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Authors: Glenn Cooper

Tags: #Intriga

La llave del destino (31 page)

BOOK: La llave del destino
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Y regresó a la cueva.

Meditó sobre el significado de la experiencia. Los ancestros le estaban lanzando una advertencia, sin duda. Iba a tener que mantenerse alerta, pero eso lo hacía siempre. Era una de las responsabilidades del jefe del clan del Bisonte. Tenía que proteger a su gente. Pero ¿quién iba a protegerlo a él?

Estiró el brazo para intentar acariciar a Uboas, pero solo alcanzó la piel de bisonte. Habían concedido al hijo del hijo de Tal, Mem, el honor de dar muerte a ese bisonte. Ese joven excepcional, que llevaba el nombre de Tala, en honor a su abuelo, se parecía más a Tal que el propio Mem.

Tala mostraba gran interés por las plantas y la sanación, era experto en la talla de sílex y poseía la misma habilidad que Tal para reflejar la fuerza y la majestuosidad de un caballo al galope trazando un simple perfil de carbón y grafito. Tal siempre había sentido gran cariño por el chico, como si fuera su segundo hijo, porque, ¡ay!, su verdadero segundo hijo, Kek, había salido a cazar un día solo, pues era así como le gustaba hacerlo, para demostrarle su valor a su padre. Parecía encontrarse sumido en un perpetuo estado de ira y frustración, y en ocasiones descargaba su resentimiento contra su hermano y su padre; carecía del temperamento necesario para ser un segundo hijo. Nunca regresó. Lo buscaron y no encontraron ni rastro. Todo sucedió mucho tiempo atrás.

En la tranquilidad de la cueva y la profundidad de la noche, Tal quería disfrutar de un sueño apacible y reconfortante, sin pesadillas. Una simple huida hacia la nada. Descansar de sus temores y aprensiones habría sido un regalo, pero era incapaz de conciliar el sueño. Dentro de poco tendría que irse para que Uboas no fuera testigo de su arrebato de rabia.

Intentó pensar en cosas felices, en el orgullo que sentía por su hijo Mem, en el amor por su nieto, en la certeza, basada en lo que sentía en sus entrañas, de que el clan del Bisonte estaría en buenas manos. Pero entonces los viejos pensamientos invadieron su mente, pensamientos sombríos que empezaron a oscurecerle la mirada, el presagio de la Ira de Tal.

Se había abalanzado sobre él como un hombre se abalanza sobre un ciervo que bebe en un estanque.

Un día, años antes, se dio cuenta de que Uboas estaba envejeciendo y él no. Al principio no le dio importancia, pero a medida que fue pasando el tiempo se fijó en que la melena de su compañera estaba surcada de vetas blancas, y su piel, en el pasado suave como el huevo de un pájaro, se había ajado. Sus pechos, antes firmes, empezaban a colgar flácidos. En ocasiones cojeaba y se aplicaba en las rodillas una cataplasma que le preparaba Tala.

Y su hijo Mem también envejecía. A medida que iban pasando las estaciones y los años, Mem parecía más su hermano que su hijo, y ahora incluso parecía mayor que él. Supuso que con el tiempo Tala y él aparentarían la misma edad.

De hecho, todos los miembros de su tribu envejecían ante sus ojos. Los ancianos morían, los jóvenes envejecían y nacían nuevos miembros. El ciclo de la vida proseguía para todo el mundo salvo para él.

Era casi como si el río del tiempo se hubiera detenido para Tal pero hubiera seguido fluyendo para los demás.

Los ancianos del clan debatían este misterio en pequeños grupos, y los más jóvenes hablaban de Tal cuando salían a cazar. Las mujeres susurraban cuando se reunían para coser pieles, descuartizar animales o escamar pescados.

Nunca habían tenido un jefe como Tal. Lo amaban por su fuerza, sus grandes dotes y por el modo en que protegía al clan. Lo temían por el poder que ejercía sobre el tiempo.

La tristeza embargó a Uboas, que se mostró más reservada. Era la compañera del jefe, pero su prestigio había disminuido a lo largo de los años: primero se había quedado estéril y luego se había vuelto cada vez más decrépita. Mujeres jóvenes y sin compañero miraban con anhelo el cuerpo musculoso de Tal, y ella se imaginaba que yacía con ellas.

Sin embargo, nadie estaba más preocupado que Mem. Su destino era convertirse en jefe y deseaba con todas sus fuerzas que eso sucediera. Siempre había sentido gran amor y respeto por Tal, pero con el tiempo había acabado convirtiéndose en un rival. Ahora parecía mayor que su propio padre y sospechaba que moriría antes que él y que nunca llegaría a ser jefe del clan.

Padre e hijo apenas se hablaban. Alguna que otra palabra, un gruñido. Tal buscaba a su nieto para saciar su necesidad de amor filial y era Tala quien lo acompañaba a pintar en la cueva sagrada. A Mem le molestaba esa situación. En su juventud, él había sido el elegido para pintar junto con su padre, y fue él quien dibujó las primeras manos que tanto lo habían entusiasmado. Ahora era Tala quien gozaba de ese honor. Debería haberse mostrado orgulloso, pero eran celos lo que sentía.

Cuando llegaba el momento de la iniciación a la edad adulta todavía llevaban a los jóvenes del clan del Bisonte a la cueva, les daban el cuenco de Agua del Cielo y, cuando podían tenerse en pie de nuevo, Tal los conducía a lo más profundo de la cueva para rendir homenaje a las criaturas que merecían su respeto.

El bisonte, por encima de todo, su espíritu hermano en el mundo animal.

El caballo, que gracias a su rapidez y su astucia nunca podía ser conquistado.

El mamut, que hacía tronar el suelo, podía destruir a cualquier enemigo con un golpe de los colmillos y no temía a nada, ni tan siquiera al hombre.

El oso y los leones, los amos de la noche, que tenían más probabilidades de matar a un hombre que viceversa.

Tal nunca pintaba ciervos. Aunque abundaban, eran estúpidos, unas presas fáciles. No eran dignos de su respeto. Eran comida. Tampoco eran dignas de su respeto las criaturas más humildes de la tierra, el ratón, el murciélago, el pez, el castor. Eran alimento, no seres dignos de alabanza.

Tal tomaba Agua del Cielo a menudo, hasta cinco o seis veces cada ciclo lunar. Volar le confería sabiduría. Le proporcionaba consuelo. Le causaba placer. Y, con el tiempo, alcanzó una conclusión inevitable. Empezó a sospechar que le insuflaba vigor y le impedía envejecer mientras los demás sí lo hacían. Incluso acabó gustándole cómo se sentía durante la fase de furia. Creía que cuando bramaba encolerizado los ancestros podían oírlo. Era un hombre poderoso y temido.

No pensaba restringir la práctica ni hacerla universal. Estaba por encima de todos los demás. Era Tal, jefe del clan del Bisonte y guardián de la cueva sagrada. Mientras la cebada creciera, las enredaderas treparan y las grosellas maduraran, él prepararía su agua caliente y roja en el cuenco de su madre. Para volar.

El clan había levantado un campamento nuevo de verano junto a un recodo del río, donde abundaba la pesca y la tierra drenaba rápidamente tras un aguacero. Los acantilados se alzaban tras ellos y protegían su retaguardia de todo salvo de los osos más ágiles. Las principales preocupaciones se encontraban río arriba y río abajo; de noche los más jóvenes hacían guardia. Para llegar a terrenos propicios para la caza tenían que caminar dos horas río abajo, hasta un lugar donde acababan los acantilados, pero en conjunto era una buena ubicación y no se hallaba muy lejos de la cueva de Tal.

El primer indicio de que había problemas llegó cuando un águila cambió su patrón de vuelo y dejó de volar de la cima de los acantilados hasta el río y empezó a volar en círculos río abajo.

Tal se dio cuenta. Estaba ensamblando una punta de sílex en un trozo de cuerno para hacer un cuchillo nuevo. Dejó caer un pedazo de tendón para ver el ave. Entonces, no muy lejos, una bandada de perdices levantó el vuelo de forma súbita. Dejó el cuchillo en el suelo y se puso en pie.

Desde que lo habían nombrado jefe, el clan había crecido moderadamente y ahora estaba formado por unas cincuenta personas. Llamó a su gente para que saliera de las tiendas y lo escucharan. Quizá se avecinaban problemas. Mem debía formar una pequeña avanzadilla con los mejores hombres para ver qué encontraba.

A Mem casi le sorprendió que le asignaran la misión a él en vez de a Tala, pero se lo tomó como una señal de favor y agarró su lanza con entusiasmo. Eligió a seis hombres jóvenes y a su propio hijo, pero Tal se opuso y exigió que Tala se quedara en el campamento. Mem se enfureció. La decisión de su padre enviaba el mensaje al clan de que él era prescindible, pero el valioso Tala no. A pesar de todo, obedeció y partió con sus guerreros.

Tala preguntó por qué no le había permitido ir con ellos. Tal se dio la vuelta y se negó a responder. Todo se debía a la visión que había tenido, por supuesto. Algo iba a suceder. Lo presentía. No quería poner en peligro a su hijo y a su nieto. El clan iba a necesitar un jefe, y Tal creía que este debía proceder de su linaje.

Todos dejaron lo que estaban haciendo y se limitaron a esperar a que la avanzadilla regresara. Los hombres prepararon las lanzas y las hachas. Las mujeres no dejaron que los niños se alejaran demasiado. Tal no paraba de caminar por la hierba pisoteada del campamento, observando el águila, escuchando los reclamos de los pájaros, olisqueando el viento.

Al cabo de un rato se oyó un grito. El grito de un hombre. No era un grito de miedo, ira o angustia, sino de proclamación. Los hombres regresaban. ¡Había noticias!

Mem apareció el primero dando grandes zancadas con sus largas piernas. Tenía la respiración entrecortada, pero llevaba la lanza a un lado, no levantada por encima del hombro en actitud ofensiva.

Exclamó algo que dejó atónito a todo el mundo e hizo que Tal se tambaleara.

¡Kek había vuelto!

Su hermano. El hijo pequeño de Tal. ¡Había vuelto!

Los demás miembros de la tribu siguieron a su jefe, pero llevaban las lanzas en alto y miraban hacia atrás, por encima del hombro, con nervios.

Kek había vuelto, le explicó Mem, pero no estaba solo.

Formaba parte del pueblo de la Sombra.

Tal preguntó si era su prisionero, pero según Mem no era así. Tal preguntó por qué había vuelto. Y qué hacía con los otros.

Mem contestó que el propio Kek se lo contaría. Se había ofrecido a ir solo. El pueblo de la Sombra no entraría en el campamento.

Tal accedió y Mem desapareció entre la alta vegetación.

Y un padre invirtió el poco tiempo de que disponía para prepararse para su hijo pródigo.

Cuando Mem regresó, lo hizo acompañado de un hombre al que Tal reconoció de inmediato pero al mismo tiempo no.

El hombre tenía los ojos azules, la frente alta y la inconfundible nariz prominente que caracterizaba a los parientes de Tal.

Sin embargo tenía el pelo distinto, pues se había convertido en una masa de colas de rata negras y enredadas, y una barba muy desigual que hacía que su cara pareciera más grande de lo que era. Y su ropa. Los hombres del clan del Bisonte acostumbraban a llevar una especie de pantalones y un sayo hecho con piel suave de ciervo cosidos con tendones. Kek llevaba una prenda de piel de ciervo basta, una única pieza atada en la cintura con un cinturón trenzado. Sostenía una lanza pesada y gruesa, más corta que la que llevaba el día de su desaparición, muchos años antes.

Se había convertido en uno de ellos.

Tenía que contarles una historia y procedió a hacerlo sin mencionar la extraordinaria naturaleza de su regreso. Al principio le costó encontrar las palabras, señal de que no había utilizado su lengua nativa desde hacía mucho tiempo. A medida que se fue soltando, empezó a hablar de forma sincopada, clic, clic, clic, como un hombre que talla un bloque de sílex.

Ese día, largo tiempo atrás.

Estaba cazando solo.

Seguía a un corzo mientras un oso lo seguía a él.

El oso lo atacó sin piedad.

Le arrancó la lanza.

El cuchillo, el de sílex blanco que le había hecho Tal, le salvó la vida. Le pegó un tajo en el ojo al oso y el animal huyó corriendo.

Quedó herido en el suelo, sangrando a causa de los zarpazos. Gritó para pedir ayuda pero luego se quedó dormido.

Kek se despertó en el campamento del pueblo de la Sombra, aunque más tarde descubrió que se hacían llamar pueblo del Bosque. Ellos, por su parte, llaman al clan del Bisonte el pueblo Alto. Se sentía muy débil. Durante varios meses una mujer joven permaneció a su lado, le dio de comer y le curó las heridas con barro.

Aprendió su lengua y llegó a entender que el jefe de la tribu y otros miembros habían debatido si debían matarlo o no. La joven que lo cuidaba era la hija del jefe y lo protegió de cualquier daño.

Cuando Kek recuperó parte de las fuerzas, el jefe de la tribu le dijo que podía quedarse y enseñarles algunas costumbres del pueblo Alto o que podía irse. No lo matarían. La mujer era algo achaparrada y no era tan bonita como las del clan del Bisonte, pero había acabado amándola. Además, estaba cansado de ser el segundo hijo de Tal.

De modo que se quedó.

No tenían hijos, pues ella era estéril. Sin embargo, por extraño que pareciera, se quedó con ella y con el pueblo del Bosque. Ellos no creían que los ancestros estuvieran en el cielo. Morían y dejaban de existir. No respetaban al bisonte. Solo era comida, como cualquier otro animal, pero resultaba más difícil matarlo. No cantaban y reían como algunos miembros del clan del Bisonte. No tallaban pequeños animales en hueso y madera. Hacían buenas hachas pero la hoja de sus cuchillos eran de calidad inferior.

Intercambiaron algunos conocimientos. Kek les enseñó a tallar puntas de lanza tal y como hacían en el clan del Bisonte, y ellos le enseñaron a rodear y acorralar a un ciervo y a obligarlo a que se desempeñara por un acantilado sin lanzar ni una jabalina.

Kek era feliz con ellos; acabaron convirtiéndose en su clan.

Sin embargo, ahora su jefe sufría una crisis. Estaba envejeciendo. Solo engendraba hijas y temía morir sin un hijo. Pero cuando por fin nació el varón, se alegró y el clan también. Hacía una semana que el chico había enfermado y no mejoraba. Kek le habló al jefe de su clan de Tal y del modo en que curaba a la gente con plantas. Le habló de la cueva sagrada. El pueblo del Bosque inició la expedición hasta el campamento del pueblo Alto. Kek quería pedirle a Tal que curara al bebé.

Tal escuchó masticando con fuerza un pedazo de carne de ciervo seca. No tenían por costumbre permitir que un miembro del pueblo de la Sombra entrara en sus dominios. Era peligroso. Y estaba convencido de que los ancestros se opondrían a ello.

Sin embargo Kek le suplicó y lo llamó padre sabio. Le dijo que sentía haberse ido a vivir con los Otros. Le prometió que sus hombres no levantarían las lanzas cuando entraran en el campamento. Le rogó que curara al bebé del jefe.

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