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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (12 page)

BOOK: La llave del destino
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—No sigo los preceptos
kosher
—contestó Alon—, es que no me gusta la comida francesa.

Luc sonrió por su sinceridad.

—En fin, ¿qué te parece la cueva?

—Bueno, creo que has encontrado uno de los yacimientos más extraordinarios de la prehistoria. Precisará toda una vida de estudio. Ojalá pudiera vivir más años. Mira, Luc, no soy un hombre emotivo, pero esta cueva me conmueve. Siento una especie de temor reverencial por ella. La de Lascaux se ha calificado como la Capilla Sixtina del Paleolítico. Ruac es mejor. Los artistas de aquí eran maestros. Los colores son más intensos, lo que significa que poseían una tecnología de pigmentos excelente. Los animales son incluso más naturalistas que los de Lascaux, Altamira, Font de Gaume o Chauvet. El uso de la perspectiva es muy avanzado. Fueron los Da Vinci y los Miguel Ángel de su época.

—Opino lo mismo que tú. Mira, Zvi, tenemos la oportunidad de estudiar esto bien y de lograr un avance muy importante en la materia de la que has escrito con tanta elocuencia: ¿por qué pintaban?

—Ya sabes que soy un hombre de opiniones rotundas.

—Por eso te elegí.

—Hiciste la elección adecuada —dijo Alon sin la menor modestia—. Como sabrás, he sido duro con Lewis-Williams y Clottes por sus teorías chamanísticas.

—Ambos me han compadecido —contestó Luc—. Pero te respetan.

—Siempre he pensado que ponen demasiado énfasis en observaciones del chamanismo moderno de África y el Nuevo Mundo. Toda esa idea de que la pared de la cueva es una membrana entre el mundo real y el de los espíritus y que el chamán es una especie de Timothy Leary hasta arriba de alucinógenos y con la piel cubierta de pigmentos… resulta difícil de creer. Sí, la gente de Ruac y Lascaux eran
Homo sapiens
, como nosotros, pero sus sociedades se encontraban en un estado continuo de transformación, no eran estáticas como las culturas modernas de la Edad de Piedra. Por eso no puedo aceptar extrapolaciones de la etnografía moderna. Tal vez no había diferencias neurológicas entre nuestro cerebro y el suyo, pero, por Dios, había diferencias culturales que sencillamente no podemos entender. Ya sabes cuál es mi postura. Soy de la vieja escuela, un descendiente directo de Laming-Emperaire y Leroi-Gourhan. Opino que hay que dejar que el análisis de la arqueología hable por sí solo. Fíjate en los tipos de animales, las parejas, los grupos, las asociaciones. Luego se pueden adivinar las historias mitológicas comunes, la importancia de los clanes, intentar encontrarle el sentido. Piensa en ello, durante un período que abarca al menos veinticinco mil años, un espacio de tiempo enorme, utilizaron un conjunto básico de motivos animales: el caballo, el bisonte, el ciervo y los toros, y en ocasiones también felinos y osos. Pero nunca renos, a pesar de que los comían, ni pájaros ni peces (bueno, quizá alguno que otro), y tampoco árboles ni plantas, al menos hasta ahora. No pintaban aquello que les gustaba. Estos motivos tienen su razón de ser. Pero…

Dejó la frase en el aire, se quitó las gafas y se frotó sus ojos legañosos.

—¿Pero? —preguntó Luc.

—Pero Ruac me inquieta.

—¿En qué sentido?

—Con el paso del tiempo he acabado siendo más un estadístico que un arqueólogo. Me paso el día entero peleándome con modelos computacionales y algoritmos. Sé más que nadie del planeta sobre la correlación entre la posición de la cueva y los caballos que miran hacia la izquierda. ¡Pero hoy…! Hoy me he sentido más como un arqueólogo, lo cual es bueno, pero también me he sentido como alguien que no sabe nada, lo cual resulta inquietante.

Luc le dio la razón y añadió:

—Aquí vamos a encontrar mucho material revolucionario. No eres el único que va a tener que replantearse sus creencias. Todo el mundo tendrá que hacerlo. Basta con fijarse en la Sala de las Plantas. Y si es auriñaciense, algo con lo que no estás de acuerdo, y lo entiendo, entonces ¿qué?

—Sí, claro, son algo completamente nuevo. Pero es algo que va más allá. La configuración general del sitio me afecta. Los hombres pájaro, sobre todo. El de los bisontes, el que se encuentra entre la vegetación. Los miraba y no paraba de venirme a la cabeza la maldita palabra: chamán. —Le dio una palmada en la rodilla—. Como le digas a Lewis-Williams que he dicho esto, ¡te mato!

—Soy una tumba.

Pierre se acercó hasta ellos.

—¿Tienes un momento, Luc? —preguntó.

A Alon le crujieron las rodillas cuando se levantó. Se puso de puntillas y se apoyó con un brazo en el hombro de Luc para susurrarle unas palabras al oído con su cálido aliento.

—¿Podría ir solo a la cueva esta noche? Solo necesito unos minutos. Tengo que sentirlo yo mismo, sin apenas luz, como hacían ellos.

—Creo que debemos atenernos al protocolo, Zvi.

Alon asintió con tristeza y se fue.

Luc se volvió hacia Pierre.

—¿Qué pasa?

—Han venido un par de personas de Ruac a hablar contigo.

—¿Traen horcas?

—De hecho, han traído un pastel.

Los había visto antes. Era la pareja del café de Ruac.

—Soy Odile Bonnet —dijo la mujer—, y este es mi hermano Jacques.

Odile se dio cuenta de que Luc los había reconocido.

—Sí, el alcalde es nuestro padre. Creo que lo trató con brusquedad, así que…, bueno, aquí tiene un pastel.

Luc le dio las gracias y los invitó a su caravana a tomar una copa de coñac.

Ella tenía la sonrisa deslumbrante y el aspecto sensual de una estrella de cine de la época dorada que ya había dejado atrás sus días más gloriosos; no era su tipo, quizá un poco fácil y muy de campo, pero era de las que le gustaban a Hugo, sin duda. A pesar de que hacía frío, no tenía reparos en enseñar las piernas. Su hermano, de rostro inexpresivo y algo torpe, no parecía tan contento de estar allí. Permaneció en silencio, como si fuera un cero a la izquierda. Luc imaginó que ella lo había arrastrado hasta ahí.

Odile tomó un sorbo del coñac mientras su hermano lo tomaba a grandes tragos, como si fuera cerveza.

—Mi padre no es un hombre moderno —explicó ella—. Prefiere la calma y las viejas costumbres. No le gustan los turistas ni los forasteros, y menos los alemanes y los americanos. Cree que las cuevas con pinturas rupestres, en especial la de Lascaux, ha cambiado el carácter de la región, con el tráfico, las tiendas de postales y las camisetas. Ya sabe a qué me refiero.

—Por supuesto —dijo Luc—. Entiendo perfectamente su postura.

—Mi padre encarna la opinión de la mayoría de los habitantes del pueblo, por eso ha sido el alcalde desde que tengo uso de razón. Pero yo, mi hermano y yo, tenemos una mentalidad más abierta, y estamos emocionados con el descubrimiento. ¡Una cueva nueva! ¡Justo en nuestras narices! Debemos de haber pasado por delante de ella docenas de veces.

—Puedo organizar una visita —dijo Luc con entusiasmo—. No os imagináis lo importante que es tener el apoyo del pueblo. Sí, es un tesoro nacional, pero ante todo es un tesoro local. Creo que la implicación de las administraciones locales desde el principio servirá para moldear el futuro de la cueva de Ruac como institución pública.

—Nos encantaría verla, ¿verdad, Jacques? —El hermano asintió de forma automática—. También nos gustaría ofrecernos como voluntarios. Podemos hacer lo que prefiera: Jacques puede excavar o mover trastos de un lado a otro; es fuerte como un animal de carga. Yo puedo archivar papeles, sé dibujar bien. Cocinar. Lo que sea.

Se oyeron dos golpes en la puerta, que se abrió de golpe. Era Hugo, y llevaba una botella mágnum de champán adornada con un lazo rojo en el cuello.

—¡Hola! —Entonces, al ver que Luc estaba acompañado, añadió—: ¡Ah, lo siento! ¿Vuelvo más tarde?

—¡No, pasa! ¡Bienvenido! ¿Recuerdas a la agradable pareja del café de Ruac? Han venido a vernos.

Hugo entró en la caravana y centró de inmediato toda su atención en la mujer; cuando supo que el hombre que la acompañaba era su hermano, dijo en broma que el champán era para ella. Charlaron un rato, hasta que Odile descruzó las piernas y dijo que tenían que irse.

—La respuesta es sí —le dijo Luc—. Vuestra ayuda nos vendría de perlas en el campamento. El trabajo de excavación en la cueva estará muy restringido, pero aquí hay mucho que hacer. Venid cuando queráis. Pierre, el chico que os ha acompañado hasta aquí, os dirá qué podéis hacer.

En esta ocasión, la sonrisa que Odile le dedicó a Hugo no fue en absoluto ambigua. Luc percibió el mismo zumbido que sentía a veces en las inmediaciones de una línea de alto voltaje.

—Si hubiera sabido que estaba aquí habría venido ayer —dijo Hugo, que barrió con la mirada la caravana abarrotada—. ¿Es aquí donde duerme el famoso Luc Simard, codescubridor de la cueva de Ruac? No es precisamente Versalles. ¿Dónde duermo yo?

Luc señaló la cama libre que había en un extremo de la caravana, sepultada bajo la colada de Luc.

—Ahí. Tómate una copa de coñac y no te atrevas a quejarte.

Zvi Alon acorraló a Jeremy en la cocina, donde el estudiante se estaba preparando una taza de té.

—Luc me ha dado permiso para visitar la cueva a solas durante un rato —le espetó el hombre calvo—. Déjame la llave.

Jeremy se sentía muy intimidado por Alon y su fama de duro. Casi le temblaban las rodillas del miedo.

—Por supuesto, profesor. ¿Quiere que lo acompañe para abrir la puerta? No es fácil bajar hasta allí de noche.

Alon le tendió la mano.

—No es necesario. Cuando tenía tu edad estuve al mando de un tanque en el Sinaí.

Luc empezó a poner al corriente a Hugo sobre las actividades del primer día, pero mientras hablaba tuvo la sensación de que su amigo estaba inquieto. De pronto Luc se calló y le preguntó:

—¿Qué pasa?

—¿Por qué no me preguntas por el manuscrito?

—¿Hay alguna novedad?

—Supongo que no habrás oído hablar del cifrado César, ¿no?

Luc negó con la cabeza, impaciente.

—Bueno, es un código muy simple que utilizaba Julio César para enviar mensajes secretos. Es tan fácil que tu enemigo tendría que ser analfabeto para no descifrarlo. Basta con reemplazar cada letra por otra que se encuentra un número fijo de posiciones más adelante o más atrás en el alfabeto. La mayoría de los enemigos de César ni tan siquiera sabían leer latín, por eso le funcionó. Con el tiempo, los descifradores y los creadores de códigos compitieron entre sí para crear métodos más complejos.

Luc se puso rojo de ira.

—Vale, vale. Bueno, según mi contacto en Bruselas, uno de los genios de Voynich, nuestro manuscrito fue codificado con un método llamado el cifrado Vigenère, algo que es excepcional en sí mismo ya que se cree que se inventó en el siglo XVI. Parece que nuestro Bartolomé u otro colega se adelantó unos cuantos cientos de años a su era. No te aburriré con los detalles, pero es una variante mucho más complicada del cifrado César que, además, requiere conocer una serie de palabras clave secretas para descifrar el mensaje.

—Como no vayas al grano te mataré con mis propias manos —gritó Luc.

—Hoy por la mañana, antes de irme de París, el empollón belga me ha dicho que estaba a punto de descifrar unas cuantas páginas. Cree que hay al menos tres secciones, cada una con su propia palabra clave. Se estaba estrujando la cabeza con números, o con aquello con lo que trabajen los informáticos, y me dijo que me enviaría un mensaje de correo electrónico cuando tuviera algo definitivo. ¿Dónde puedo consultar el correo?

Luc lo agarró prácticamente de la chaqueta.

—En la oficina. Vamos.

Al pasar junto a la hoguera, Luc señaló a una mujer y le dijo a Hugo:

—Esa es Sara, por cierto.

Se arrepintió de inmediato, porque Hugo se dirigió hacia ella y se presentó como un viejo amigo de Luc, por no mencionar que era el codescubridor de la cueva.

—He oído hablar de ti —dijo Sara—. No puedo creer que no nos conociéramos cuando, bueno, ya sabes, Luc y yo…

—¡Yo también he oído hablar de ti! —exclamó Hugo—. Muy guapa, muy inteligente. ¡Ven aquí, Luc!

Luc se acercó, negando con la cabeza, consciente de la que se le venía encima.

—No crees problemas, Hugo.

—¿Problemas? ¿Yo? Es que, bueno, Sara, voy a ser sincero. Esta noche he conocido a una señorita y me gustaría pedirle una cita, pero he pensado que quizá se sentiría menos intimidada si la invitara a una cita doble. ¿Por qué no nos acompañáis Hugo y tú algún día de esta semana? Solo voy a estar unos días aquí.

—Joder, Hugo —gruñó Luc.

—Me encantaría —dijo Sara, lo que desconcertó a Luc pero dibujó una sonrisa de complicidad en el rostro de Hugo.

—Entonces ya está decidido. Lo único que tengo que hacer ahora es pedirle una cita a la señorita en cuestión. Ya te contará Luc lo que pienso del campo. Pero gracias a ti resultará más llevadero.

Luc encendió las luces de la oficina. El suelo del pequeño y robusto edificio vibró con el estruendo del generador. Se conectó a internet y dejó que Hugo accediera a su portal de correo electrónico.

Su pulcro amigo sacó pecho y le comunicó que tenía veinte mensajes nuevos, varios de amigas, y entonces vio el importante.

—¡Ah, es nuestro descifrador!

Abrió el mensaje.

—¡Fantástico! Dice que ya tiene seis páginas. La palabra clave de la sección era NIVARDO, sea lo que sea lo que eso signifique. Ha enviado las páginas descifradas como archivo adjunto y dice que se pondrá manos a la obra con la siguiente sección enseguida.

—¿Qué dice? —preguntó Luc.

—Espera, déjame abrirlo. No creo ni que lo haya leído. ¡Solo le interesa el código, no el texto! Además, dice que está en latín, que para nuestro amigo belga es un cifrado más, y de los aburridos.

Hugo echó un vistazo al documento para acostumbrarse al tono.

Luc se arrimó a su hombro y Hugo empezó a leer. Enseguida dejó el tono neutro de un traductor, puesto que el lenguaje era demasiado volátil, y reprodujo con vehemencia las palabras del anciano monje.

Estoy convencido de que hallaré una muerte horrible y dolorosa. A diferencia de un mártir que muere por sus creencias y su devoción, yo moriré por el conocimiento que poseo. Ya se ha derramado mucha sangre y aún ha de derramarse mucha más. Perder a un amigo no es algo fácil. Perder a un hermano es horrible. Perder a un hermano que también ha sido un amigo durante casi doscientos años es insoportable. Yo enterré tus huesos, querido Nivardo. ¿Quién enterrará los míos? No soy un santo, oh, Señor, sino un alma lastimosa que se desvivió por el conocimiento. ¿Desplazó esta pasión mi amor por Ti? Rezo para que no haya sido así, pero es mi Dios quien debe juzgarlo. Pagaré mis pecados con sangre. No puedo confesarme con mi abad puesto que está muerto. Escribiré mi confesión hasta que vengan a por mí. Ocultaré su significado en un cifrado creado por el hermano Jean, un erudito y un alma afable a quien añoro muchísimo. El conocimiento que alberga mi confesión no está destinado a todo el mundo, y cuando me haya ido, desaparecerá. Si alguna vez lo encuentra alguien será porque a Jesucristo le ha parecido adecuado revelarlo por motivos que solo Él conoce. Soy un escriba y un encuadernador de libros. Si el Señor me diera tiempo suficiente para acabarlo, encuadernaré el libro y se lo dedicaré a san Bernardo. Si el libro se quema, que así sea. Si es hecho pedazos, que así sea. Si lo encuentra otro hombre en su escondite y desentraña el significado de las palabras, a ese hombre le digo que Dios se apiade de su alma, porque el precio que pagará será muy alto.

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