfortante, que ascendía bajo sus pechos, constelaba todo su torso. Un coral rojo: así era como visualizaba el deseo que se abría en ella. En contrapartida, tenía un éxito unánime, por supuesto. Una auténtica reina de Saba que subyugaba a los hombres. Sin embargo, enseguida parecían darse cuenta de que algo fallaba. Notaban, con su instinto infalible para evitar toda complicación, que Jadiya no era como las demás. Demasiado sombría, demasiado retorcida…

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