Read La llamada de los muertos Online
Authors: Laura Gallego García
Los ojos de Shi-Mae parecieron relampaguear un breve instante.
—Hay un mago que vive en los confines de este continente, al oeste, en la Cordillera de la Niebla -susurró-. Él tiene un ave fénix.
Dana se volvió hacia ella, suspicaz.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo sé. Y tú sabes que no te miento.
—Es cierto, no me mientes, lo veo en tu aura. Pero tampoco me estás diciendo toda la verdad. ¿Quién es ese mago?
—Es... -Shi-Mae vaciló un breve instante-. Es un mago negro, Señora de la Torre.
Dana asintió, pensativa. Los magos negros eran aquellos que habían obtenido un gran poder por medios poco convencionales. El Consejo de Magos no los admitía oficialmente como hechiceros, y sin embargo, algunos eran más poderosos que los mismos Archimagos.
—Ya veo. Por alguna razón, tú quieres llegar hasta él. Por eso me pediste que te vinculase a mí, ¿no es verdad? Porque sabías que, si yo accedía a llevar a cabo el conjuro, tendría que ir a verle tarde o temprano...
—No lo niego, Dana. Pero mis motivos son personales y no tienen nada que ver contigo, ni con tu amigo elfo. Y puedes ver que sigo sin mentirte.
—Está bien -suspiró ella-. ¿Accedería tu mago negro a entregarnos su ave fénix?
—No se pierde nada por probar.
La Señora de la Torre no replicó. Guardó la redoma en su saquillo, junto con la caja que contenía los restos de Kai, y se volvió de nuevo hacia Shi-Mae.
—¿La Cordillera de la Niebla, has dicho?
«¿Por qué no vienes a vernos, Iris?»
«Deberías hacerlo. Estamos deseando que alguien nos haga una visita.»
«Además, tú también estás sola, ¿no?»
«Sal de ahí, pequeña. Sube las escaleras...»
Iris gimió y se encogió sobre sí misma. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar, escuchando aquellas voces siniestras y oscuras...
De pronto, oyó pasos en el pasillo, y supo que se trataba de Jonás, porque Saevin no solía hacer ruido al caminar. Contuvo la respiración.
«Eso es, pequeña, silencio...»
«No digas nada...»
Iris reprimió un gemido.
Jonás se detuvo en el pasillo, de pronto. Le había parecido oír algo. Se volvió hacia todos lados, nervioso y suspicaz, preguntándose si Saevin no lo habría seguido desde el comedor donde ambos acababan de desayunar. No parecía posible, sin embargo. Estaba seguro de que se había quedado en la biblioteca. Suspiró y se frotó un ojo con cansancio. Los nervios estaban haciendo mella en él. Todo aquel asunto de Saevin y la profecía, su encuentro con Salamandra, la súbita partida de Dana...
«Lo estamos haciendo bien», se dijo a sí mismo por enésima vez. «El Momento llegará pronto, tal vez mañana mismo, y aquí solo estamos dos...»
Se alejó pasillo abajo, sumido en sus pensamientos.
Kai estaba tendido sobre la hierba al pie de las montañas, dormitando. Estaba casi seguro de que se había ocultado bien, pero, por si acaso, mantenía despierto su sexto sentido. Fue este el que le avisó de la llegada de Fenris.
El dragón abrió un ojo perezosamente. Un enorme lobo de color castaño cobrizo se acercaba a él, saltando de roca en roca.
—¿Y bien? -preguntó Kai.
—Me he acercado a la granja -gruñó el lobo-. He sentido el olor de Dana, pero muy débil. Ella ya no se encuentra aquí.
Kai cerró los ojos un breve instante.
—Lo suponía -dijo solamente.
—Hay más. También he percibido un olor que me ha resultado familiar... Creo que ella no está sola, Kai.
—¿Qué quieres decir? ¿Quién la acompaña?
—No lo sé, pero sí estoy seguro de que no es de este mundo.
Kai no respondió enseguida. Dejó vagar su mirada por las montañas y por la región que se adivinaba más allá.
—Yo nací y crecí aquí, Fenris -susurró-. Y también fallecí aquí, en algún lugar de estas montañas. A los dieciséis años.
—Lo sé -dijo el lobo.
—También fue aquí donde regresé a este mundo en forma de espíritu para cuidar de Dana. La vi nacer, crecer, la he visto vivir la vida que me fue arrebatada a mí. Me cuesta creer que ahora huya de mí.
—Irónicamente, lo hace por ti, Kai.
—Lo sé. Pero no estoy seguro de que sea una buena idea -se volvió hacia su amigo con una chispa de resolución en sus ojos verdes-. Transfórmate; debemos encontrarla cuanto antes.
Kai aguardó mientras el cuerpo de lobo de Fenris volvía a metamorfosearse en la elegante figura de un joven hechicero elfo.
—Espero que la alcancemos en el manantial del agua de vida -dijo el mago-. De lo contrario...
No terminó la frase. No era necesario.
Iris no lo soportaba más. Debía subir, debía seguir aquellas voces y averiguar de una vez qué era lo que querían.
Tenía que hacerlo, o pronto se volvería loca.
Lentamente, con cautela, salió de la habitación y se asomó al pasillo. No vio a nadie, ni a Jonás ni a Saevin. Se deslizó hasta la escalera de caracol...
«Eso es, pequeña...»
«Sube...»
...y comenzó a subir los escalones, uno tras otro.
En aquel preciso instante, en una de las salas más recónditas del palacio de la Reina de los Elfos, dos personajes mantenían una reunión secreta. Uno de ellos era el Gran Duque, mano derecha de la reina Nawin; el otro, un representante de la facción más misteriosa y desconocida de la nobleza élfica, la Casa de los Elfos de las Brumas, a los que se les atribuían misteriosos poderes, a la par que una fiereza y frialdad sin límites.
El grupo de asesinos contratados para matar a la reina tiempo atrás había estado compuesto, en su mayoría, por elfos de las brumas.
—¿Habéis traído la información? -susurró el Gran Duque.
—Sí -respondió el otro en el mismo tono-. Hemos contactado con los señores de la Casa del Río, la Casa del Valle y la Casa del Bosque Profundo. Todos han acordado unirse a nosotros.
El Gran Duque asintió.
—Magnífico. Con esto ya somos mayoría en la nobleza élfica y ya podemos poner cada cosa en su lugar. Por fin acabaremos con toda esta farsa y los días inciertos habrán terminado.
Su interlocutor inclinó la cabeza.
—Señor, han llegado rumores de que la reina sospecha algo...
El Gran Duque lanzó miradas nerviosas a su alrededor.
—Puede ser. Ella es una gran maga, y, como dicen los humanos, las paredes tienen oídos. Sin embargo, esto no debe detenernos. Llevamos ya tiempo fraguando este plan. Nada debe fallar ahora que todo está preparado.
Los dos personajes salieron de la habitación con sigilo y cautela.
Tras ellos quedó una estancia aparentemente vacía....
Momentos después, un trozo de pared que presentaba una textura inusual se separó del resto y adoptó, poco a poco, la figura de la joven reina Nawin. Había aprendido el hechizo de mimetismo en el Libro de la Tierra muchos años atrás; un hechizo al que casi nadie solía prestar atención, pero que la reina encontraba vital para su subsistencia en una corte llena de intrigas. Ninguno de los dos conspiradores se había percatado en ningún momento de su presencia en la habitación.
Nawin se mordió el labio inferior, angustiada y pensativa. Había confiado en el Gran Duque todo lo que su situación le permitía.
Ahora comprobaba lo que ya hacía tiempo que sospechaba: incluso él la había traicionado.
Estaba sola.
Recordó la visita de Jonás apenas un par de días atrás; recordó sus advertencias sobre la profecía del Oráculo. Pero no tenía alternativa. Planeaban atentar contra su vida, y solo había un lugar en el cual ella podría considerarse segura.
Con un suspiro, respiró hondo y volvió a mimetizarse con la pared. Su figura, apenas perceptible, se deslizó fuera de la habitación, pegada al muro de piedra.
Iris llegó a la cúspide de la Torre guiada por las voces. Allí había cuatro puertas, eso lo sabía; pero le sorprendió ver que la cuarta puerta, que siempre estaba cerrada, se encontraba ahora abierta de par en par («No lo dudes, entra», decían las voces).
Atraída por ellas, Iris entró en la habitación. No se paró a mirar a su alrededor; sus ojos fueron directamente a un bulto plano, alto y ovalado, que descansaba al fondo de la estancia, un bulto cubierto por un paño de terciopelo azul («Acércate, vamos»).
Iris no lo dudó. Avanzó hasta el fondo de la habitación («Ven, pequeña, ven») y retiró el paño con un gesto rápido y brusco.
El objeto que ocultaba era un espejo.
Jonás estaba en su estudio, pero oyó claramente el chillido de la niña procedente de la parte alta de la Torre.
Salamandra se detuvo cuando el pequeño y destartalado torreón se hizo visible ante sus ojos. Era una construcción bastante curiosa, una casa baja rematada por una torrecilla retorcida a un lado, por cuya chimenea salía un humo blanco que se elevaba en volutas hacia el cielo rojizo del atardecer. Un torreón olvidado entre rocas agrestes y matas espinosas.
El hogar de Conrado.
Hacía varios años que Conrado había abandonado la Torre, pero Salamandra no había olvidado al tímido y trabajador muchacho que escondía más de una sorpresa en su interior. Sonriendo sin poder evitarlo, la maga se aproximó hasta la puerta. Antes de que llegase a llamar, sin embargo, esta se abrió de par en par.
«Bienvenida», oyó una voz telepática. «Sube, estoy arriba.»
Sorprendida a su pesar, Salamandra subió por la pequeña escalera de caracol, retorcida y empinada, hasta la habitación que coronaba el torreón.
También aquella puerta estaba abierta. Salamandra se asomó con cierta timidez a un cuarto bastante grande en el que ardía un alegre fuego. Las paredes estaban forradas de estanterías en las cuales se apilaban libros y hojas sueltas que parecían organizadas en algún tipo de extraño orden que, probablemente, solo entendía su propietario. Al fondo se abría una pequeña ventana que dejaba pasar los últimos rayos del atardecer.
En el centro de la estancia, revolviendo entre los papeles que se amontonaban sobre una vieja mesa de roble, se hallaba Conrado.
—Un momento, enseguida estoy contigo -murmuró.
Salamandra simplemente esperó mientras observaba a su amigo con atención y cierta curiosidad.
Conrado no había cambiado mucho desde los tiempos en que estudiaban juntos. Igual que ella y que Jonás, había trocado su túnica de aprendiz por una de color rojo en cuanto superó la Prueba del Fuego. Los últimos rasgos infantiles habían desaparecido de su rostro definitivamente, pero seguía siendo delgado y desgarbado, con aquel aire de despistado que no hacía sospechar lo que ocultaba en su interior: una mente privilegiada para los estudios, un alma en completa sintonía con los misterios más ignotos de la magia.
Por fin, Conrado encontró lo que buscaba: un arrugado pergamino que extrajo de algún lugar entre los pesados y polvorientos volúmenes.
—Ah, aquí está -dijo, muy ufano-. Temía haberlo perdido, y no me queda mucho tiempo, ¿sabes? Has venido en el momento apropiado. ¿Tienes idea de lo que está a punto de suceder? ¡La dimensión de los muertos estará más próxima a nosotros de lo que nunca...!
—Lo sé -cortó Salamandra-. Por eso he venido a hablar contigo.
Conrado la miró y vio su expresión seria. Dejó a un lado el pergamino, aun a riesgo de volver a perderlo, se sentó e indicó a Salamandra que hiciera lo mismo. —Cuéntame -dijo.
Fenris se inclinó junto al manantial con gesto irritado.
—Maldita sea -gruñó-. Hemos vuelto a llegar tarde. ¿Cómo es posible?
Kai miraba a su alrededor batiendo ligeramente las alas con nerviosismo.
—Con lo que nos ha costado llegar hasta aquí -suspiró-. ¿Qué hacemos ahora?
Fenris alzó la cabeza, arrugó la nariz y husmeó en el aire.
—Hace horas que se ha marchado -dijo-. ¡Y ese olor a fantasma...!
—No sabía que los fantasmas oliesen a algo -comentó Kai, algo molesto.
—Es más que un olor. Es... no sé. Digamos que cualquier espíritu deja una especie de rastro tras de sí, solamente perceptible por criaturas con los sentidos muy agudizados. De todas formas, es algo muy leve. Por eso me sorprende tanto captarlo con tanta claridad. No recuerdo haber sentido nada parecido desde... -miró a Kai, frunciendo el ceño-, desde que tú rondabas por la Torre como espíritu, pegado a los talones de Dana.
Kai le devolvió una mirada perpleja.
—¿De veras podías percibirme? Nunca dijiste nada.
—En realidad no, dado que entonces solo me transformaba en lobo las noches de luna llena. Bajo mi forma élfica, mis sentidos no eran nada comparados con lo que son ahora, después de haber pasado tanto tiempo metamorfoseado en lobo. Pero hubo una vez que sí percibí tu presencia... una noche, en el bosque, bajo la luna llena, cuando buscábamos al unicornio...
—No sigas -se estremeció Kai-. Lo recuerdo.
—No he olvidado esa sensación, ese... llamémoslo «olor». El olor de un espíritu que ha cruzado la barrera del mundo de los muertos.
—Eso solo puede significar que Dana ha realizado un conjuro de vinculación con un espíritu y lo ha traído a este plano -murmuró Kai-. Pero, ¿de quién se trata? ¿Y por qué lo haría?
—Solo hay una manera de averiguarlo, Kai. Pero, lamentablemente, no tengo ni la más remota idea de dónde puede haber ido Dana ahora. No sé qué conjuro piensa utilizar para devolverte tu cuerpo.
—Antes has dicho que, fuera el que fuese, necesitaría tres cosas por encima de todo -recordó Kai-: restos de mi cuerpo, agua de vida y... sangre de fénix.
—Sí, bien, pero ni siquiera yo sabría dónde encontrar sangre de fénix si la necesitase. Es una sustancia muy preciada y escasa. Por no hablar del hecho de que pocos magos tendrían agallas para matar a un ave fénix. Son criaturas maravillosas, hechas de fuego y luz.
—Bien, bien, entonces parece que estamos en una encrucijada. ¿Adónde vamos ahora?
De nuevo, Fenris husmeó en el aire.
—Puedo seguir su rastro si se ha ido andando, o a caballo. Pero lo dudo. El Momento se acerca, y ella tiene prisa. Habrá empleado medios mágicos y... ¡espera!
Se levantó de un salto y rebuscó en sus saquillos. Cuando encontró lo que buscaba se plantó junto al manantial y cerró los ojos para concentrarse. Lentamente, alzó las manos frente a él, llenas de una extraña sustancia brillante. Comenzó entonces a murmurar las palabras de un hechizo, mientras dejaba caer poco a poco entre sus dedos aquel polvo reluciente.
Cuando terminó, nada parecía haber cambiado, salvo el hecho de que había un pequeño montón de polvo brillante a los pies del mago elfo.