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Authors: Marcela Serrano

Tags: #Narrativa, #Drama

La Llorona (10 page)

BOOK: La Llorona
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Al día siguiente fue Olivia a verme, consiguió entrar como abogada pues no era día de visitas. Contenta de mi recuperación, del color en mis mejillas, sólo las ojeras no le gustaron. (Cómo no, si me había pasado la noche en vela.) Hacendosa como siempre, ella traía un nuevo plan para mí. Sólo necesitaba mi consentimiento. Una beca en el extranjero. Una diplomatura en Servicio Social. Una corta antesala para trabajar en una fundación importante dedicada a la investigación del tráfico de órganos.

O eso o los tribunales, dijo Olivia. Cualquier intermedio es inútil: o vamos a la justicia o dejas el país.

(O tratas de recuperar a tu hija o la dejas vivir en paz.)

La escuché con desapego. Sus palabras me sonaban a otro mundo. Uno allá lejos, a una distancia inconmensurable. Donde ocurrían hechos irreales. Pero no lo dejé entrever. Sí. La beca me parece lo mejor, le dije, ya sabes que de la justicia no espero nada. Discutimos un poco. Construir la vida es más difícil que morir, me dijo; luego agregó: lo dijo un poeta ruso, no yo. Nos abrazamos. Ya ríes de nuevo, me dijo, estamos salvadas. La miré irse, caminar hacia la salida de la asquerosa sala de visitas. Por primera vez le había mentido. A ella, a quien yo tanto quería.

Hablé esa noche con Elvira, su última noche. Partiendo ella, yo haría aquella llamada. Los organismos de derechos humanos intervendrían. También la prensa. No podrían liquidar al príncipe. Sin mí lo van a dopar, le medicarán toda esa porquería. No, contesté, si actuamos con rapidez y coordinación, no alcanzarán a hacerlo. También le pedí la insulina.

Piensas escaparte, ¿verdad?

No le respondí, para aliviarla de toda responsabilidad. Pero la malicia que ella vio en mis ojos fue suficiente.

No seré yo quien te delate, me dijo.

Otra vez me faltaron las palabras. La muda. Ése era mi nuevo yo.

No hagas esa llamada hasta que yo me haya ido, me pidió Elvira. Viajaré mañana mismo hacia el sur, fingiré una enfermedad de mi madre y partiré a mi pueblo. Sólo al llegar daré aviso, para evitar presiones. Ya sabes, el director me quiere allí, en el centro de reclusión.

Olvídate del director. Cuando esto salga al aire, será de los primeros en caer.

Tienes razón. Mejor aún, pasaré el vendaval bien lejos. Y me sentiré limpia.

Y valiente, pensé.

Nos despedimos. La insulina quedaría al lado de la llave, en su escritorio. Nos fue difícil soltar el abrazo. No había forma humana de darle las gracias.

¿En qué lugar estaremos las dos cuando nos volvamos a encontrar?, me preguntó.

¡Quizá qué tiene pensado el destino! Ojalá no sea muy severo con nosotras. Aspiro a que algún día se vuelva juguetón.

Capítulo 3

M
ientras Elvira viajaba y mis compañeras gemían o hablaban solas, tendidas sobre sus camas después del almuerzo, me paré frente a la ventana y observé con detención. El paisaje no era hermoso, pero la libertad estaba allí. En esa loma, en esa carretera, bajo esos árboles raquíticos. Recordé cuánto respetaba mi madre los cuatro elementos. Casi con superstición. Sólo se alcanza el contento cuando se tienen los cuatro bien amarrados, decía allá en el campo. Por un instante creí que todo era perfecto. Al fuego lo atrapé yo, pensé, a propósito de la noche en el centro de reclusión. Sólo un cristal me separa de la tierra y del aire allí afuera, los siento ya, en la yema de los dedos. Ni siquiera los añoro, por qué habría de hacerlo si los tengo casi apresados. Falta el agua. El agua llegará cuando abrace una vez más a mi niña. La fuga.

Extraña sensación, la de tener parte de la vida de aquel hombre en mis manos, qué enorme regalo de los ángeles. Pensé en el significado del amor. Esa palabra debe pronunciarse con un cuidado especial para no dañarla. Cuando, al alba, dejé el pequeño cuarto que él ocupaba, me sentí hinchada por mis posesiones: el número telefónico, la dirección con la contraseña y sus manos y su boca para toda la eternidad.

A las seis de la mañana hice la llamada.

Ay, mamacita, ¡qué largo y tenso fue ese día! Cosí como nunca las sábanas en la terapia matinal. No nos dejaron salir del dormitorio luego del almuerzo. Pasamos las horas encerradas y sin noticias de por qué se nos cortaba nuestra rutina. Mejor para mí, ya que, de puro culpable, temía que alguien me mirara con ojos sospechosos. Cuando salí a hacer mi trabajo, el guardia que siempre me acompañaba me avisó que se cancelaba el cine. Contó que había personal del Ministerio de Salud visitando el hospital. Empecé a recorrerlo en busca de indicios. Nadie parecía interesado en los hechos, no sé bien si por temor o por costumbre de que nada de lo que allí sucediera podría cambiarles el destino.

A la noche, le ofrecí trenzas a la Bizca, para que mi expresión no me delatara a la hora del noticiero. Vi un trozo de la telenovela, para disimular. Cuando empezaron las noticias, escuché palabra por palabra. Apareció primero el director del centro de reclusión ofreciendo su renuncia. Pidió además la renuncia de un par de funcionarios de su servicio y del director del hospital psiquiátrico. Luego el ministro de Salud declaró que efectivamente habían encontrado al prisionero y que se iniciaría una investigación interna para aclarar los hechos. Y para encontrar a los responsables. Que era una vergüenza para el país y para el gobierno. Luego aparecía la jefa de la Cruz Roja Internacional, una francesa que hablaba muy mal nuestro idioma, diciendo que se estaba evaluando el estado de salud física y mental del prisionero. Que mantendrían a la gente informada. Mostraron fotografías de distintos momentos de su vida. Dieron su verdadero nombre.

Una cruz y una corona para mi príncipe.

Sólo la enfermera a cargo de mi pabellón pareció interesada. El resto no escuchó, cada una en su mundo propio. Escondida por las trenzas y la voluminosa cabeza de la Bizca, sentí la euforia. De saberlo vivo y bien. De que la operación hubiera resultado tal cual la pensó él. Pero la euforia no estaba sola. Se adhería a la tristeza porque lo había vuelto a perder.

Qué he sacado con quererte, ayayay. Ay.

Esa noche me quedé muy tranquila en la cama. El hospital parecía vacío sin Elvira. Un monstruo gigante, sin un habitante amigo. Por verme envuelta en tanto desamparo, soñé.

En el sueño, yo tenía dos perros grandes. Ambos con alas, volaban, me acompañaban, me cuidaban. Con ellos hacía las tareas del campo, ayudaba a nacer a los terneros, daba alimentos a los pollos y era feliz. Los perros se cruzaban y yo les pedía que me embarazaran. Porque quería tener un hijo con alas, como ellos. Pero se desató una tormenta y salí volando y se perdieron de mí. Los llamaba, desesperada, para que fuéramos a ver el trigo. No respondían. En cambio, aparecía un toro —también con alas—, me montaba en su grupa y me llevaba a recorrer el cielo. Sentándome en las nubes, me decía que yo no necesitaba alas, que él estaba a mi servicio. Una lluvia fuerte me arrojaba lejos de la nube y yo caía y caía interminablemente. Justo antes de llegar a la tierra y hacerme pedazos, me salvaba el toro. Y me nombraba directora del infierno. Yo tenía que elegir quiénes iban a qué pieza del infierno, porque éste tenía distintos espacios, unos mejores que otros. Iban de lo peor hasta lo casi soportable. A una rubia con un collar de brillantes la mandaba al más malo. Llegaba un niño harapiento que había robado una cucaracha. Yo le susurraba que se fuera por otro camino hacia el cielo, nada tenía que hacer aquí. Pero el toro me oía y se desataba un ruido de fuego y piedras que caían. Yo me abrazaba al niño. No lo solté nunca. Y juntos fuimos devorados en el espacio.

Al despertar, conmovida y aterrada, traté de buscar una explicación. Una que habría dado el terapeuta aquel que trabajaba con nosotras. Poco a poco llegaron las respuestas. Sí, mi vida había sido rota muchas veces por cataclismos, nunca lentamente o por opción, del campo al pueblo, del pueblo a la ciudad, del anonimato al liderazgo, de la libertad a la prisión. Vi mi condición de mujer como algo que podían arrancarme de cuajo, los perros, el toro, el infierno, todo ajeno o duro, al fin, nada mío. Y cómo no, las ganas de salvar a mi hija, a costa de todos, como el primer día. Ella era el niño de la cucaracha que va a vivir con otros padres, simbolizados por el infierno, lugar al que llega indebidamente. Y yo deseo devolverlo a mí, que soy el cielo. También en el sueño fracaso. Termino matándolo al no soltarlo. Como la Llorona.

IV: Flor
Capítulo 1

L
a potencia está en la necesidad. Y la mía era escapar. Por supuesto, me favoreció el caos en que se sumió el hospital luego de la renuncia del director. A los pacientes les daba lo mismo, ni se enteraron. Pero los empleados andaban distraídos. Miraban por las ventanas como si no entendieran nada. Policías. Revolucionarios. Presos secuestrados. Todo eso era ajeno a ellos. Quebrada la autoridad, deambulaban como huérfanos.

El camión del almacén, así lo llamaban, era una furgoneta cochambrosa que cruzaba los muros grandes cada día, muy temprano en la mañana. Repartía los víveres. Desde la carne que comían los doctores hasta la maicena grumosa que nos daban a nosotras. La había visto en mis idas y venidas a la oficina de Elvira. (Ya había averiguado a qué hora llegaba.) Estacionaba en un zaguán que daba a la cocina de la casa principal y se estaba un buen rato allí. Sospecho que el chófer tomaba el desayuno con alguna auxiliar mientras un empleado, un pinche de cocina, quizá, desempacaba.

Mi objetivo era cruzar los muros del hospital dentro de ese camión. Tan cotidiano, nadie lo revisaba ya. Como a mí. Así, decidí esa noche no dormir. No existían los despertadores en mi pabellón, tampoco los relojes. Temía que algún cansancio pegado al cuerpo me jugara una mala pasada y el sueño pudiese obstruir mi plan. Cuando todas dormían, incluida la celadora que hacía la guardia, me dirigí al armario donde se almacenaba
la ropa blanca.
Lo de blanco es un decir, pero así lo llamaban. Robé de allí la bolsa de paño que se usaba para las toallas sanitarias —casi siempre vacía, no importaban los días de sangre— y decidí convertirla en mi cartera. Metí tres cosas en su interior, junto a mi monedero: la insulina, los cuadernos y una muda de ropa, la que me trajeron cuando empecé a trabajar en el hospital (cuando necesité vestirme). Con ella pegadita al cuerpo, me metí en la cama y me arropé bien, por si despertaba la celadora o alguna de las internas trataba de dormir acompañada. Esperé. Esperé hasta que por la ventana —la que nunca tuvo cortinas— penetrara el primer rayo de luz. Pequeñito el rayo, débil como una sonrisa recién empezada, licuada por la timidez. La celadora de guardia contaba con una especie de habitación para ella, a la salida de la pieza enorme donde dormíamos nosotras. Digo «especie de» porque tenía cuatro paredes pero no tenía puerta. Desde allí —se supone— nos cuidaban. Locas y todo, éramos presas, no hay que olvidarlo. Estábamos allí por un delito. Pero el hospital era tan miserable, los sueldos que pagaban tan bajos, que sus empleados actuaban acorde a ello. Nadie se comprometía con el trabajo, como bien lo vimos aquella noche en que parió M. y descubrimos que la celadora de turno ni estaba allí.

Cuando divisé el primer haz de luz, la adrenalina me ahogaba por dentro, tanto era así, que temí que mi cuerpo partiera disparado. ¡Cuánta ansiedad, mamita linda! Me levanté en puntillas. El linóleo del piso estaba helado pero al menos no crujía como la madera. Salí del dormitorio. Atisbé a la celadora: dormía como anestesiada. No parecía temer por el destino de las treinta mujeres a su cargo. Caminé con toda seguridad hasta la reja que nos aislaba, la abrí con la llave que me había mostrado Elvira y que ya había usado mil veces y me dirigí a la sala del teléfono. No era mi deseo hacer una llamada, lo que necesitaba era el uniforme de enfermera de Elvira. Siempre había dos o tres colgando de las perchas y me pareció que dejarlo allí, a la vista, era la mejor forma de esconderlo. Disimulé la camisa de dormir guardándola bajo el sillón y me vestí. Por debajo de la ropa me colgué la bolsa, pasando su cordel por el cuello, y por encima el uniforme. Semejaba una embarazada. El uniforme era muy importante. Debía salir al aire libre para cruzar desde mi pabellón hasta la casa principal. Eso requería al menos cinco minutos caminando al descubierto. Algún vigilante podía divisarme desde el interior.

Ya vestida de enfermera, recorrí un pasillo determinado hasta dar con la sala vacía donde acumulaban muebles en desuso. Había divisado allí, entre el jergón y las patas metálicas de una camilla, un paño grueso y largo. Un fieltro. Sucio y áspero, su lana sin conglomerar daba el color exacto. Gris ratón. Como los vestidos de mi madre. Lo tomé y doblé en cuatro. La imagen: una enfermera llevando una frazada.

Comprobé por la ventana de aquel pasillo lateral la llegada de la furgoneta. Allí estaba. Como esperándome. Salí del pabellón. Los cinco minutos al aire libre se me multiplicaban a cada paso por la gravilla. Prohibido correr. Calma. Calma, me repetía. Me detuve en la esquina del zaguán. Bien escondidita, observé. El chófer brillaba por su ausencia. El chiquillo que descargaba acumulaba una gran cantidad de paquetes, se los echaba lentamente sobre los hombros y cuando ya estaba cargado como burro, se dirigía a la puerta de la cocina. Para hacer menos viajes, deduje. Lo observé hacerlo dos veces. Conté —no tenía reloj— cuánto tardaba entre una operación y otra. Me daba el tiempo de sobra para caminar por el zaguán vacío, acercarme al camión por la derecha y subirme al asiento trasero. Ya tendida allí, en el piso del vehículo, me cubriría con el fieltro. Agradecí ser menuda y más bien bajita. Para el chiquillo, resultaría invisible desde atrás, donde descargaba. No tanto para el chófer. Pero cuando me viera, si me veía, ya estaríamos fuera. A cada minuto su propio afán.

Fue potente porque era necesario. Así escapé del hospital psiquiátrico. Así dejé atrás el olor a orines y a trapos mojados. Si hubiese sido una cárcel, claro, mi victoria habría tenido otro canto. Pero no existían las torres de control ni los soldados con metralletas en ese lugar olvidado de la mano de Dios.

Por si les da curiosidad: no, el chófer nunca me vio. Se fue silbando por el camino, siempre una misma canción. Sólo la interrumpía para eructar, dando fe de que el desayuno lo había contentado. Ya estacionada la furgoneta bajo techo en un garaje al lado de un enorme almacén, ni miró ni cerró con llave. Simplemente se fue. Esperé unos cinco minutos, más o menos. Respiré profundo al zafarme del fieltro. Aún dentro del camión, liberé a mi pobre cuello de la bolsa y a mi cuerpo del delantal. Lo guardé cuidadosamente entre mis cosas, por si volvía a necesitarlo. Y caminé, aparentando seguridad, hasta el paradero de buses más cercano. Totalmente desorientada, no tenía idea de dónde me encontraba. Parecía un pueblo pequeño, de los que rodean la capital. Pero yo sabía hacia dónde dirigirme. Había memorizado la dirección y buscado en la guía telefónica de la oficina de Elvira. El centro de la ciudad conducía a todos los caminos. Partí a buscarlos.

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