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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

La llave maestra (12 page)

BOOK: La llave maestra
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—Entra y mira y calla, que de lo contrario con estas porras te machacaremos esa cabeza que traes ahí.

Yo esperaba al impresor fuera de la iglesia, por guardar las apariencias, pues no podía entrar, después de haber dicho a Laguna y Toledano que era judío. Pero desde allí escuchaba los cánticos, con harta nostalgia del claustro de mi tío en Granada, y los recuerdos que me traían. Y luego, Rinckauwer y yo nos íbamos a romper el ayuno a la taberna de un griego de Chíos, donde tomábamos un queso picante que él tenía, con un pan muy sabroso, rematado por semillas de sésamo. Solíamos acompañarlo de un tinto que ellos llaman tópico, esto es, un vino de la tierra, muy vivo, que salta y raspa y contenta. Otras veces otro más cerrado y bravo, como el nuestro de Toro, que el tabernero traía de su isla natal y nos degollaba los gaznates. Terminábamos con unos sorbetes, que es refrigerio muy gustado por los turcos, quienes de ordinario no toman vino. Cogen uvas o ciruelas pasas, o guindas o albaricoques, y los muelen, macerándolas con azúcar o miel en un recipiente de madera. Luego lo tapan y lo dejan fermentar durante dos o tres días y le añaden nieve al tiempo de servirlo, pues se toma frío. Se hace éste cada dos o tres días, más allá de los cuales no pueden tomar lo fermentado. Así, el zumo de uva de tres días aún es mosto, mas el de cuatro días es ya vino, según su ley.

Con esto, o una leche cuajada que llaman yogur, y muchas recuas de aceitunas, hablábamos y hablábamos. Con lo que me hice gran amigo del alemán Rinckauwer, y me enseñó el arte de imprimir. Sólo algo recelaba de él, y es que algunas veces, estando en amena conversación, alguien venía a buscarle, o le hacía una seña, y él se ausentaba al momento, y tardaba tiempo en aparecer, y nunca daba explicación alguna, a pesar de verle regresar en más de una ocasión con golpes en el rostro y la ropa rota. Lo cual me hizo pensar que, además de la imprenta, algún negocio poco apacible se traía. Le vi, en particular, en grandes conciliábulos con Moisés Toledano, el hermano menor de don José, que hacía frecuentes viajes, en especial a Bursa, ciudad próxima a Estambul, donde tenían sus almacenes de seda.

En aquella próspera colonia oía hablar por todos lados el español que llaman ladino, de manera que no tenía la sensación de un encierro, sino de encontrarme en mí sitio. Y me sabía seguro con tal de no salir de ella, pues en ese mismo momento el almirante Fartax me habría reclamado al sultán y hecho empalar. Sobre todo, sabiendo que mis salvadores eran los Toledano, con quienes mantenía fuerte hostilidad. No osaba, sin embargo, molestarles dentro de sus dominios, que ellos mismos administraban, por ser mucha la deferencia que les mostraba el sultán, a quien don José visitaba cada semana.

Era difícil ponderar el predicamento e influencia de los hebreos en Estambul, donde contaban con más de diez mil casas, de las cerca de cien mil que hay en la ciudad, frente a las sesenta mil de los turcos y cuarenta mil de cristianos. Alguien me dijo que se habían juntado en aquel Imperio Otomano cerca de millón y medio de judíos, que es cifra tan enorme que no sé si acabar de creerla. Pero, ciertamente, era mucha su tierra. Tenían sus tiendas por toda la ciudad, incluido el Gran Bazar, donde por el cerrado concurso de gentes hay que caminar de costado, se dan muchos hurtos y se cortan hartas bolsas monederas.

Estaba yo ufano con mi nueva y regalada vida. Los Toledano eran gente rica y respetada; la casa, espléndida; se comía bien, y el trabajo colmaba todas mis aspiraciones. Mucho leí y aprendí en aquella imprenta. Mucho se holgó, asimismo, don José al comprobar mi buen desempeño. Y estaba, sobre todo, Rebeca Toledano, la hija de mi amo. Una hermosísima moza, que no alcanzaría ni los veinte años.

—¿Veinte años tenía mi madre cuando la conocisteis? —le interrumpe Ruth.

—Creo que diecinueve. Aún muchacha de cuerpo, pero muy mujer en el trato y discreción. Su padre la adoraba, llamándola «mi turquesa», por sus cautivadores ojos azules. Le había regalado un joyero a juego que valía un Potosí y causaba la admiración de cuantos la veían en la sinagoga, ciñendo con él su pelo azafranado, que parecía iluminar como una antorcha cualquier lugar en el que entraba.

Un buen día que estaba en la imprenta oí gran alboroto en la calle, y salí junto con Meltges Rinckauwer, por averiguar lo que sucedía. Alcanzamos a ver numeroso séquito, compuesto de cuatro carros bien aderezados y no menos de cuarenta caballos. Eran judíos, a juzgar por el habla, pero no se tocaban con gorros anaranjados, como les era obligado, ni azules, como los llevan los griegos y otros cristianos, sino a la veneciana. Y alcancé a escuchar a alguno que conversaba en italiano.

Indagamos qué gente era aquélla y qué sucedía, y nos respondieron que estaba de vuelta Noah Askenazi, el administrador de don José Toledano. Me pregunté qué clase de administrador era aquél que venía con más pompa que el propio administrado. No tardé en tener contestación, pues salió de uno de los carros. Bastaba verle para conocerle. Era de algo más edad que yo, alto de cuerpo, flaco y seco de carnes, la barba rala, el pelo declinando a pajizo. Y pecoso. Traía taimado el arco de las cejas, los ojos grandes, saltones, encendidos y encarnizados, aunque velados por unos párpados cernidos a media asta. La nariz cabalgaba filosa y corcovada sobre la boca prieta, afilada en una desganada sonrisa de suficiencia.

Supe después a qué se debía su altivez. Se creía llamado a grandes destinos, porque había nacido circuncidado, como se dice que lo fueron Moisés o el rey David. Era él quien manejaba todo el dinero de don José Toledano, que era mucho. Viajaba a Venecia, Lyón, Amberes y Amsterdam, y lo invertía en los valores más seguros, según iban los precios. Unas veces en especias, otras en seda, o bien en diamantes. Lo cual le daba gran poder, porque no sólo tenía en sus manos el capital de don José, sino el de todo un consorcio para invertir, de lo que obtenía un diezmo, consiguiendo al cabo con sus comisiones más que cualquiera, pues se reservaba las mejores tajadas. Como intermediario que era, con todos procuraba llevarse bien. Lo mismo trabajaba para turcos que para españoles, venecianos, franceses, alemanes o flamencos. Y es que, en realidad, siempre trabajaba para sí mismo.

Pocos se atrevían a enfrentarse a él. Sus amenazas no podían ser ignoradas. Su red de agentes comerciales en todos los países importantes le tenían al corriente de cuanto sucedía en Europa. Sabía antes que nadie qué hacía el Papa, dónde andaba el rey de España, qué guerra armaba Francia, qué negocios Inglaterra, o bien si hubo tal refriega y venció fulano, o tal desgracia y así quedó el trance.

Llegaba en ese momento de Italia y había traído consigo un maestro relojero de Cremona, junto con sus ayudantes, para que construyeran uno de aquellos artefactos de medir el tiempo. No gustaba mucho la idea al viejo Toledano, pues decía que aquel ingenio cortaría su tiempo y sus vidas en lonchas, como las longanizas que comían los cristianos. Además, los turcos no permiten su uso, ni el de campanas, porque disminuirían la autoridad de los muecines, por cuyo canto y llamada a la oración se guían los musulmanes cinco veces cada jornada.

Pero pienso que esto no era obstáculo para Askenazi, sino acicate. Si lograba el permiso del sultán para la campana del reloj, demostraría su poder, en especial contra Fartax, de quien era enemigo acérrimo. Como ya lo había hecho con la imprenta, que también había sido idea suya, y le había valido gran prestigio entre la colonia judía, como una muestra más de su prosperidad y pujanza.

Todo lo tenía perfectamente calculado Noah Askenazi. No era hombre que diera un paso sin pensar muchas veces sus pros y sus contras. Y allí fue donde se empezó a ver que tenía planes muy ambiciosos, y que todo aquello no eran sino piezas de un mismo juego. Pronto empezó a construirse el reloj, que se alzaría sobre una torre cercana a nuestra casa o, por mejor decir, la casa de don José Toledano donde yo vivía.

En cuanto a la imprenta, no le gustó mi presencia allí. En vano le explicó Rinckauwer la calidad e importancia de mi trabajo. En vano insistió José Toledano que yo me quedaría por razones que no tenía por qué explicar, concernientes a mi seguridad y parentesco lejano con su familia. Todo fue en vano. Por alguna extraña razón, mi presencia en aquel lugar estorbaba los planes de Askenazi. Dijo él que ya me buscaría ocupación en el reloj… Hasta que intervino Rebeca. Fue en mi presencia, de modo que oí muy bien sus palabras:

—Raimundo Randa seguirá en esa imprenta. Yo la mantendré, si es necesario, a costa de mi dote.

Noah Askenazi quedó demudado. Se decía que la dote de Rebeca Toledano no bajaba de los trescientos mil ducados, suma de la que pocas reinas podían presumir en Europa.

Desde aquel punto supe que me había ganado un enemigo mortal, pues era de dominio público que Askenazi tenía pedida la mano de Rebeca. Traté de quitarle hierro a aquel tropiezo, ofreciéndome a trabajar también en el reloj, llegado el momento. El administrador aceptó, sin demostrarme aún su odio. Era demasiado astuto. Antes bien, hizo como que me tomaba bajo su protección, por no revelar su condición verdadera.

Me di cuenta, entonces, a qué se debía su poder y ascendiente sobre los Toledano y el consorcio: sin él no podían dar un solo paso, a riesgo de arruinarse. Pero era evidente que ni a Rebeca ni a su padre les gustaba en realidad aquel hombre, a quien a solas llamaban el Alemán o Poca Sangre, porque era pálido de cara, y mantecoso de tez. Sin embargo, éste tenía de su parte a la mujer de don José y madre de Rebeca, doña Esther, una matrona bigotuda y beata, mucho más joven que su marido, y a la que Askenazi sepultaba en regalos, manejándola a su antojo.

Don José y Rebeca eran muy diferentes de ellos, y sólo daban al dinero un relativo valor. Como buenos sefardíes, se consideraban auténticos aristócratas. Y cuando se referían a los judíos del norte, los alemanes o askenazíes, los llamaban «ellos» ó «ésos». Si una muchacha venía a buscar a Rebeca, y era sefardí, su padre la anunciaba así: «Raquel ha venido a verte», o el nombre que fuera. Pero si era tudesca, decía: «Una niña askenazí ha venido a verte», aunque supiera perfectamente cómo se llamaba.

Todo esto me hizo concebir algunas esperanzas. Después de todo, se suponía que yo era un Toledano. Bien se me alcanzaba que un cautivo fugado, un pobretón como yo, nunca podría aspirar a tan rica y hermosa heredera. Rebeca lo sabía, y parecía gozarse en ello, aunque luego me di cuenta de que lo hacía para aguijonearme. Todo empezó como un juego propio de nuestra juventud encendida y, cuando ya nos quisimos dar cuenta, no podíamos vivir el uno sin el otro.

Tenía una bellísima voz. Solía cantar a solas, mientras tejía en el telar; pues con cada ritmo llevaba el punto y ornamento del tapiz o alfombra en que se ocupaba. Sin embargo, no lo hacía en público más que en muy contadas ocasiones. Una de éstas se presentó el día en que llegó un correo urgente de los Taxis.

Fue recibirlo y alborotarse la casa. Empezó a hablarse, entre susurros, de la llegada de los diez Juramentados. Me pregunté quiénes serían aquellos. Sobre todo después de que mandaran sacar los mejores ajuares y vajillas, y disponer todo para recibir a gente de calidad. Nos dieron instrucciones de que nada de aquel ringorrango se notase fuera, sino que pareciese una reunión de familia.

A lo largo de un mes fueron llegando correligionarios que venían de distintos lugares del Mediterráneo. Aunque hicieron todo lo posible por pasar desapercibidos, noté cómo los cumplimentaba Askenazi, y supuse al principio que era él quien convocaba aquel cónclave para reunir a los de su consorcio, aquellos cuyos dineros él movía en busca del mejor postor. Pero pronto me di cuenta de que aquélla no era gente sólo de bolsa. Parecían más afectos a José Toledano que a su administrador.

Muy intrigado me quedé con lo que allí fue pasando. Me llamó la atención, sobre todo, el gran movimiento que se llevaban el hermano de don José, Moisés Toledano, y el impresor Rinckauwer, cuyas idas y venidas menudearon mucho más de lo habitual.

No tardaron en unirse a los recién llegados algunos amigos del lugar. Entre los cuales pude ver, por cierto, a mi oportuno salvador entre las mercancías del muelle, el médico Laguna. Todos eran sefardíes. Y por los conciliábulos que hubo durante su estancia, deduje que los diez Juramentados venían a tratar cuestiones de gran enjundia. Pues mientras andaban en ellas, a los demás nos mandaban fuera de la casa, pidiéndonos que no volviéramos hasta caída la tarde.

La noche de la despedida se hizo una cena en su honor.

Fue ésta gran cena, cargada de nostalgias y suspiros por la Sefarad perdida, aquella España que llevaban atravesada en sus pechos como un tormento. Y para levantar los rostros y los ánimos, don José Toledano pidió a su hija que cantara algo. «Algún romance de ésos que tú sabes, niña», fueron sus palabras. Rebeca se resistía. Hasta que nuestras miradas se cruzaron. Pareció cambiar de idea mientras mantenía sus ojos fijos en mí, aquellos gloriosos ojos de color turquesa. Se levantó, al fin. Alzó el talle y el pecho, soltó su pelo azafranado, echándolo hacia atrás con un gracioso movimiento de cabeza, y anunció que entonaría el romance de Diego de León.

Me quedé clavado en el sitio, sin poder moverme. Era aquélla una hermosísima canción que había oído muchas veces a mi madre, pues decía que en sus versos se narraba la historia de nuestros antepasados Clara y Diego, de los que descendíamos, y en cuyo honor ella y yo llevábamos esos mismos nombres. Pero, aun teniendo mi madre tan buena voz, para nada resultaba comparable a la de Rebeca, tan limpia que no necesitó más que un rabel que la acompañara:

En la ciudad de Toledo, y en la ciudad de Granada, ahí se criara un mancebo que Diego León se llama. El era alto de cuerpo, morenito de su cara, delgadito de cintura, mozo criado entre damas.

De una tal se enamoró, de una muy hermosa dama. Se miran por un balcón también por una ventana, y el día que no se ven no los aprovecha nada. Ni les aprovecha el pan ni les aprovecha el agua.

Rebeca me había mirado con especial intención al describir al mozo del romance, quien bien podría haber sido yo en aquellos mis buenos tiempos de ajetreada juventud. Ahora esperábamos todos que el rabel hiciera la vuelta del estribillo, para que ella continuara cantando:

Otro día en la mañana con don Pedro se encontraba. De rodillas en el suelo, a su hija demandaba. Don Pedro, dame a tu hija, a tu hija doña Clara. Mi hija no es de casar, que aún es chica muchacha. Por hacer burla del caso, a su hija lo contara:

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