—¿Por qué iba a mentir?
—Porque realmente
juraste
no revelar a nadie lo que Klaus te dijera.
—Lo hice para no ponerlo nervioso... —Daniel sentía como si se hubiese metido él solo en su propia trampa—. No pensaba respetar ese juramento... Además, no estoy mintiendo...
—Claro que no, pero eso no quiere decir que ellos vayan a creerte.
El vehículo descendió por otra empinada cuesta y al llegar al final Moon tuvo que encender todos los faros. En la impenetrable oscuridad se distinguían formas. Quizá eran estatuas. Daniel encogió las piernas apoyando los pies en el asiento. Fue un gesto reflejo, por más que supiera que su origen era una absurda creencia: de niño le decían que no era bueno pisar la tierra en los lugares profundos. Sin embargo, al mirar a Olsen comprobó que había hecho lo mismo. De hecho, Olsen utilizaba el mecanismo de giro automático del asiento y daba vueltas distraídamente sujetándose las rodillas con ambas manos. Parecía abismado en profundas cavilaciones. No obstante, a Daniel no le daba la impresión de que Olsen fuera un hombre que pensara mucho las cosas.
Se sentía cada vez más inquieto. ¿Por qué estaban dando aquel rodeo por lugares tan extraños? Miró a Olsen, de quien podía contemplar alternativamente, mientras su asiento giraba, las fundas de las armas sobre las caderas, el largo pelo castaño, las calzas flexibles negras hasta el muslo.
—¿Puedo... puedo llamar a mi familia? —preguntó.
—Por supuesto.
—No aquí —dijo Moon desde el asiento delantero—. Las paredes bloquean la transmisión.
—Saldremos enseguida —aseguró Olsen.
En exacta correspondencia con sus palabras el vehículo se detuvo tan bruscamente que Daniel tuvo que aferrarse al asiento para no caer. Olsen y Moon salieron con rapidez y Moon dejó la puerta abierta e invitó a Daniel a acompañarlos. Habían encendido linternas y, ayudado por aquellos haces de luz, Daniel supo dónde se encontraba.
Era una especie de inmenso sótano en medio de la carretera. El techo, muy bajo, lo formaban vigas de madera y acero. Gruesas columnas de metal roído por el óxido se hallaban dispersas a lo largo de la cuneta, flanqueando el camino, que proseguía hasta perderse en la oscuridad. Las linternas señalaron hacia una de las columnas.
—Mejor, entremos —dijo Olsen de repente.
¿En dónde?,
se preguntaba Daniel.
Entonces comprobó que la columna tenía una abertura en arco que daba paso a la oscuridad. Se acercó y vio unas escaleras de caracol que descendían.
Olsen se quedó aguardando en el umbral hasta que Daniel pasó. Moon, que ya había entrado, era solo una luz que flotaba en la negrura.
—Bajemos —indicó Olsen—. Tenemos que decidir lo que vamos a hacer. Y quiero mostrarte algo.
El descenso se hizo eterno, quizá porque debían moverse con extrema lentitud: los peldaños eran cortos y no perdonaban las distracciones. Moon iba el primero, Olsen el último. Daniel, en medio de ambos, escuchaba la voz del superior mientras miraba dónde ponía el pie.
—¿Sabes qué lugar es este, Daniel? Una catacumba. Fue construida hace miles de años, pero estas entradas son más recientes. Los creyentes del Segundo Capítulo las emplean para acceder al interior. No te sorprenda saber que Alemania está horadada de esta forma bajo tierra. ¿Recuerdas el Segundo Capítulo? Hay una Ciudad, con mayúscula, sin nombre, bajo cada ciudad de la superficie. ¿Sabes cómo se formó esa otra Ciudad? La raza de híbridos que menciona la Biblia es solo una metáfora. Según los creyentes, la verdadera explicación se debe a que los muertos, en tiempos remotos, yacían acostados bajo tierra. Ahora los mantenemos de pie y los incineramos, pero antaño, simplemente, se pudrían en el suelo o en cajas colocadas en posición horizontal.
Daniel procuraba escuchar a Olsen, pero la dificultad de la bajada lo distraía, ya que Moon lo había dejado atrás con facilidad y solo la linterna de Olsen le permitía atisbar los peldaños.
—Con el paso del tiempo —prosiguió la voz ronca de Olsen— los agujeros causados por la acumulación de cuerpos yacentes se unieron entre sí formando un laberinto de cavernas... Pero eso no fue lo peor. Los creyentes afirman que la muerte que yace acaba removiéndose, horada la roca y excava túneles... Y eso han hecho los muertos de la antigüedad: bullen como hormigas. Puedes imaginarte: millones, billones de cuerpos... a lo largo de millones de años... reptando bajo nuestros pies por los túneles de la Ciudad. Por eso se construyeron las catacumbas; de esa forma los muertos no salen al exterior. Fíjate qué ignorantes somos, Daniel: vivimos sintiéndonos relativamente seguros en nuestras cómodas urbes europeas, sin sospechar que no es preciso viajar a las tierras no vigiladas del Este o el Sur para vislumbrar el horror. Lo tenemos bajo nuestros pies y nunca pensamos en ello. Yo no soy creyente, pero te aseguro que esta leyenda me pone los pelos de punta...
Daniel suponía que aquella explicación debía de relacionarse de algún modo con lo que Olsen le había contado antes, aunque no comprendía bien cómo.
—Conozco esa leyenda del Sur, señor —aseguró, algo intranquilo—, pero solo es eso: una leyenda inspirada por el dístico del Segundo Capítulo: «No está muerto lo que yace eternamen...».
—Oh, pero tiene una base real, incluso científica —lo interrumpió Olsen—. ¿No lo sabías? Por ejemplo, está demostrado que el viento de la Ciudad existe. La putrefacción del cadáver forma un hedor frío que viaja por el aire. Los cuerpos entrenados lo perciben. Ese viento nos señala el paso de un sitio a otro dentro de la Ciudad, y también actúa en forma de aviso para indicarnos dónde la muerte se encuentra más activa...
—¿Por qué estamos bajando tanto, señor? —decidió interrumpirlo Daniel—. ¿Por qué nos hemos...?
—Ya hemos llegado —cortó Olsen.
Las pisadas de Moon, que eran las únicas que sonaban —porque Daniel y Olsen llevaban calzas flexibles—, se habían hecho distintas, como si hubiese terminado de bajar. La linterna de Olsen reveló un suelo embaldosado. Olsen empujó suavemente a Daniel y lo hizo salir de la escalera, que continuaba descendiendo. Las dimensiones de la cámara no eran fácilmente adivinables en aquella tiniebla, pero Daniel la imaginó reducida a juzgar por la ausencia de ecos.
De súbito un potente resplandor le regaló la vista. Parpadeó y observó que Olsen había apagado su linterna. No la necesitaba, desde luego, bajo aquella iluminación cruda que provenía de una ringlera de focos instalados en el techo. Era una luz desagradable, pero gracias a ella Daniel pudo examinar por fin el lugar donde se encontraba.
Era más amplio de lo que suponía. También le sorprendió su aspecto, ya que había esperado paredes mohosas y gran antigüedad y se hallaba frente a una lisa y blanca estructura moderna que en algunos lugares había sido cubierta de garabatos. A espaldas de Olsen trepaban de la pared al techo simétricas tuberías cromadas. Varias daban la vuelta a la habitación y se insertaban en unas mamparas de cristal.
Aparte de Olsen, no parecía haber nadie más en aquella cámara. Moon había desaparecido.
Se fijó Daniel entonces en que la pared de su izquierda mostraba, a ras de suelo, dos agujeros perfectamente rectangulares. Mientras los contemplaba, emergió reptando por uno de ellos un cuerpo. Su pelo era tan negro que, durante un fugaz instante de horror, Daniel pensó que estaba decapitado.
La muerte es un túnel infinito de techo tan bajo que por él solo puedes avanzar reptando...
Moon terminó de deslizarse fuera de aquel reducto, se puso en pie con agilidad y se sacudió las manos, aunque ni siquiera se había manchado. Su desnudez aparecía tersa y carnal bajo los focos.
—El generador está en la otra cámara —dijo—. Parece viejo, solo durará algunas horas.
—Tiempo suficiente. ¿Y ella?
—Se acerca —dijo Moon y se apoyó en la pared con los ojos cerrados—. Pero anticiparé su llegada.
Daniel, que jugaba nerviosamente con los bordes de su holgada pieza de ropa, no entendía a qué se referían. Entonces Olsen se quitó la chaqueta corta de su uniforme, que dejó sobre el mismo asiento donde se hallaba la ropa y demás pertenencias de Moon, así como las linternas, se sentó sobre las tuberías acodándose en ellas y volvió a mostrar los dientes al sonreír hacia Daniel.
—No debes preocuparte —dijo—. Te explicaré qué es esto. Hace unas cuantas décadas el gobierno alemán decidió emprender un estudio científico del Segundo Capítulo, y construyó miles de cámaras como esta, junto a las catacumbas, para detectar el viento sagrado de la muerte. Estas máquinas a mi espalda y esa mampara detrás de ti tenían ese propósito. Pero los experimentos no resultaron concluyentes, y el proyecto se abandonó. Sin embargo han quedado las cámaras. Lugares tranquilos y aislados, aunque no todo lo solitarios que cabría pensar. Los creyentes bajan a estas cámaras a realizar ciertos rituales, Daniel. Rituales cuya descripción no podrías escuchar sin dejar de ser para siempre el jovencito de mirada vivaz que aún eres... Te he traído aquí para que veas que no te estoy engañando. Hay grupos muy peligrosos, más de lo que imaginas, y se reúnen en lugares como este para llevar a cabo sus prácticas. Klaus pertenecía a uno de los más fuertes. Y ahora es su grupo el que te amenaza.
Daniel se sentía cada vez más intranquilo, no solo por las ominosas explicaciones de Olsen: era como si algo estuviese fuera de lugar. El hecho de que Moon siguiera desnudo después de haberse arrastrado por aquel agujero le hacía recordar las palabras de Olsen sobre los creyentes que detectan el viento de la muerte con sus cuerpos. Sabía que muchos creyentes trabajaban para Seguridad, pero no comprendía bien qué clase de trabajo desempeñaba Moon. Por otra parte, ¿por qué Olsen le hablaba de todo aquello? El comportamiento de ambos agentes era extraño.
—El poder de ese grupo es inmenso —siguió diciendo Olsen—, y nosotros somos tu única posibilidad, la única que tu familia y tú tenéis de sobrevivir. Pero necesitamos saberlo todo... —Alzó la mano como deteniendo una posible réplica de Daniel—. Respetamos la palabra que le diste a Klaus, desde luego. No obstante, ahora se trata de tu seguridad y la de tus seres queridos...
Daniel se disponía a decir algo cuando, de súbito, percibió el sonido.
Pasos en la escalera.
Olsen también se detuvo a escuchar. Hasta Moon pareció reanimarse. Olsen continuó, en tono apremiante:
—Vamos, Daniel, ayúdanos. ¿Qué te dijo Klaus?
Los pasos se acercaban. Daniel no lograba averiguar si pertenecían a una sola persona o a varias.
—Alguien viene —murmuró.
—Responde, Daniel —insistió Olsen—. Klaus, ¿qué te dijo?
—Nada. Ya le expliqué que...
—El auricular que llevabas captó sonidos. —Olsen, sentado sobre las máquinas de la pared, extendió los brazos—. Cuando Klaus te habló...
—No me habló. Ese sonido sería mi respiración, o la suya...
—Era una voz —negó Olsen—, y no era la tuya. Lo hemos comprobado.
Repentinamente Daniel comprendió el sentido de todas aquellas preguntas: casi sin darse cuenta había pasado de ser el «protegido» a convertirse en sospechoso.
—¡Eso no puede ser! —protestó—. ¡No me dijo nada! ¡Nada!
—Mientes muy mal —le reprochó Moon, aún apoyado en la pared, de perfil.
¿Qué le ocurría a Moon? Daniel lo miró y se dio cuenta de que ya no era el chico divertido y amable que se reía con él en la caseta. Su mirada fija lo atemorizaba.
Los pasos se habían convertido en golpes de martillo contra los peldaños.
—Hablaste con
ella,
¿no es cierto? —Aunque sonreía, en el tono de Olsen había algo similar a la tristeza—. En las ruinas. Sin duda te aconsejó que te callaras... Pero debo advertirte que, si confías más en ellos que en nosotros, te equivocarás...
En la mente de Daniel giraban las palabras de Olsen como un torbellino. Los ruidos de la escalera, ya muy próximos, le impedían concentrarse.
—¡No sé a quién se refiere! ¡No hablé con nadie en las ruinas!
Por el hueco de la escalera aparecieron las botas de un agente de Seguridad.
—Cuánto lo siento —se lamentaba Olsen—. Cuánto siento todo esto, Daniel...
Pero Daniel ya no lo escuchaba.
Detrás del agente venían Bijou y Yun.
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2.6
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Se habían conocido cinco años antes, en el Gran Tren. Sucedió que a él lo cambiaron de sección para sustituir a un compañero enfermo del corazón.
—Eres nuevo, ¿no? —le dijo ella, que solía viajar en aquella sección, cuando él le sirvió una bebida.
Antes de conocerla había lamentado la enfermedad de su compañero: luego se reprochaba haber llegado a desear que no mejorase nunca. Le encantaba saludar a la joven pasajera y oír como ella le decía, cada mañana:
—Ya no eres tan nuevo.
El saludo se convirtió en hábito. Bijou fingía estar harta de él al verlo acercarse.
—¡Otra vez tú!
Reían hasta las lágrimas cuando recordaban aquellas primeras semanas. Ella pasaba de la seriedad a la carcajada sin el puente de la sonrisa. Sin embargo, siempre parecía alegre. Albergaba la alegría en su seriedad, como protegiéndola.
Se contaron cosas y dejaron de desconocerse. A ella le hizo gracia que él disfrutara con su profesión («¿Subalterno de tren es una profesión?», decía). Él apenas pudo creer que aquella joven subalterna de archivos que vivía en el extrarradio de Hamburgo y tomaba el tren para dirigirse al centro de la ciudad, practicara, entre otras cosas, esgrima con sable. Pero así era: y un día ella lo invitó a verla batirse. La familia de ella, de origen árabe, vivía en París; la de él, en Madrid. Tras algunas citas y goces juntos descubrieron que querían formar entre los dos una nueva familia en Hamburgo. Eso era lo que significaba el «amor». Bijou, que era creyente, concedía gran importancia al asunto:
—No es una decisión cualquiera —le advertía—. Sabes que la Biblia se llama también «del Amor y del Arte» porque ambas palabras definen la vida. El «arte» atenúa el miedo: por ejemplo, cuando nuestros cuerpos gozan. El «amor», en cambio, lo incrementa, porque empiezas a sentir también el miedo de aquel a quien amas.
Lo que Bijou quería decirle era que tomar la decisión de «amarse» los obligaba a arrostrar todas las consecuencias. Mucha gente vivía en común y compartían orgasmos, pero muy pocos se atrevían a dar el paso del «amor», que producía más temor y por tanto no estaba descrito en las fábulas de la Biblia.