La llave maestra (19 page)

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Authors: Agustín Sánchez Vidal

Tags: #Intriga

BOOK: La llave maestra
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Me quedé anonadado. Aquello no era lo convenido, si es que a aquellas alturas lo convenido valía algo. Significaba ir a España, y yo tenía que volver a Estambul lo antes posible. Ahora sabía bien el peligro que corrían Rebeca y don José Toledano a manos de Askenazi, que les traicionaba. Iba a replicar a sus palabras, cuando Artal añadió, secamente:

—Partiréis mañana mismo con una escolta. Aprovechad ahora para cenar algo y descansar.

No podía ponerme en evidencia. De modo que sólo se me ocurrió decir:

—Antes debo ver a Juanelo Turriano.

—Lo veréis en España —replicó—. Juanelo no está aquí. Marchó a Yuste con el emperador.

Esto que dijo lo acompañó Artal de un gesto indescriptible, que entonces no entendí en todo su alcance. Y fue llevarse la mano izquierda a la derecha, como conteniendo un dolor muy profundo. Supe más tarde que no sólo era dolor, sino odio, lo que salpicaba con su acre baba las palabras que acababa de pronunciar. Y en especial el nombre de Juanelo, con un rencor que me impresionó.

No tuve elección. Los dos soldados que en todo momento me habían vigilado me condujeron a una habitación bien guardada. A la mañana siguiente, me despertaron sin contemplaciones para llevarme hasta el puerto de Flusinga. Y una vez allí, no se marcharon del muelle hasta asegurarse de que el barco partía conmigo a bordo. Para entonces, mi inquietud había aumentado: aún llevaba en mis ojos la última imagen de Artal de Mendoza, aquel gesto al sujetarse la mano derecha con la izquierda, aquel movimiento mal medido que, en su impaciencia, le había llevado a dejar asomar, bajo el guante, no una mano de carne y hueso, sino metálica. De plata. La misma con la que había golpeado el rostro de mi padre en el pozo del castillo, antes de que lo sujetasen a la rueda para destrozar sus huesos uno a uno. Bastaría que aquel hombre averiguara quién era yo en realidad para que mi vida no valiera nada.

—¿Y cómo no te abalanzaste sobre él? —le interrumpe Ruth.

—Por las mismas razones que tú me lo desaconsejaste el otro día. Me habrían matado allí mismo, y sin haberme enterado de nada. Tenía que ser más astuto que mis enemigos, e ir averiguando con grandes precauciones por qué habían tramado la muerte de mi familia, y saber si en ello estaba implicado o no el propio rey Felipe II. Y todo sin que conocieran mi verdadera identidad, y sin descubrir mis cartas. Fueron estos planes lo que rumié en el barco, entre espesas bilis y vómitos, por el mareo, pues nunca me ha sentado bien el mar, y desde que salimos de Flusinga el capitán de la nave no dejó de largar vela.

Llegamos a Laredo en volandas. El tiempo era desapacible, y a mí me pasaba como al propio galeón que ahora estaba atracado sobre las agitadas y negras aguas del Cantábrico: ambos, resentidos, crujíamos por todas nuestras junturas. Pero no parecían dispuestos a concederme reposo alguno. En el muelle esperaba un arcabucero de a caballo, con su pequeña tropa. Rondaría los treinta años. El pelo negrísimo, junto a su prieta barba, resaltaba unos ojos de rara intensidad, en los que latía una pasión bien embridada.

Tan pronto hubo leído aquel militar las instrucciones que le trasladó el capitán del barco, no necesitó demasiadas palabras para que sus hombres le obedecieran con premura. Después de presentarse, con gran cortesía, me indicó nuestra ruta, y concluyó:

—Nos pondremos en marcha de inmediato. Hacia Valladolid.

—¿Cuánto nos costará llegar? —le pregunté, sin poder ocultar la fatiga que me invadía.

—Con este tiempo, seis jornadas. Los caminos están muy enfangados.

No dejaba de llover. Me salvó mi capote de correo, guarnecido con un pasamano fuertemente cosido a tres puntos, con sus mangas y portezuelas. Lo había conseguido en la posta de los Taxis, harto del hedor que aún despedían mis ropas, mancilladas en Ragusa. El arcabucero parecía conocer bien la zona. Cuando se lo hice notar, respondió, sin darle importancia, con aquel discreto aire de hidalgo:

—He nacido aquí cerca.

La conversación con aquel militar me confirmó que se trataba de un hombre poco común. Se llamaba Juan de Herrera. Había estudiado en la Universidad de Valladolid. Era culto y viajado. Tan curtido en las armas como en las artes y letras, a lo que pude ver. No estaba allí por casualidad. De tarde en tarde protegía los envíos más valiosos del rey. Averigüé que había entrado a su servicio hacía diez años, cuando don Felipe era príncipe heredero y Herrera aún no había cumplido los diecisiete, para acompañarle en el Felicísimo Viaje por tierras italianas y alemanas. Al cabo del mismo, permaneció a su lado en Flandes, durante tres años, tras los cuales había sido soldado en Italia y servido en la guardia del emperador Carlos hasta seguirle a su retiro en el monasterio de Yuste, adonde ahora nos dirigíamos.

—Aquel viaje fue, en verdad, felicísimo —aseguró Herrera—. Don Felipe apenas había cumplido los veintiún años, y hubo que mover más de tres mil hombres, entre tropas, criados, chambelanes, nobleza, clero y demás nube de cortesanos. Seis meses anduvimos, de España a Italia, de Italia a Alemania, como plaga de langosta, hasta hacer la entrada en Bruselas.

Nada dijo Herrera de lo más obvio: formar parte de aquel séquito suponía ser alguien cuando don Felipe ascendiese al trono. Y él, militar y cortesano bregado, había estado allí. Más tarde pude ver que era de los que no dejaba pasar ni una sola oportunidad para asentar su posición en la corte.

Le tanteé, con prudencia, para obtener de modo indirecto alguna información sobre Artal de Mendoza. Pero él se apercibió de inmediato y rehusó proporcionarme cualquier indicio. Me di cuenta, no obstante, de dos cosas: de que no le profesaba ningún afecto, y de que iba a resultar muy difícil que nadie me hablara del Espía Mayor. Aquel hombre de la mano de plata parecía infundir verdadero terror.

El tiempo empeoró al llegar a Peñaranda de Bracamonte e internarnos en los riscos de Gredos. Aún llovía más en El Barco, y se enfrió de modo violento e intempestivo en el áspero puerto de Tornavacas. Cuando arribamos a la vista de la Peña Negra, estábamos tan empapados y ateridos que dudamos en seguir adelante. Repasamos los cordajes de las mulas de carga y nos detuvimos al llegar a la Garganta de los Infiernos. Uno de sus hombres advirtió a Herrera de que no deberíamos dejar el valle, sino bajar por el río Jerte, camino de Plasencia, para luego remontar el Tiétar aguas arriba hasta llegar al monasterio de Yuste.

—¿Cuántas jornadas hará eso? —le preguntó el arcabucero.

—Al menos siete.

—No podemos perder tanto tiempo. ¿Hay algún atajo? El guía señaló hacia el sur:

—Por la Garganta de los Asperones. Ahorraríamos cuatro días de camino. Pasado mañana estaríamos en Jarandilla y, con un poco de suerte, quizá en Cuacos. Pero con este tiempo…

—Tomaremos el atajo —decidió Herrera—. Apalabraremos algunos hombres en Tornavacas, para que nos ayuden.

El esfuerzo resultó ímprobo. Pero al caer la noche del tercer día llegamos a la vista de Cuacos. Me sentí algo más alegre a la mañana siguiente, al despertar, abrir la ventana del alojamiento, comprobar que había dejado de llover, y aspirar el olor de las cidras, naranjas y limoneros que venía del patio. Me sorprendió tal movimiento de gentes en un lugarejo como aquél, apartado de cualquier población o ruta importante. La proximidad con el retiro del emperador había atraído a cortesanos que llevaban hasta allí sus intrigas.

Se decía que don Carlos todavía se interesaba por los asuntos de gobierno. Que había trajín de correos entre Yuste y la corte de Valladolid. Pero que su estado de salud hacía temer que le queda se poca vida. Todas estas noticias me alarmaron. No conocía yo el mensaje que traía de parte de Toledano y su consorcio, pero sí se me alcanzaba la importancia de la misión. Si la respuesta del emperador era negativa, mi viaje no habría servido de nada, y las vidas de don José y de Rebeca estarían en peligro. Pero ¿cómo intervenir en un negocio que ni siquiera conocía, y ante persona tan principal?

Mucho pensé en ello. Y me pareció, al cabo, que debía estar presente en la entrega del mensaje. En Bruselas no se me había permitido ver a don Felipe. Si ahora se lo daba a un secretario o empleado de cifra, como allí había sucedido con Artal, aquello quedaría en un papel más, un fleco dejado de lado por su hijo, que el fatigado don Carlos no estaría muy dispuesto a atender. Bien distinto sería si alguien le explicaba la calidad e importancia de las personas que se dirigían a él. Fue entonces cuando me acordé de la encomienda que Cardano me había hecho para su paisano Juanelo Turriano. Y al trasladar estas dudas y congojas a Herrera, me aconsejó:

—Si además de ese mensaje para el emperador traéis un recado para Juanelo, yo os acompañaré hasta él. Y en su compañía quizá podáis ser recibido directamente por el emperador, que le tiene en gran consideración. De lo contrario, habréis de conformaros con ver al secretario de don Carlos, Martín de Gaztelu.

Me pareció bien aquella observación del siempre discreto Herrera. Tan pronto como desayunamos, nos dirigimos a la casa de Turriano. Era una vivienda esquinera, al final de unos soportales con vigorosas zapatas y columnas de madera. Atamos los caballos a una de ellas y lo esperamos sentados en la fuente cercana.

Pregunté a Herrera por Juanelo. Me contó su nacimiento en Cremona, cerca de Milán, de origen muy modesto. Y cómo había aprendido los movimientos de las estrellas observándolas mientras era un pastorcillo. Me refirió también su ingreso en la corporación de relojeros casándose con la viuda de un maestro, único modo de remontar la infranqueable muralla social de los gremios.

—Fue allí, en Italia, donde entró al servicio del emperador, al arreglar un reloj astrario al que don Carlos tenía mucha afición, y nadie sabía reparar. Eso le valió de inmediato su estima.

Desgarbado como era, de apariencia tosca, tan distinto de los refinados cortesanos que le rodeaban, Juanelo Turriano había logrado cautivar al emperador hasta tal punto que ya nunca quiso separarse de él. Ni siquiera en el momento de su retiro al monasterio de Yuste. El monarca más poderoso del mundo pudo haberse llevado consigo cualquier cosa para su recreo. Pero eligió por compañía a Turriano y sus relojes.

—Es, sin duda, el mejor relojero e ingeniero de Europa —concluyó Herrera acercándose al caño de la fuente, y bebiendo un largo trago de agua—. Pero también es hombre muy franco e independiente en sus opiniones. Si lo que le proponéis es decoroso, os ayudará. Pero si no le gusta, os lo dirá sin rodeos, y será inútil insistir.

En estas consideraciones andábamos, cuando se abrió la puerta de la cuadra y oímos resonar contra el empedrado los cascos de un caballo. Lo traía de las riendas un hombre abultado y desproporcionado, de aspecto rústico. Turriano, sin duda. Costaba creer que aquel cuerpo desgalichado, que tan malamente disponía de sí mismo, pudiera haber concebido y realizado con sus propias manos mecanismos tan delicados. Aumentaba esta impresión su rostro, cabello y barba, como de gárgola roída por el tiempo. Las manos, grandes como mazos, estaban manchadas de esa herrumbre tenaz que el agua no limpia, y todo en él manifestaba las muchas horas de fragua.

Su gesto feroche, de ogro torpón, se dulcificó al ver a Herrera:

—Vos por aquí, don Juan —le saludó sonriente.

Al advertir que no estaba solo, me miró interrogante, y el arcabucero se aprestó a explicarle quién era yo, añadiendo:

—Os trae el mensaje de un amigo vuestro.

Le tendí la carta que le enviaba Girolamo Cardano, la abrió y posó los ojos sobre aquellos renglones escritos en su lengua. Suspiró, quizá vencido por la nostalgia de su Cremona natal. Le hicimos un hueco en el poyo de la fuente para que se sentara junto a nosotros. Al terminar su lectura, pasó largo rato examinando el dibujo de la máquina que le enviaba Cardano. Finalmente, se volvió hacia mí y me preguntó:

—¿En qué puedo ayudaros?

Antes de nada, debo entregar un correo al emperador.

—¿De parte de quién?

—De su hijo, don Felipe.

—¿Y dónde está el problema?

—Es que… —vacilé— de él depende la vida de dos personas que me son muy queridas… He de entregárselo en mano… Y darle cuenta de esas circunstancias… A ser posible.

—Ya veo Juanelo —rascó la barba—. Eso no será tan fácil… Tenemos un cuarto de legua hasta Yuste. ¿Por qué no me explicáis el asunto por el camino?

Subimos a los caballos y nos pusimos en marcha.

—¿Cuál es la disposición de ánimo del emperador? —le pregunté—. ¿Por qué se ha retirado don Carlos a un lugar tan apartado?

Turriano señaló el amplio paisaje que apuntaba bajo los tímidos rayos de sol, entre un silencio apenas roto por el mugir de algún buey y el espaciado canto de los pájaros.

—Es saludable, lo que él necesita —aseguró—. Desde su derrota en el sitio de Metz, Su Majestad ya no ha vuelto a ser el mismo. A menudo se lamenta de que el frío padecido en aquel espantoso cerco militar aún le recorre los tuétanos, de que los humores se le pudren en las articulaciones. Y luego está la gota, que le maltrata desde hace treinta años y le atenaza como un cepo. Además de la muerte de su madre, doña Juana, a la que llamaban la Loca, encerrada allá en lo alto de su torre de Tordesillas, viendo pasar nubes, estaciones y carretadas de trigo.

En ese momento intervino Herrera, más diplomático:

—Habría que decir que la victoria de su hijo en San Quintín le ha traído algún consuelo en estos últimos días.

Algo de eso hay —admitió Turriano—. Pero ahora se prepara a bien morir.

Se nos había unido y nos seguía, a prudente distancia, un herrero con su carro, pues Juanelo necesitaba cambiar el fuelle de la fragua. Nos detuvimos al encontrar en un recodo del camino a las lavanderas del emperador, que se dirigían al monasterio con la ropa de mesa y cama. El relojero las saludó por sus nombres, Hipólita e Isabel, para invitarlas a depositar en el carro los fardos que llevaban sobre la cabeza.

No tardamos en llegar a la vista del monasterio, escondido entre los árboles de una ladera orientada al mediodía. El boj olía intensamente bajo los cascos de los caballos, al ascender por la estrecha senda, entre los castaños, nogales y robles. Hasta que al ganar un repecho del embarrado camino apareció la entrada del edificio.

Incluso de cerca aparecía inmerso en el paisaje, que ya había empezado a amarillear por la proximidad del otoño. Pasada la tapia, adosado a la fachada sur de la iglesia, admiré el palacete, una edificación airosa y esbelta que a Juanelo le recordaba las villas italianas. Herrera, que parecía versado en arquitectura, mostró la rampa que permitía bajar al emperador a la huerta, y luego volverlo a subir hasta el zaguán a lomos de una mulilla, con el mínimo de fatiga y dolor para su estropeado cuerpo. Tras ello, el arcabucero se despidió para atender sus obligaciones.

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