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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (13 page)

BOOK: La llave del destino
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Hugo paró para parpadear y se humedeció los labios.

—¿Hay más? —preguntó Luc.

—Sí —susurró su amigo—. Hay más.

—Pues sigue, por el amor de Dios.

Alon conducía su coche de alquiler tal y como se comportaba en su vida diaria: de forma agresiva. Aceleraba bruscamente, frenaba bruscamente, y recorrió la corta distancia que había hasta la cueva dando bandazos y acelerones. Cerca de la cima del acantilado habían organizado un aparcamiento de grava; cuando Alon llegó, frenó de golpe y levantó una ola de piedras. Las nubes difuminaban los bordes de la media luna y el cielo nocturno estaba surcado por zarcillos negros, como las venas del dorso de una mano. Ya no estaba la garita temporal para el guardia que se había montado antes de que se instalaran las puertas. Las imágenes del circuito cerrado de televisión y los datos de telemetría de la entrada y las salas de la cueva se transmitían directamente a la oficina del campamento.

Alon cerró el coche y subió la cremallera de su cazadora de aviador hasta la garganta. Unas ráfagas de aire frío azotaban el valle. Buscó la llave de la puerta de la cueva en el bolsillo. Era grande y pesada, un objeto de lo más adecuado, casi medieval. Habría preferido la autenticidad absoluta, un quinqué titilante, pero tendría que conformarse con la pequeña linterna que sujetaba con la mano. Iluminó el camino y se dirigió hacia la escalera del acantilado.

Tenía ganas de estar media hora a solas paseando por los pasillos con luz tenue. Por la mañana se disculparía ante Luc a su propia manera. Alegaría locura transitoria, pero tenía que hacerlo. Luc desaprobaría lo sucedido, pero estaba convencido de que el incidente no tendría mayores consecuencias. La cueva lo llamaba. Tenía que mantener una conversación privada con ella. Quería escribir sobre esa noche. Le ayudaría a dar forma a sus pensamientos, quizá incluso le serviría para renunciar a algunas ideas antiguas y persistentes.

—Malditos chamanes —susurró con fuerza de forma involuntaria. «¿Es posible que me haya equivocado?», pensó.

Aminoró el paso cuando se acercó a la escalera. Era un buen trecho y a su edad ya no tenía la agilidad de una cabra montesa.

¡Ruido de pasos! Corriendo.

Se sobresaltó y se dio la vuelta, pero no pudo hacerlo del todo.

No vio el tronco que le golpeó en la cabeza, no notó cómo lo arrastraban hasta el borde y, en el último instante, al atravesar la membrana, no oyó el aleteo frenético de una pareja de elanios asustados por el sonido de su cuerpo al caer sobre los robles.

Capítulo 12

Abadía de Claraval, Francia, 1118

E
ra una radiante mañana de invierno y los grandes bosques que rodeaban el nuevo monasterio permanecían en silencio.

En el interior de una habitación gélida en la que solo había un colchón de paja, un orinal y un lavamanos cubierto por una capa de hielo, el joven abad había apartado la basta manta porque estaba ardiendo a pesar del frío. Estaba empapado, como si acabara de salir del agua. La tos convulsa que no le había dejado conciliar el sueño en toda la noche había remitido, pero sabía que podía volver en cualquier momento para sacudir su cuerpo y golpearle la cabeza. Intentó respirar por la nariz para evitar otro espasmo.

Cuando Bernardo enfermó, siendo entonces un joven privilegiado, siempre había una dama que lo atendía, una tía o una prima. Sin embargo había prohibido la entrada a las mujeres en la congregación, y como consecuencia de ello estaba obligado a depender de los cuidados menos atentos de los hombres. Sus lamentos febriles iban dirigidos a su querida madre, que había muerto mucho tiempo atrás. Todavía conservaba un recuerdo desvaído de sus primeros años de infancia, en la cama con la garganta irritada, mientras su madre lo aliviaba con una canción, una bebida con miel y su bello rostro. Ahora era un hombre de veintiocho años y el superior de la abadía de Claraval. No había ninguna madre, ninguna mano dulce que pudiera aliviarlo. Tenía que soportar la enfermedad con estoicismo y confiar en la benevolencia de Jesucristo para salvarse.

Si su madre hubiera vivido tantos años se habría henchido de orgullo por el modo en que se había desarrollado su piadoso plan. Al nacer había ofrecido a cada uno de sus hijos —seis niños y una niña— a Dios, y se había entregado por completo a su educación cristiana.

Cuando Bernardo hubo finalizado sus estudios, su madre murió. Sus tutores lo habían considerado un talento especial, un joven que, además de ser de noble linaje y poseer un intelecto superior, destacaba por su carácter dulce, un ingenio muy agudo y por ese inmenso encanto tan poco habitual en un hombre. A pesar de un fugaz devaneo con las seducciones seculares de la literatura y la poesía, nadie dudó nunca que Bernardo llegaría a ser pastor de Dios.

El camino más fácil lo habría llevado, por supuesto, a la cercana abadía benedictina de Fontaines, pero rechazó esa opción con vehemencia. Ya se había alineado filosóficamente con los nuevos hombres de la Iglesia: Roberto de Molesmes y Alberico de Císter, los cistercienses que opinaban que las abadías y el clero habían renunciado a la estricta observancia de la Regla de san Benito de Nursia. Estos cistercienses estaban decididos a eliminar los excesos de la carne y el espíritu que habían infectado a los benedictinos. Rechazarían las colchas, las sábanas, las pieles, los calzones y las camisas de lino fino. Sus abadías y claustros nunca se adornarían con gárgolas y quimeras. Comerían pan duro, sin manteca ni miel. No cobrarían por oficiar funerales, ni recaudarían diezmos, construirían sus comunidades alejadas de las ciudades, pueblos y aldeas y prohibirían la entrada de mujeres para evitar todas las distracciones terrenales. Y solo interrumpirían sus plegarias y meditaciones para realizar el trabajo físico necesario para subsistir.

Con este ideal espartano en mente, el joven Bernardo estaba rezando un día en una pequeña iglesia situada a la vera de un camino pidiéndole a Dios que lo guiara, y cuando se levantó, obtuvo su respuesta. Paralizado por la claridad de su decisión, convenció a sus hermanos Bartolomé y Andrés, a su tío, Galdrico, y poco después a treinta y un nobles borgoñeses para que se aventuraran con él hasta Císter, dejando el reino de Francia para el Sacro Imperio Romano y abandonando su antigua vida para emprender una nueva. Gerardo y Guido, dos hermanos que por entonces se encontraban fuera luchando como soldados, habrían de unirse también a su causa. Tan solo dejaron atrás al hermano más pequeño, a Nivardo.

—Adiós, Nivardo —le había dicho Bernardo a su hermano favorito el día en que partió el grupo—. Quedan todas las tierras y todas las fincas para ti.

—¡Entonces tú te quedas con el Cielo y a mí solo me dejas la tierra! —exclamó el chico entre lágrimas—. ¡Es un reparto muy desigual!

Esas palabras conmovieron a Bernardo sobremanera, que sintió un vacío en el estómago hasta el día en que volvió a reunirse con Nivardo.

En el año 1112, la abadía de Císter aún era únicamente de madera. Se había fundado quince años antes, pero el abad, Esteban Harding, un inglés despiadado, hacía tiempo que no recibía novicios, de modo que se llevó una gran alegría al ver la llegada de tanta gente, y recibió a Bernardo y su séquito con los brazos abiertos.

Esa primera noche fría en el dormitorio de los legos, Bernardo permanecía despierto y feliz, en una sala abarrotada que resonaba con los ronquidos de los hombres exhaustos. En los días y semanas posteriores, cuanto más duras fueran las penas, mayor sería su placer, y en el futuro habría de decirles a todos los novicios en la puerta de entrada:

—Si deseáis vivir en esta casa, dejad vuestro cuerpo fuera; aquí solo pueden entrar los espíritus.

Sus habilidades eran tan excepcionales y su trabajo tan vigoroso, que al cabo de dos años Esteban había decidido que Bernardo estaba preparado con creces para poner en marcha una nueva abadía hermana. Lo nombró abad y lo envió junto con sus hermanos Andrés y Gerardo y doce hombres más a una casa de la diócesis de Langres, en la región de Champaña.

En un claro llano construyeron una morada sencilla y emprendieron una vida de privación extrema, incluso en comparación con sus propios principios. La tierra era pobre, hacían el pan con la cebada más basta y el primer año tuvieron que arreglárselas con hierbas silvestres y hojas de haya hervidas. Sin embargo perseveraron y construyeron su monasterio. Lo llamaron Claraval.

Gracias al carisma de Bernardo, los discípulos acudieron en masa a Claraval, y cuando enfermó, el monasterio ya albergaba a más de cien monjes. Echaba de menos el sentimiento de unión de dormir con sus hermanos en el gran dormitorio, pero había accedido a trasladarse a una pequeña cámara abacial situada junto a la iglesia. Los ataques de tos, que ya duraban un mes, habrían privado a los monjes de las pocas horas de sueño de que disponían.

Gerardo siempre había sido el más robusto de los seis hermanos. Aparte de un tajo en el muslo, un trofeo digno de un soldado, no había estado enfermo nunca. Se deshizo en atenciones para con su frágil hermano e intentó que tomara sopas e infusiones, pero Bernardo se apagaba, era un saco de huesos. Demasiado débil para dirigir las plegarias, delegó la autoridad en el prior, pero insistió en que lo ayudaran a desplazarse a la iglesia para asistir a las misas y observar los oficios divinos.

Un día, Gerardo decidió partir a caballo para ir a ver al poderoso clérigo Guillermo de Champeaux, obispo de Châlonsen-Champagne, e informarle del estado de salud de Bernardo. Guillermo expresó su agradecimiento a Bernardo y tuvo la perspicacia de reconocer su potencial como futuro jefe de la Iglesia. Tras informar de su enfermedad, obtuvo el permiso de la orden cisterciense para dirigir el monasterio como superior durante un año. Con el decreto en la mano, ordenó que el joven abad fuera relevado de todas las obligaciones clericales y liberado de la estricta observancia de la orden hasta que hubiera sanado. Bernardo fue trasladado hacia el sur en una carreta de caballos, hacia los climas más cálidos de una abadía más rica y cómoda donde unos años antes habían enviado a su hermano mediano, Bartolomé. Y así es como Bernardo de Claraval acabó residiendo en la abadía de Ruac.

Ruac era una comunidad benedictina que iba liberándose poco a poco de los excesos contra los que había luchado Bernardo. Aún no estaba preparada para formar parte de la orden cisterciense. Aunque ya no admitía a monjas, el abad, un hombre mayor y benevolente, no tuvo el valor de expulsar a las que ya residían allí. Tampoco se deshizo de la bodega ni de la cervecería, ni vació la abundante despensa y los graneros. Bartolomé y algunos de los recién llegados habían sido enviados como avanzadilla para poner en marcha la reforma, pero empezaron a disfrutar de las comodidades que encontraron, después de varios años de penalidades en Claraval. A decir verdad, cambiaron más ellos por culpa de Ruac que al revés.

Al llegar, Bernardo estaba demasiado enfermo para percatarse de los defectos eclesiásticos de su entorno, y menos aún para quejarse de ello. Lo alojaron en una casa de piedra con una única habitación, en las inmediaciones de la abadía, con chimenea, una cama cómoda, una mesa para leer, una silla tapizada con crin de caballo y un buen surtido de velas gruesas. Su hermano Bartolomé se encargó de alimentar el fuego y no se apartó de la cabecera de la cama, como un amante preocupado; y una monja mayor, la hermana Clotilde, lo agasajó con comida fresca y bebidas saludables.

Al principio pareció que Bernardo no habría de sobrevivir. Perdía y recuperaba la conciencia, solo reconocía a su hermano a ratos, lo bendecía cada vez que lo veía, y llamaba «madre» a la monja, algo que parecía satisfacerla sobremanera.

Al vigésimo día, la fiebre empezó a remitir y Bernardo pasó a ser consciente de lo que le rodeaba.

Se incorporó mientras su hermano le ajustaba la colcha.

—¿Quién me ha traído aquí? —preguntó.

—Gerardo y algunos de los monjes de Claraval.

Bernardo se frotó los ojos y tuvo la astucia de hacer pasar una reprimenda por cumplido.

—¡Mírate! ¡Tienes muy buen aspecto, Bartolomé! —Su hermano mayor era de complexión robusta, estaba algo entrado en carnes, tenía la tez sonrosada como un cerdo y necesitaba una buena tonsura.

—Estoy un poco entrado en carnes —dijo Bartolomé, tocándose la panza en un gesto defensivo.

—¿A qué se debe?

—¡El abad de este monasterio no es tan estricto como tú!

—Ah, en el pasado habían dicho también eso de mí —dijo Bernardo. Su mirada baja impidió adivinar si lamentaba la austeridad que había impuesto a su comunidad o la actitud displicente de Bartolomé—. ¿Cómo es la vida aquí, hermano? ¿Sirves a Dios como es debido?

—Creo que sí, pero temo que puedas juzgar mi satisfacción con recelo. Me gusta mucho este monasterio. Creo que he encontrado mi lugar.

—¿Qué haces, además de rezar y meditar? ¿Tienes una vocación? —Recordaba la aversión que sentía su hermano por el trabajo manual.

Bartolomé admitió que lo atraían más las actividades de interior. El abad lo había eximido de plantar y cosechar. En Ruac había un pequeño
scriptorium
en el que se dedicaban a realizar copias de la
Regla de san Benito
, actividad que les permitía obtener buenos beneficios, y Bartolomé había hecho de aprendiz de un venerable monje con buena mano para el oficio. También era hábil en el cuidado de los enfermos, tal y como había podido comprobar Bernardo de primera mano. Ayudaba al hermano Jean, el enfermero, y pasaba una hora larga diaria trasteando en la enfermería, asegurándose de que no se apagara el fuego, ocupado en encender las velas para el oficio de maitines, en limpiar los cuencos utilizados para sangrar a los enfermos, en lavar los pies a los enfermos y en sacudirles la ropa para quitarles las pulgas.

Ayudó a Bernardo a ponerse en pie y dejó que el esqueleto humano se apoyara en su espalda mientras le aguantaba el orinal. Comentó, entusiasmado, la mejora del flujo y del color de la orina de su hermano.

—Venga —dijo Bartolomé cuando hubo acabado—, vamos a dar unos pocos pasos.

A lo largo de las semanas, los pocos pasos se convirtieron en muchos y Bernardo pudo empezar a dar cortos paseos para disfrutar del aire primaveral y asistir a misa. El viejo abad, Esteban, y su prior, Luis, permanecían fortificados en las antiguas costumbres benedictinas y, tal y como se admitieron el uno al otro, temían al estimado joven. Era un agitador, un reformista, y sus mentes provincianas no estaban a la altura de su intelecto ni de su poder de persuasión. Esperaban que se comportara como un huésped humilde y que les permitiera conservar los barriles de vino y a hermanas como la anciana y querida Clotilde.

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